𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒔𝒆𝒊𝒔
Muriel murmuraba bajito, como rezando. Sus manos cerradas en puños de dedos entrelazados, las lágrimas silenciosas reprimidas en su garganta, los codos apoyados en las rodillas alzadas. La madre de Hugo se había levantado para ir al baño, dejándola sola por un instante.
—Por favor, por favor, por favor… –murmuró, alzando la vista al reloj que ya daba las doce y cuarto.
Apretó los ojos cerrados y sus labios temblaron cuando volvió a repetir su plegaria. No sabía rezar, no sabía si estaba rezando, solo estaba deseando. Así como Hugo había deseado oírla alguna vez, ella deseaba ahora, con igual o mayor fuerza, que el chico no dejara de empujar, de luchar por su vida.
Si a él le había funcionado, a ella debía funcionarle igual.
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