𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐

Era una sensación extraña que el abrazo de Muriel pudiera ser tan tranquilizante, tan cálido, tan simple y correcto. Hugo era consciente que no debía ser atractivo para ella un muchacho que lloraba en sus brazos, aferrándose a la vida que ella transpiraba, pero no podía evitarlo. Hacía poco ella había sido solo una chica dormida en el hospital, sin perspectivas de volver a abrir los ojos, deseando con todas sus fuerzas morir o al menos dormir para siempre.

Y ahora él se aferraba a ella, asustado, sin poder evitar pensar si aquel sería el último abrazo. 

—Tú también debes prometerme algo –murmuró él, separándose de ella para verla un poco—. No volverás a desear morir, si me pasa algo, tú vas a hacer todo lo que yo no pude hacer. 

Ella apretó los labios.

—Eso no va a pasar…

—Júramelo, Muriel.

La chica dudó, Hugo lo notó en el instante en que sus ojos fueron a la ventana y luego a él.

—Lo juro.

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