𝒄𝒂𝒕𝒐𝒓𝒄𝒆

Muriel iba a la escuela con un suéter que cubriera sus brazos. Realmente no le importaba si hacía calor o no, si sudaba como cerda o no. Podía soportarlo siempre que el suéter cubriera las marcas, los morados, los dolores. Mientras nadie pudiera verlas, Muriel seguiría llevando abrigos en pleno junio.

Su madre siempre la miraba extrañada cuando Muriel salía de casa llevando su suéter, pero no se atrevía a decir nada. Y de haberlo hecho ella probablemente la hubiera ignorado. Solo había una persona capaz de cuestionarle su elección de ropa y era su mejor amiga, su única amiga. Ana siempre le preguntaba si no tenía calor, le criticaba los suéteres, las mangas largas, los abrigos, las chaquetas. Muriel siempre le decía que no, que estaba bien así, y la otra arqueaba su ceja pelirroja, mirando las gotas de sudor en su sien.

De solo pensar en quitarse el suéter Muriel tenía escalofríos, jugaba ansiosamente con los bordes de sus mangas, tirándolos, ocultando sus manos. Cuando Ana intentaba que se sacara aquello, Muriel solo quería correr, huir lejos, irse a casa, pero no lo hacía, se mantenía seria y le lanzaba miradas amenazantes, prometiéndole palabras punzantes si seguía cruzando la línea invisible. 

Ana no tenía sentido del espacio personal, y quizás ser entrometida era la única razón por la que en un principio se había hecho amiga de Muriel, por insistirle, por empujar sus límites y tumbar sus murallas. Pero fue también aquello lo que cubrió sus ojos de lástima el día que finalmente logró, forcejeando, sacarle a medias la chaqueta a su mejor amiga.

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