𝒅𝒊𝒆𝒛

—No –había respondido ella—. No quiero nada. Tengo todo aquí.

Silencio. Ruido blanco. Palabras sin decir. Ruido de piedras cayendo con la corriente de un río furioso. 

—No –dijo él también, su voz era un susurro triste—, no tienes nada, Muriel.

Y cuando ella fue a rebatirle, cuando fue a defenderse a sí misma, a decirse dueña y señora de días y noches, de estrellas y corrientes marinas, su voz le habló al vacío. Hugo se había ido, otra vez, como siempre, la había dejado sola. 

Allí dentro ella estaba fuera de su alcance, y él estaba fuera del de ella. 

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