𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆
Empezó a acostumbrarse, a hacer amistad con las enfermeras y con el doctor Alejo, que le regalaba guiños cuando lo atrapaba viendo a una paciente bonita. Dejó de importarle su delgadez y poco a poco se acostumbró al ardor de los sueros en su piel y a su reflejo sin cabello. Hugo se acostumbró a la nueva versión de sí mismo, y prefirió hacerlo antes que morir de tristeza sin sentido.
Si iba a morir, bien, todos morían. Si iba a hacerlo, al menos disfrutaría todo lo que hubiera de por medio hasta entonces. Incluso si eran gelatinas verdes traídas por la enfermera y los ojos puestos en blanco de La Japonesa que le repetía como papagayo:
—Que no te vas a morir, imbécil.
—El doctor dice que tienes mucho chance de pasar la operación, que lo estás haciendo bien –corroboraba su hermana, dándole un asentimiento—. Dice que solo debes seguir el tratamiento un par de meses más.
—Si te mueres no podrás verme en el escenario, hermano –decía Raffa y Hugo le reprochaba que solo le importaba su música.
Reían, Hugo reía cuando sus amigos iban a verlo.
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