𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂
Cuando estuvo segura de que su madre se había ido, Muriel regresó al cuarto. Había algo mal con la habitación, pero no supo si era que el suelo estaba torcido, que el reloj volvía a funcionar o que una de las paredes parecía hecha de madera viva que crujía y se chocaban en ella ríos de insectos que fluían hacia el techo y desaparecían bajo la lámpara.
—Muriel…
El susurro hizo que sus piernas temblaran, o quizás fue el suelo lo que se tambaleó. Muriel terminó tropezando con el aire y la habitación crujió en la dirección de su caída hasta que su rostro impactó un pecho masculino que olía a colonia y sudor. Sus ojos se abrieron de golpe y la respiración se le atoró en los pulmones. Se sintió pequeña, desprotegida, estúpida, a su merced.
—¿Pasa algo, pequeña? –murmuró Miguel, bajando su boca hasta el oído de Muriel y posándole los labios sobre la piel del cuello—. Preciosa, preciosa como un ángel, y tan inocente.
Muriel usó sus manos para intentar separarse, el suelo había vuelto a su lugar, pero ahora la habitación se empequeñecía. Empujó a Miguel, empujó su pecho, pero él sostenía su la cintura con brazos de acero. Pataleó e intentó golpearlo, pero él le sujetó las muñecas y fastidió todos sus intentos con solo mirarla a los ojos.
—Tranquila, pequeña, no voy a hacerte daño –prometió, sacándole un quejido lloroso—. No puedo hacerte daño mientras estés aquí, ¿no es así?
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