𝒒𝒖𝒊𝒏𝒄𝒆
Los moretones tenían distintos tonos y estaban repartidos como flores purpúreas en un lienzo blanco lleno de lunares. Había más pequeños y más grandes, un patrón que se entrecruzaba con las postillas sobre arañazos ocasionales que ella misma había causado.
—Dios mío, Muriel –dijo Ana, cubriéndose la boca para reprimir un suspiro.
Se habían quedado heladas, cada una por una razón diferente. Fue la pelinegra quien primero reaccionó, aprovechó la sorpresa de su amiga y removió su mano para soltarse. Ante los ojos ampliados de Ana, Muriel volvió a colocarse la chaqueta y abrochado hasta el último botón. Cuando hubo terminado, tiró del borde de las mangas, queriendo ocultar también sus manos, sus uñas sucias y mordidas.
— ¿Cómo te los has hecho? –había preguntado Ana y Muriel había clavado sus ojos en los orbes negros de la otra. Una parte de ella quiso responderle, quiso decirle toda la verdad. Pero la mayor parte de su ser le dijo que lo ocultara, que Ana tampoco le creería, que solo sería más vergüenza sobre sí misma.
No necesitaba la lástima de otro, ya tenía la propia.
—No es tu problema. Déjame en paz –respondió mordaz antes de huir por el pasillo. Quizás, solo quizás, esa había sido la reacción equivocada, pero Ana no volvió a preguntar por los moretones. Ana no volvió a intentar sacarle los abrigos. Pero Ana tampoco no volvió a ser la misma con ella.
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