𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒅𝒐𝒔
Aunque la familia de Hugo había insistido Muriel se negó a dejar la sala de espera. La silla plástica era incómoda y el reloj parecía congelado. A su lado se dejó caer la madre de Hugo, a quien habían delegado la espera mientras Penélope y el padre iban a por la comida. Muriel le dedicó una mirada a la mujer que con una sonrisa débil le extendió una lata de refresco.
—Gracias –murmuró, aceptándola y escuchando el pequeño escape de gas cuando la abrió para llevar las burbujas a través de su boca.
—De nada, cariño.
Muriel tomó solo un trago y este se volvió amargo, así que sostuvo la lata sobre su regazo y devolvió la vista la señora, que con ademán nervioso miraba la ventana.
—Saldrá bien –aseguró Muriel y la madre de Hugo se limpió una lágrima, asintiendo.
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