𝒕𝒓𝒆𝒄𝒆

Lo extrañaba, pero como tenía miedo de reconocérselo a sí misma se dijo que estaba enojada. Se dijo que era por esa molestia, esa indignación de no recibir justificación a su falta, que se estaba volviendo loca. Se dijo que solo deseaba que él volviera para gritarle, que si se desahogaba podría dejarlo ir y volver a su tranquila soledad.

No era verdad y en el fondo lo sabía. No era por eso que no le gustaba ningún libro, que la puerta anaranjada había desaparecido. El minutero del reloj que colgaba en el centro de su habitación ya no caminaba; y ella no tenía idea de cómo echarlo a andar, y tampoco quería hacerlo. Detenido el tiempo le daba la sensación de que Hugo no la había dejado sola tanto tiempo.

Se acurrucaba dentro del armario, para no mirar el reloj, para no mirar las olas o el cambio del Sol y la Luna. Cerraba sus ojos y apoyaba la cabeza en la madera. Abrazada a sus rodillas permitía que su consciencia jugara un poco con los márgenes de la realidad. Quizás en un afán de olvidarse de Hugo o quizás solo porque ella siempre había sido incapaz de dejar que las heridas se cerraran solas: impaciente arrancaba las postillas. Nunca se daba cuenta de lo que hacía hasta que la sangre se le acumulaba bajo la uña curiosa y le picaba.

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