Capítulo #1
Me llamo Tayler Rondín. Nací en 1977, y crecí en Wilmington, una ciudad situada en Carolina del Norte que se jacta con orgullo de poseer el puerto más grande en el estado y una historia prolífica y apasionante, aunque ahora me parezca más una ciudad que surgió por circunstancias accidentales. Lo admito, el clima era fantástico y las playas idílica, pero no estaba preparada para acoger la oleada de jubilados provenientes de los estados del norte que llegaron con el anhelo de pasar el resto de sus días dorados en un enclave barato.
La ciudad está ubicada en una lengua de tierra relativamente angosta que confina por un lado con el río Cape Fear y por el otro con el océano. La Autopista 17 -que lleva hasta MyrtleBeach y Charleston- divide la ciudad en dos partes y desempeña la función de carretera principal. Cuando era niño, mi padre y yo solíamos conducir desde el casco antiguo cerca del río Cape Fear hasta la playa de Wrightsville en diez
minutos, pero ahora han instalado tantos semáforos y erigido tantos centros comerciales que el trayecto puede durar una hora, especialmente los fines de semana, cuando los turistas llegan en tropel.
La playa de Wrightsville, situada en una isla justo a tocar de costa, se halla al norte, en la punta de Wilmington, alejada y separada de una de las playas más conocidas del estado. Las casas que se extienden a lo largo de las dunas son exorbitantemente caras, y la mayoría se alquilan durante los meses de verano.
La zona denominada Outer Banks puede parecer más romántica por su recóndita ubicación, así como por sus caballos salvajes y el mito de los hermanos Orville y Wilbur Wright, que realizaron su primer vuelo precisamente sobre esa zona de la costa, pero si queréis que os diga
mi opinión, la mayoría de la gente que elige la playa como destino veraniego se siente más cómoda con un McDonald's o un Burger King a su alcance, por si a los más pequeños de la casa no les entusiasma la oferta culinaria local, o quieren disponer de más de un par de opciones de actividades recreativas por la tarde.
Al igual que todas las ciudades, Wilmington tiene sus barrios ricos y sus barrios pobres, y puesto que mi padre desempeñaba uno de los trabajos más estables y respetables en el planeta -cubría una ruta como repartidor de correos-, las cosas no nos iban mal. Tampoco es que nuestra vida fuera fantástica, pero no nos podíamos quejar. No éramos ricos, aunque vivíamos lo bastante cerca del área más próspera como para que yo pudiera estudiar en uno de los mejores institutos de la ciudad.
A diferencia de las moradas de mis amigos, sin embargo, nuestra casa era vieja y pequeña; una parte del porche había empezado a combarse, pero el patio en la parte posterior era sin duda lo que la redimía.
En ese patio se alzaba un enorme roble; cuando yo tenía ocho años, monté una cabaña en el árbol con unos tablones de madera que recogí en unas obras.
Mi Padre no me ayudó en el proyecto -si alguna vez atinaba a propinar un martillazo certero sobre un clavo, podía considerarse sinceramente un acierto accidental-; fue el mismo verano en que aprendí a montar en la tabla de surf por mí mismo.
Supongo que debería de haberme dado cuenta del inmenso abismo que me separaba de mi padre, pero eso sólo demuestra lo poco que uno
sabe de la vida a tan temprana edad.
Mi padre y yo éramos posiblemente tan diferentes como dos personas
pueden serlo. Él era una persona pasiva e introspectiva, en cambio yo siempre estaba en movimiento y detestaba la soledad; mientras él confería un incuestionable valor a los estudios, para mí el colegio no era más que un club social con deportes añadidos. Su porte era descorbado y tendía a arrastrar los pies cuando caminaba, en cambio yo siempre iba dando saltitos de un lado para otro,
y constantemente le pedía que cronometrara cuánto tiempo tardaba en ir y volver corriendo hasta la siguiente esquina. A los catorce años ya era más alto que él y a los quince le ganaba los pulsos. Nuestra apariencia física era también palmariamente distinta: él tenía el pelo rubio pajizo, los ojos castaños y muchas pecas; yo tenía el pelo y los ojos pardos, y mi piel aceitunada adoptaba un destacado tono bronceado a partir del mes de mayo.
A algunos de nuestros vecinos les parecía extraño que pudiéramos ser tan diferentes físicamente, lo cual no carecía de sentido, supongo, teniendo en cuenta que me crie solo con él.
Cuando crecí, a veces oía a esos mismos vecinos comentar en voz baja que mi madre nos había abandonado antes de que yo cumpliera mi primer año de vida.
A pesar de que más tarde sospeché que mi madre se había fugado con alguien,mi padre jamás me lo confirmó. Lo único que decía era que ella se dio cuenta de que había cometido un error al casarse tan joven y que no estaba preparada para asumir el papel de madre. Jamás la criticó, tampoco la elogió, pero me pedía que siempre la incluyera en mis plegarias, sin importar dónde estuviera o lo que ella hubiera hecho. « Me recuerdas tanto a tu madre» , me decía de vez en cuando.
Hasta el día de hoy, jamás he hablado con ella, ni tampoco siento deseo alguno de hacerlo.
Creo que mi padre era feliz. Lo digo así porque él casi nunca expresaba sus emociones. Cuando yo era pequeño, apenas me besaba ni me abrazaba, y siesporádicamente alguna vez lo hacía, mi impresión era que se trataba de un acto mecánico, como si pensara que ése era el comportamiento que se esperaba de un padre, y no porque realmente sintiera la necesidad de hacerlo. Sé que me quería por la forma en que se dedicó siempre a cuidar de mí, pero él había cumplido cuarenta y tres años cuando yo nací, y en cierta manera creo que le habría ido mejor si se hubiera dedicado a ser monje que padre.
Era el hombre más comedido y callado que jamás haya conocido. Me hacía poquísimas preguntas acerca de cómo me iban las cosas, y aunque prácticamente nunca se enojaba conmigo, tampoco se reía ni bromeaba. Vivía inmerso en una rutina inalterable. Cada mañana sin falta, me preparaba huevos revueltos, tostadas y finas lonchas de panceta fritas, y durante la cena -que también preparaba él-escuchaba diferentemente las batallitas que yo le contaba acerca del colegio.
Programaba las visitas al dentista con dos meses de antelación, pagaba las
facturas el sábado por la mañana, hacía la colada el domingo por la tarde, y cadamaña se marchaba de casa exactamente a las siete y treinta y cinco minutos.
No le gustaban nada los eventos sociales, y pasaba solo muchas horas cada día,repartiendo paquetes y pilas de cartas por los buzones que estaban dentro de su ruta. No salía con ninguna mujer, ni tampoco se pasaba las noches de los fines de semana jugando al póquer con amigos; el teléfono podía permanecer semanas enteras sin sonar, y cuando lo hacía, o bien se trataba de alguien que se equivocó de número, o bien era un televendedor. Sé que debió de resultar muy duro para él criarme sin ayuda alguna, pero jamás le oí lamentarse de nada, ni tan sólo cuando lo decepcionaba.
Me pasaba todas las tardes prácticamente solo. Tras completar las tareas diarias, mi padre en fila iba hacia su estudio y se encerraba con sus monedas. Ésa Fue la única gran pasión en su vida. Era feliz cuando se acomodaba en su estudios y ojeaba el Greysheet -un conocido folleto informativo en el ámbito de la
numismática que le enviaba un negociante de monedas- para intentar decidir cuál sería la siguiente moneda que pasaría a engrosar su colección. De hecho fue mi abuelo quien inició la colección de monedas. El héroe de mi abuelo era un tipo llamado Louis Eliasberg, un banquero de Baltimore que ha sido la única persona capaz de reunir una colección completa de monedas de Estados Unidos,con todas las distintas variantes en fechas y marcas de la casa de la moneda donde fueron acuñadas.
Su colección rivalizaba -si no superaba- con la expuesta en el museo Smithsonian, y tras la muerte de mi abuela en 1951, mi abuelo se obsesionó con la idea de reunir una gran colección con su hijo. Cada
verano, mi abuelo y mi padre se desplazaban en tren hasta las diversas casas dela moneda con el fin de ser los primeros en recoger personalmente las nuevas monedas acuñadas, o visitaban exposiciones de numismática en el sudeste del país.
Con el tiempo, mi abuelo y mi padre establecieron contactos con
negociantes de monedas en todos los estados, y mi abuelo se gastó una fortuna alo largo de los años en transacciones de monedas y puliendo su colección.
A diferencia de Louis Eliasberg, sin embargo, mi abuelo no era rico -rentaba un colmado en Burgaw que se fue a pique cuando abrieron una tienda de comestibles de la cadena Piggly Wiggly al otro lado del pueblo- y jamás tuvo la oportunidad de igualar la colección de Eliasberg. No obstante, cada dólar extra que caía en sus manos lo invertía en monedas. Mi abuelo llevó la misma chaqueta durante treinta años, condujo el mismo coche toda su vida, y estoy
prácticamente seguro de que mi padre se puso a trabajar como repartidor de correos en lugar de continuar los estudios en la universidad porque no disponían ni
de un centavo para pagar nada que excediera las cuotas de un instituto. Mi abuelo era un bicho raro, de eso no me cabe la menor duda, igual que mi padre; tal como dice el viejo refrán: « De tal palo tal astilla» . Cuando el anciano finalmente falleció, especificó en su testamento que quería que su casa fuera vendida y que el dinero obtenido en dicha venta se invirtiera en la compra demás monedas, lo cual era exactamente lo que mi padre probablemente hubiera
hecho de todos modos.
......................................................................
Hola ¿Cómo están? Espero que estén bien.
¿Lo disfrutaron?
-Espero que les haya gustado, continuemos leyendo y verán que bueno se pondrá esta linda historia.
Ahhh, no olviden darle a nuestra hermosa estrellita. ⭐😊
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top