𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐
Hugo era delgado, no, era delgadísimo y no solo se le notaba en el rostro. Su piel parecía haber sido bronceada alguna vez, con el tono dorado de las pieles caribeñas, pero ahora tenía un tono apagado, a juego con los labios pálidos. Hugo tenía los ojos negros, no, de un marrón muy oscuro. Su cabello estaba oculto por el gorro, pero Muriel imaginó que sería del mismo color castaño que sus cejas despobladas. Hugo tomó distancia y ella notó la forma en que el abrigo le colgaba ancho.
—Hola –dijo ella, y tosió al encontrar su voz carrasposa—. Me llamo Muriel.
El muchacho frente a ella le ofreció una sonrisa juguetona y ella la correspondió con complicidad.
—Mucho gusto –dijo él, ofreciéndole su mano derecha—. Yo soy Hugo –se presentó cuando ella le agarró los dedos delgados dignos de un pianista—. Soy tu vecino de la habitación de al lado.
Hubo un corto silencio que no fue incómodo sino todo lo contrario. Y entonces se soltaron las manos y él bajó la voz.
— ¿Quieres que llame a la enfermera?
Muriel negó con la cabeza.
—Dame unos segundos más.
Y él se los concedió.
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