𝒕𝒓𝒆𝒄𝒆

Se levantó por la madrugada, tambaleándose, con las rodillas temblorosas consiguió apenas sujetarse del lavamanos y no precipitarse contra la porcelana. Se dobló entre arcadas, el vómito subiendo por su garganta manchó la porcelana del inodoro y Hugo cerró los ojos mientras dejaba el ácido salir. Cuando terminó estaba mareado, con la cabeza embobada y respirando agitadamente. 

Se quedó abrazando la porcelana por al menos diez minutos antes de impulsarse para ponerse en pie. Estaba solo, como cada vez desde la quinta sesión. Hugo había tenido suficiente de su hermana limpiándole la boca y lavándole el rostro, y de su madre presionando las lágrimas, y de su padre intentando entretenerlo con los cuentos de Chejov. Prefirió que solo vinieran a verlo una vez al día y los mandó a casa, porque él podía llamar a la enfermera de guardia si lo necesitaba.

Se lavó la boca con el agua fría, sus manos temblando le mojaron más el inicio de su suéter que la boca. Se echó agua en los ojos y muerto de frío pretendió regresar a su cama. Pero no pudo hacerlo, porque la luz se colaba por debajo de su puerta, la luz del pasillo. Oyó, o creyó oír, una música lejana como de una maquinaria de juguete, como de una caja de música.

—Sigue dormida –había dicho Fernanda, pero Hugo no había visto a la familia de Muriel en todo el día. Imaginó que se hubieran cansado de mirarla dormir y prefirieron esperar a que despertara desde casa. Haciendo resbalar sus medias se dirigió hasta el pasillo, asomó su cabeza, no había nadie, dejó su habitación y se coló en la de la vecina.

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