𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐
Muriel sintió un tirón en el estómago y una mala sensación recorriéndole la piel. Alzó la vista al reloj, detenido en las doce del mediodía. Fue como si toda la habitación estuviera detenida excepto por ella. El minuto se alargó y el segundero se negó a moverse, hasta que Muriel lo supo. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio el segundero volverse mariposas y disolverse en burbujas. La habitación tembló, como una hoja de papel y ella se puso de pie.
El único sonido provenía de la caja de música con su bailarina giratoria rota.
—¡Hugo! ¡Hugo! –gritó ella, poniéndose de pie al ver que el agua se filtraba bajo las puertas de hoja doble del fondo del pasillo. El grito fue mudo, pero resonó en todo el lugar. Muriel no se quedó ahí, por qué él aún no podía escucharla.
Sus pies se movieron todo lo rápido que podían mientras el papel del suelo se doblaba y le jugaba malas pasadas.
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