𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒔𝒊𝒆𝒕𝒆

No te rindas, no te rindas, no te rindas. Nada, nada, nada. El coro se repetía infinitamente en su cabeza. El calor del fondo se apartó de él, la música se oyó lejana hasta no oírse más, la bruma se oscureció y la única luz era la Luna sobre su cabeza. Hugo nadó hacia ella.

Las manos lo empujaban hacia abajo, el peso le rasgaba los pulmones y burbujas dolorosas tomaban el poder sobre su piel. Sus entrañas ardían, pero el coro seguía repitiéndose. Al principio había sido la voz de Muriel, pero luego fue la suya propia. 

No te rindas, no te rindas, no te rindas. Vive. 

La Luna se apagó. Hugo durmió.

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