𝒐𝒏𝒄𝒆

Pasaron dos días y Hugo conoció de lejos a la madre de su vecina, también a una niña de no más de seis años. Penélope lo regañó al descubrirlo de pie y estirado para oír algo de lo que se hablaba en la habitación junto a la suya. Fernanda le dijo que la muchacha se llamaba Muriel, que tenía su edad y que ella creía que simplemente no quería despertar. 

Pero Hugo no entendió por qué. La curiosidad había sido plantada en su pecho. ¿Cómo puede alguien no querer despertar? Para él se sentía como un milagro volver a abrir los ojos cada mañana y poder ver la luz colarse por la ventana en la blanca habitación con un enorme dibujo de un árbol. Porque claro, era un hospital pediátrico, Hugo aún era menor de edad. Muriel también. Muriel que no quería despertar.

—¿Cómo puede alguien no querer despertar? –preguntó a sus amigos, que lo habían escuchado farfullar sobre la nueva paciente por al menos diez minutos.

—Quizás deberías preguntarle tú mismo –bromeó Rafa, pero Hugo no lo consideró tan mala idea.

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