𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐
Su familia lo aceptó fácilmente y, aunque ellos le seguían repitiendo que las mismas estadísticas que el doctor Alejo, Hugo seguía sintiendo que había un enorme cartel luminiscente donde podías leer muerte en su frente. Su caso no era el más complicado, era bastante común en niños expuestos a la contaminación de la ciudad y fumadores. En su familia nadie fumaba, aunque su hermana Penélope lo había probado una vez.
Un tumor crecido en su pulmón derecho.
—El doctor dice que con una operación tengo buenos chances –dijo Hugo, mordiendo con enojo su hamburguesa en la cafetería. Su madre había abogado porque se quedara en casa el día después de los resultados, pero él no quiso, el no aguantaba un segundo más en una casa donde lo empezaban a tratar como si fuera de cristal.
—Mierda, todavía no lo creo –murmuró su mejor amiga, que no había probado bocado de su almuerzo. Sus ojos eran achinados y su cabello, que una vez había sido negro y asiático, ahora era azul. La conocían como La Japonesa, pero en realidad se llamaba Kyoka.
—Pues créelo, porque no me pueden operar porque el tumor es muy grande –dijo Hugo, tosiendo y dejando su hamburguesa para tomar un poco de agua. Su amigo le palmeó la espalda, desde su otro costado.
—Hermano, estamos contigo, lo sabes, ¿no? –preguntó Rafa, sus ojos oscuros a juego con su piel y el tono grueso de su voz no dejaban traslucir que en el fondo era un sensible poeta y quería ser pianista.
—Lo sé –dijo él, cuando las toses se fueron—. Lo sé.
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