𝒐𝒄𝒉𝒐

Hugo no había estado allí cuando la vorágine de voces la llamó, llegó después de que la dejaran en paz, después de que finalmente saliera del armario y viera la habitación por primera vez. Cuando él había llegado el pasillo ya tenía su mimo, sus puertas, su ventana, y su caja de música. Pero esta última no estaba rota aún. Cuando Hugo llegó Muriel había estado mirando a la bailarina de cerámica realizar trucos impensables, giros, saltos, piruetas. 

— ¿Qué haces aquí?

Al principio se había asustado y había dejado caer la caja de música. El aparato se rompió abierto, la bailarina se fracturó una rodilla y prefirió dejar de girar. Después del susto inicial, Muriel se había enojado y buscado con sus ojos a la fuente de la voz. 

— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? 

Primero nadie le respondió y Muriel pensó que había sido su imaginación. Se frotó la frente y se restregó los ojos antes de mirar con lástima la porcelana en el suelo. Pensó que podría crear otra, después de todo nada se lo impedía. 

— ¿Puedes oírme? –la voz volvió en un susurro, cuando la muchacha se había dispuesto a recoger los trozos rotos. Se cortó y maldijo entre dientes.

— ¿Qué quieres? –repitió ella, poniéndose de pie y mirando alrededor—. ¿Quién eres?

No había figura donde posar sus ojos. Empezó a acelerársele el pulso con una idea absurda que la voz acabó por confirmar.

—Mi nombre es Hugo –dijo él—. Y solo quiero saber si alguna vez piensas despertar.

Hugo no estaba en su mente. Él era una voz, externa, ajena a ella, era alguien sentado junto a su cama de hospital, alguien que podía ver los tubos que –presumiblemente- tenía conectados a sus brazos. Pero él era diferente, él podía escucharla. La idea la distrajo, se enredó en su mente y la hizo olvidarse de la bailarina rota: los trozos quedaron en el suelo, una gota de sangre manchando un trozo del vestido azul.

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