𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐
Muriel dejó de removerse, sus brazos perdieron fuerza ante el ataque del hombre, lo dejó besarle el cuello, lo dejó meterle las manos debajo de la camisa. Ella siempre se rendía, ella siempre lloraba en silencio. Sin embargo, había una parte de ella, la parte que la había hecho salir de la tina en el baño, que había soltado la cuchilla la primera vez, que le había hecho soñar un mundo tan grande, que tenía miedo de la muerte, que la hacía mantenerse allí y no hundirse en el armario para siempre: una parte que todavía quería luchar. Y si bien era débil y se opacaba con sus sollozos, nunca había dejado de gritar, incluso cuando Muriel tenía la cabeza bajo el agua y se estaba ahogando.
— ¡Hugo! –gritó ahora, su voz desgarrándose con el grito—. ¡Escúchame! ¡Escúchame, por favor!
—Él no volverá –dijo Miguel, besándole el hombro—. Él no puede protegerte mientras estés aquí, pequeña, él te lo dijo, ¿o no?
Él lo había hecho. Él lo había dicho. Él había insistido. Él había prometido que las pesadillas llegarían. Allí estaban, en la forma de un hombre que le sostenía las manos con fuerza para que dejara de moverse. Pero ella no se cayó, incluso si Miguel tenía razón.
— ¡Tú eres el único que quiso escucharme! –gritó—. ¡Por favor, escúchame! ¡Escúchame ahora!
—Quizás ya no quiere oírte –dijo Miguel.
Ella siguió gritando.
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