𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆

Hugo abrió los ojos en una habitación de hospital completamente normal y lo primero que vio fue el techo blanco. Giró su cabeza, notando que respiraba algo dificultosamente, como si el agua de aquel mar de sueños se hubiera quedado en sus pulmones. No, quizás tenía que ver con los tubitos que pronto notó en su nariz. Solo esperaba que no fueran para siempre.

—¿Hugo? –una voz somnolienta llamó su atención hacia la derecha.

Los dedos de seda de Muriel se aferraron a los suyos y pronto sus ojos se enfocaron los unos a los otros. Hugo sonrió un poco, con sus labios resecos. Intentó hablar, pero ella negó, impidiéndoselo al dejar un beso en su mejilla.

—Cállate –le pidió, soltando una risita baja—, no te esfuerces. Tu madre fue a buscar un jugo y a llamar a tu hermana. En seguida vuelve.

Hugo no hizo caso de ello, movió su mano, separando los dedos de los de ella para llevarlos hasta el rostro de la chica y luego a su cabello. Sonrió un poco y ella le devolvió el gesto. Muriel bajó la vista un instante, revisó que la puerta siguiera cerrada y luego fijó sus ojos en él.

—En cuanto el médico diga que puedas, nos vamos a la playa, ¿me oyes? –dijo—. No me arriesgaré, necesito ese prometido castillo de arena.

A él se le escapó una risita baja que le hizo doler bajo las costillas. Pero no le importaba el dolor, no le importaba si vivía solo cinco, diez, quince años más. Viviría los que vinieran y cuando la muerte finalmente tirara de él hacia el fondo, sin otra alternativa posible, habiéndose asegurado de ser feliz cada día, la recibiría como amiga. ¿Cómo podía tenerle miedo a algo que olía tan cálido como el hogar y sonaba como una vieja caja de música? No iba a echarse a esperarla, pero tampoco tenía sentido tenerle miedo de forma irracional. 

Lo mejor que podía hacer era vivir, simplemente vivir.

—Muriel –llamó él y ella lo miró atenta—. No haremos un solo castillo. Haremos cientos, en todas las playas del mundo, en todas las orillas que existan.

La risa de la chica burbujeó por la habitación.

—Ahora tienes que cumplir esa promesa –murmuró ella, acercándose para besar su mejilla.

Hugo cumplió su promesa a tal punto que doce años después de hacerla, cuando Muriel dejó flores por primera vez en su tumba, bajo un árbol que ellos mismos habían plantado, ninguno de los dos hubiera podido contar cuantas veces levantaron la arena y decoraron con conchas torres hechas donde la espuma no podía llevárselas. 

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