𝒄𝒖𝒂𝒓𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐
Alguien debió avisarle a su madre porque después de que el doctor la examinara y comprobara que todo iba bien con ella, la mujer y su hermana pequeña aparecieron. Entraron a prisa, la madre dejó las bolsas que traía en el suelo, y Lilian dejó caer el ramo de claveles antes de lanzarse para abrazar a su hermana. Muriel soltó un quejido por la impresión, pero le devolvió el abrazo, tocándole los rizados cabellos que le picaban en la nariz mientras la niña colgaba de su cuello.
—Muriel –llamó su madre con una voz baja y de ruego. Se había mantenido detenida, de pie, al borde de la cama, quieta, como si no sintiera correcto abrazar a su propia hija. Y Muriel la entendía. Una cortina de lágrimas le nubló los ojos mientras extendía una mano a su madre, abriéndole espacio en el abrazo.
Tan pronto su madre la abrazó, tan pronto le llegó el olor a naranja de su champú, tan pronto la mujer le cubrió de besos y susurrados te amo, Muriel se permitió llorar.
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