𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒖𝒏𝒐

Silencio. La cuerda tensándose. Una pincelada infinita. Y entonces su voz.

—Te diría tantas cosas, Muriel –dijo Hugo y ella soltó el aire contenido en un sollozo que tenía más de alivio que de tristeza, uno que traía risa, una risa que le vibró en el pecho y detuvo los movimientos del Miguel sobre ella—. Pero primero te diré que nunca me he ido, no del todo. Siempre vengo, siempre estoy aquí. 

—Hugo –suspiró ella, cerrando los ojos y sintiendo el peso sobre ella desaparecer.

Sin aviso previo sintió el calor de Hugo inundar la habitación y, sin abrir los ojos, Muriel tomó una respiración profunda. Hugo olía levemente a café y cuando volvió a hablar, su voz estaba tan cerca que se sintió como un susurro en su oído. 

—Quizás yo no comparta tus razones para quedarte ahí, pero, en cierta forma las entiendo. Pero Muriel, no tienes que odiarte a ti misma. No te odies, porque la primera que debe estar ahí para ti no es tu madre. La primera que debe estar ahí para ti es la única persona que estará contigo siempre, la que, aunque te enoje y disguste a veces, es la que debes aprender a querer más. Eres tú Muriel, tú lo dijiste. Solo tú puedes decidir salir o no, decidir arreglarlo o dejarlo roto. Y yo puedo ayudarte, pero solo si tú quieres.

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