𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒅𝒐𝒔

— ¿Me tienes lástima? –preguntó ella, abriendo sus ojos e incorporándose en la cama al tiempo que la habitación se quedaba sin el calor de Hugo.

—No –dijo él mientras el armario desaparecía, convertido en arena frente a los ojos de Muriel.

— ¿No?

Muriel se puso de pie, la cama se deshizo en humo y la ventana se derritió, mojando sus pies con pintura azul.

—Quiero protegerte, pero el daño ya está hecho, ¿no es cierto? Quiero decirte que no es tu culpa, convencerte, pero no me escucharías, ¿lo harías? Solo puedo hacer una cosa, solo puedo escucharte, quedarme aquí hasta que tú quieras. 

El minutero del reloj dio vueltas a una velocidad impensable y Muriel observó cuando salió volando, convertido en mariposa, revoloteó hasta desaparecer en una burbuja de jabón. Un paso, luego otro, y otro que la acercara a la puerta del pasillo. 

—También puedes abrazarme –murmuró ella, su mano rodeando el picaporte de metal. 

Y cuándo sintió su calor, el aroma a café, la habitación se dobló como papel y ella abrió los ojos.

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