Capítulo #3
Las cosas empeoraron aún más. Durante mi último año en el instituto, mi actitud rebelde alcanzó un punto insostenible. Mis notas habían ido de mal en peor durante dos años, más por una cuestión de holgazanería y falta de interés que por inteligencia -o al menos, eso es lo que me gusta creer-, y en varias ocasiones mi padre me había pillado regresando muy tarde y con el aliento apestando a alcohol. Una vez la Policía me acompañó a casa tras una redada en una fiesta de menores en la que hallaron claras pruebas de consumo de drogas y de bebidas alcohólicas, y cuando mi padre me castigó con no salir de mi habitación, me largué a casa de un amigo y me quedé allí un par de semanas después de soltarle, sulfurado, que no se metiera en mis asuntos. Cuando regresé no dijo
nada; en lugar de amonestarme, los huevos revueltos, las tostadas y las lonchas de panceta fritas continuaron apareciendo sobre la mesa cada mañana como de costumbre. Aprobé el curso por los pelos, y sospecho que en el instituto me dieron el aprobado simplemente porque quería perderme de vista. Sé que mi padre estaba preocupado, y algunas veces, en su típica manera apocada, intentaba abordar el tema de la universidad, pero por entonces yo ya había decidido que no iba a seguir estudiando. Quería un trabajo, quería un coche, quería todas esas cosas materiales que me habían sido vedadas durante dieciocho años. No me pronuncié al respecto hasta el verano después de mi graduación, pero cuando él se dió cuenta de que no había rellenado la solicitud de acceso a la universidad, se encerró en su estudio durante el resto de la noche y la mañana siguiente; mientras comíamos los huevos y las lonchas de panceta fritas, no me dirigió la palabra. Ese día, al atardecer, intentó establecer una conversación conmigo sobre monedas, como si intentara aferrarse a la relación que se había enfriado entre nosotros.
-¿Recuerdas cuando fuimos a Atlanta y tú descubriste esa moneda Buffalo que llevábamos tantos años buscando? -empezó a decir-. ¿La que sostenías en la mano cuando nos hicimos la foto juntos? Nunca olvidaré lo contento que estabas. En ese momento me acordé tanto de mi padre y de mí... Sacudí la cabeza. Toda la frustración de la vida de mi padre estaba emergiendo a la superficie.
-¡Estoy harto de oír hablar de monedas! -espeté encolerizado-¡No quiero volver a oír hablar de monedas! ¡Deberías vender esa maldita colección y dedicarte a otra cosa! ¡A cualquier otra cosa!
Mi padre no dijo nada, pero hasta el día de hoy no he logrado olvidar la
profunda tristeza que anegó su expresión cuando se dio la vuelta y se marchó a refugiarse en su estudio, arrastrando los pies. Le hice mucho daño, y a pesar de que me dije que ésa no había sido mi intención, en el fondo sabía que me estaba mintiendo. A partir de esa discusión, mi padre no volvió a sacar a colación el tema de las monedas. Ni yo tampoco. Pasó a ser un tema tabú entre nosotros, y
nos dejó sin nada que decirnos el uno al otro. Unos pocos días más tarde, me fijé en que la única foto en la que aparecíamos los dos juntos ya no descansaba sobre la mesa del escritorio, como si él pensara que la más leve evocación de las monedas pudiera ofenderme. En esos momentos probablemente era así, y ni tan sólo me afectó pensar que quizás había tirado la foto a la basura.
En mi mocedad jamás se me pasó por la cabeza la idea de alistarme en el
Ejército. A pesar de que la zona del este de Carolina del Norte es una de las áreas más densas militarmente hablando del país -en un trayecto de menos de una hora en coche desde Wilmington, hay siete bases-, solía pensar que la vida militar estaba hecha para los perdedores. ¿Quién quería pasarse la vida bajo las órdenes implacables de una panda de tipejos abusones y cuadrados como
armarios? Yo no, y, aparte del grupito de estudiantes que formaba parte del
Programa de Formación de Jóvenes Oficiales de Reserva, tampoco muchos chicos en mi instituto. En lugar de eso, la mayoría de los que habían sido buenos estudiantes accedían a la Universidad de Carolina del Norte o la Universidad del Estado de Carolina del Norte, mientras que los que no habían sido buenos estudiantes se quedaban rezagados, saltando de un empleo de poca monta al siguiente, bebiendo cerveza y matando las horas, y evitando a toda costa cualquier labor que requiriese un ápice de responsabilidad.
Yo encajaba en esa última categoría. En los dos años siguientes después de salir del instituto tuve diversos empleos; desde limpiar las mesas en el restaurante Outback Steakhouse, a romper los resguardos de las entradas en el cine local, a cargar y descargar cajas en una de las tiendas de la cadena Staples, a preparar tortitas de harina en Waffle House, y a trabajar como cajero en un par de tiendas
para turistas donde vendían las chorradas más absurdas que uno pueda llegar a imaginarse. Me gastaba cada centavo que ganaba, no tenía ninguna ilusión en cuanto a escalar posiciones para alcanzar un puesto de responsabilidad, y al final siempre acababan por despedirme de cada empleo. Durante una temporada eso
no me importó en absoluto. Vivía mi vida. Me gustaba el surf y dormir hasta las tantas, y puesto que todavía seguía viviendo en casa de mi padre, no necesitaba ingresos para pagar ni el alquiler ni la comida ni un seguro médico ni para prepararme para el futuro. Además, a ninguno de mis amigos le iba mejor que a mí. No recuerdo sentirme particularmente infeliz, pero después de un tiempo
empecé a hartarme de esa clase de vida. No en lo que concernía al surf -en 1996, los huracanes Berta y Fran se ensañaron con la costa y provocaron algunas de las mejores olas en muchos años-, pero sí de matar las horas en el bar Leroy después de pasarme la tarde montado en la tabla de surf. Empecé a darme cuenta de que cada noche era igual: bebía cerveza hasta que me topaba con
algún chico que conocía del instituto, entablaba conversación con él sobre cómo nos iban las cosas a los dos, aunque no hacía falta ser un genio para descubrir que ambos estábamos montados en barcos a la deriva. A pesar de que ellos tuvieran casa propia y yo no, nunca los creía cuando me decían que estaban encantados con sus trabajos como albañiles o limpiadores de ventanas o transportistas, porque sabía perfectamente que ninguno de esos empleos era lo que habían soñado que acabarían por hacer. Quizás había sido un vago en clase, pero no tenía
ni un pelo de tonto.
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Hola ¿Cómo están? Espero que estén bien.
¿Lo disfrutaron?
-Espero que les haya gustado, continuemos leyendo y verán que bueno se pondrá esta linda historia.
Ahhh, no olviden darle a nuestra hermosa estrellita. ⭐😊
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