Capítulo 6 - Bebidas indispensables
Capítulo 6
Bebidas indispensables
Ya sea por costumbre o por inquietud, al día siguiente Leona se despierta bastante temprano. Sabe que no volverá a quedarse dormida (una vez que ha abierto los ojos, esto le resulta imposible), así que sale de la cama y se dirige a la cocina.
Si bien se trata de una habitación no muy grande, al menos cuenta con una mesa, cuatro sillas y varias encimeras puestas en fila sobre las cuales se sostienen estanterías. Algunos objetos los reconoce, otros no, pero decide arriesgarse igualmente a buscar algo que pueda reconocer como comida.
Tras revolver entre mil envases, Leona encuentra uno que casi la hace saltar de alegría. Estaba en busca de algo que le fuera familiar, ¡y vaya que lo éste lo es! Por las dudas, abre la tapa del frasco, y resulta que ni siquiera tiene que acercar la nariz para olerlo... Es, en efecto, café.
Toma lo más parecido a una taza que encuentra y está investigando cómo calentar el agua cuando oye unos pasos a sus espaldas.
—Buenos días —la saluda la voz mecánica de TR.
—Buenos días.
Durante un instante, Leona mira alternadamente al frasco y a la recién llegada, con una pregunta en su mente: ¿puede la otra beber café? ¿Será ofensivo ofrecerle? Al final decide que más descortés sería no preguntar.
—¿Quieres café?
—Más que querer, casi diría que lo necesito.
TR se sienta frente a la mesa, en una silla que le queda más que pequeña, a la espera de que la mujer le prepare la bebida. Entre una indicación y otra, Leona pone a calentar una suerte de pava sobre un mechero que no está segura de si es eléctrico, a gas, o si hay algún funcionamiento mágico detrás.
Mientras espera el agua, echa un vistazo a su curiosa acompañante y se dice que si no se decide a hacerle ciertas preguntas ahora, no lo hará nunca.
—Sé que es un poco tarde para esto, pero... ¿Tu nombre es Tere?
—Algo así. En realidad son dos letras, TR —explica, pronunciando cada una por separado como si fueran siglas: Te Erre—. Pero a Etka le sale decir Tere, y no es el único. Así que dime como quieras.
—¿Significa algo?
—No, solo elegí dos letras al azar.
—Oh. ¿Entonces lo elige la persona misma sin darle un significado?
—Depende. Mi par, CL, eligió el suyo basándose en el nombre de una flor y la palabra para "atardecer" en nuestro idioma.
—¿Entonces sería algo así como "flor del atardecer"? Suena bonito.
—Cursi, más bien. —Al contrario de lo que insinúan sus palabras, parece haber cierto cariño en su tono. La humana lo nota al instante, sin saber cómo es capaz de percibirlo, y sonríe.
Aclarado eso, queda únicamente una pregunta incómoda. No sabe si resulta descortés, sin embargo, supone que sería peor hacérsela a un tercero.
—Perdón si estoy siendo grosera, pero... ¿eres mujer?
TR se queda mirándola por unos instantes, en un gesto que esta vez Leona no puede leer. A pesar de que su voz es capaz de demostrar diversos sentimientos, no parece ser el mismo caso con su rostro.
—Ya veo, es por la cuestión lingüística —dice al fin—. No, no tengo género. Las Segmentadas somos una especia asexuada.
—¿Y usan pronombres femeninos para hablar?
—Depende del idioma. Es una convención de Cambalache que para las especies asexuadas, en idiomas que sí o sí necesitan género, se usa el que se corresponda con la palabra "persona" en ese lenguaje.
—¿En español se usa el femenino porque es la persona?
—Exacto.
Por más que le resulta una regla un tanto particular, Leona le encuentra cierto sentido.
—¿De qué hablan? —Esta vez es la voz de Eli la que se agrega. A su madre le sorprende un poco verla despierta a esta hora, pero acaba por concluir que aun si no lo demuestra, por dentro la niña debe estar tan inquieta como ella.
—Le estaba hablando sobre mí —responde TR.
—Yo también quiero saber. ¿De dónde eres, TR? ¿Tienes papás?
—Soy de las Tierras Hundidas, no muy lejos de aquí. He nacido de alguien, pero... Verás, como cultura, las Segmentadas ya nacemos sabiendo cuidarnos a nosotras mismas y no nos detenemos a ayudar al resto. La filosofía general es, básicamente, que cada par se mantenga entre sí y ya.
—¿Entonces no hay niños? —pregunta Leona, para quien semejante cosa es imposible de imaginar.
—No realmente, es casi como nacer siendo adulto.
—Má —susurra Eli, sabiendo que no es bueno interrumpir a otros cuando hablan, pero necesitando la atención de su madre—. ¿Hay chocolatada?
Leona redirige la pregunta hacia TR:
—¿Hay?
—Tiene que haber —contesta la otra, poniéndose de pie. Tras revolver entre los tarros, encuentra la leche y el chocolate, y se pone manos a la obra al instante—. Como te decía, somos gente individualista. Te cuidas a ti misma, y si otro necesita algo, pues que se arregle por su cuenta.
Sin atreverse a decir nada, Leona sonríe frente a la contradicción entre las palabras y las acciones de TR, preguntándose si acaso aquella persona es considerada peculiar por la sociedad de la que proviene.
TR comienza entonces a devolverles las preguntas mientras desayunan: ¿cuántos años tiene Eli? ¿De qué trabajaba Leona en el otro mundo?
Una vez que las tazas quedan vacías y está a punto de dejarlas donde TR le ha indicado, Leona escucha algún que otro ruido proveniente de la otra habitación. Solo quedaba una persona por levantarse, y una idea se le viene a la mente.
—TR, ¿crees que Etka querrá café?
La aludida hace una especie de ruido metálico, lo suficientemente similar a una risa como para reconocerlo como tal.
—Tú prepárale, lo necesitará. Si te lo rechaza... bueno, pues igual mejor que se lo eches en la cara, a ver si despierta un poco.
Pese a quedar algo extrañada por esas palabras, Leona hace caso y prepara otra taza. No es hasta unos minutos después, cuando el joven entra en la cocina, que genuinamente comprende a lo que se refiere.
Etka luce, sin duda, más dormido que despierto. Su andar parece más bien un arrastrar de pies, y más que sentarse se desarma sobre la silla.
—Algún día tendrás que aprender a levantarte por las mañanas —se burla TR.
La respuesta del Eco no le suena a Leona como más que un montón de sonidos apretujados uno tras otro, por lo que asume que habló en otro idioma. En realidad se equivoca: Etka ha hablado en español, pero en el español de los somnolientos.
Sintiéndose un poco culpable por el cansancio del otro, Leona le deja la taza en frente y lo saluda con suavidad.
Él levanta la vista y le agradece con una sonrisa un poco torpe.
A diferencia de ayer, no tiene el cabello blanco peinado hacia atrás y perfectamente puesto en su lugar, sino que los mechones le caen desordenados sobre el rostro. Ese cambio surte el misterioso efecto de darle un aspecto más juvenil y menos formal.
—Después de desayunar tenemos un tiempo para pasear antes de seguir el camino, si quieren. —La información sale poco a poco de su boca, produciendo cierto contraste con el habla un poco rápida que parece ser su velocidad usual.
Todos se muestran de acuerdo, así que una vez levantada la mesa los tres humanos se cambian para salir. Etka se ha traído su propia ropa, pero a Leona y su hija no les queda otra opción que usar una vestimenta sencilla que la Torre les proporcionó. Los pantalones son de una tela más flexible y más clara que un jean, las remeras son de manga corta.
Las calles que recorren durante el paseo coinciden con la primera impresión del día anterior. No hay asfalto, solo tierra y piedra. Sí son una novedad las tiendas por las que pasan, sin puertas y con todos sus productos expuestos en la calle. Tampoco hay cartel alguno.
—Tienen un lenguaje escrito —explica Etka—, aunque lo usan más que nada para cuestiones legales. Creo que lo habrán notado, pero tampoco tienen una lengua hablada.
—¿No hablan para nada? —Eli se muestra intrigada.
—Pueden hacer sonidos con la boca, es solo que no los usan para formar un idioma. Aunque a veces sí para expresar una emoción... También he trabajado con alguna que otra Gente que había aprendido español o eco.
—Sabes —comenta Leona—, hablando de palabras, he recordado a dónde oí la palabra "cambalache" antes.
—¿En serio? —La expresión de Etka se enciende con interés.
—Fue en una canción que escuchaba mi abuela cuando yo era niña, pero solo me vienen a la cabeza dos frases.
—No importa, ¿cuáles son?
—Una la decía alguna otra gente de su edad de vez en cuando. "El que no llora no mama", o sea, al que nada pide nada le dan. La otra... —Leona ríe un poco al pensar en la segunda, pues hace apenas un par de días definió de manera parecida el evento que la trajo a este mismo mundo—. "Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé".
—La persona que la escribió debía estar muy enojada.
—No más que el pobre que haya llegado aquí primero, supongo.
—Ojalá hubiera más registros sobre esas primeras personas. ¿Sabías que se supone que el planeta tiene millones de años? Solo los habitantes son recientes.
—¿Seguirás hablándoles sobre historia? —TR no parece poseer el mínimo interés en ello.
—A mí me gusta escucharlo —lo defiende Eli. Leona también asiente en señal de apoyo.
—Pues a mí me ha dado hambre otra vez. Ustedes sigan hablando mientras me esperan, si quieren.
Dicho esto, los otros tres se sientan en la mesa de un parque... que, para estándares humanos, no tiene nada de parque. Ningún árbol a la vista, ni un asomo de verde. Sin embargo, el terreno y las rocas que lo ocupan están organizados de una manera que probablemente las Gentes encuentran artística. Arenas de distintos colores están divididas de manera que forman figuras y paisajes, entre los cuales Leona distingue un atardecer compuesto por variedad de colores cálidos.
Eliana, sin nada qué hacer, se muestra inquieta en el largo banco de piedra. Su madre intenta pensar una manera de ocuparla un poco, y es con esta idea que le dirige una mirada a Etka.
—¿Crees que podrías mostrarnos algún hechizo? Aún me intriga lo de la magia, no he visto a nadie hacer algo llamativo.
—Sí, claro. Si es algo sencillo... —El hombre se queda pensando unos momentos antes de comenzar a revolver su bolso. Saca de allí dentro un papel común—. ¿Alguna sabe hacer origami? Soy pésimo con las manualidades.
La palabra origami sorprende por un momento a Leona, al menos hasta que recuerda que la brisa ha traído gente de la Tierra en distintas épocas. No es raro, entonces, que las personas hayan llevado consigo costumbres que incluso ellas dos conocen.
—Yo sé hacer un avión —se ofrece Eli con entusiasmo. Luego aclara, por las dudas—. Un transporte que vuela.
Etka mira con curiosidad cómo la niña corta primero el papel para que quede más bien cuadrado y luego comienza a doblarlo. Ella posee su vena artística, al contrario que su madre, e incluso tiene actualmente por sueño convertirse en ilustradora cuando sea mayor.
Una vez terminado el avioncito de papel, se lo entrega al hombre.
—Te ha quedado muy bonito —la halaga Leona antes de voltear hacia Etka—. Es muy buena con el arte. Su profesora de plástica incluso le recomendó un lugar para estudiar dibujo...
—Má —la interrumpe Eli, avergonzada. Siempre se pone tímida cuando su madre se va de lengua hablando sobre sus logros.
—Perdón, pero es cierto.
—Sin duda está muy bien —le da la razón el Eco con una sonrisa—. Había leído sobre las intenciones de la gente de la Tierra en crear máquinas de metal que volaran sin magia, pero no sabía que lo habían conseguido.
—¿Vas a hacerlo volar? —pregunta Eliana.
Etka asiente antes de soltar el origami y dedicarle un pequeño gesto, como si quisiera echarlo de allí. Si bien el papel no es capaz de ofenderse, sí le hace caso y echa a volar en la dirección que le señala. Sin embargo, no se mueve solo: una mini brisa lo impulsa, y no agita solo el papel sino también los cabellos del joven al pasarle por arriba, o la tierra cuando él decide hacerlo bajar lo más posible antes de elevarlo otra vez.
—Estás manipulando el viento —dice Leona con un tono de admiración que el otro recibe con vergüenza.
—Solo un poco, es un truco de fiestas nada más. Se pueden hacer cosas mucho más complicadas.
Eliana, por su lado, tiene una sonrisa de oreja a oreja, sus ojos pardos siguen cada movimiento de su propia creación. Incluso se gira sobre la silla al ver que el avión pasa a sus espaldas antes de volver al centro de la mesa e ir hacia arriba en un perfecto ángulo de noventa grados.
Por un momento, Leona también sonríe con alegría genuina. Se ha olvidado de las preocupaciones que carga desde que despertó en la Torre y disfruta del sencillo placer de ver algo que debería resultar imposible. Desde el asiento de en frente, Etka mira con atención y un poco de asombro esa expresión luminosa que aporta algo nuevo al rostro de la mujer. No obstante, ella no lo nota, y él no dice nada.
De repente, el papel comienza a echar alguna que otra chispa colorida... y acaba por prenderse fuego. No se trata de una llama cualquiera, sino de un espectáculo de luces rojas, azules y verdes que nada tiene que envidiarle a la explosión de un fuego artificial. Para cuando el improvisado juguete queda consumido del todo, no restan siquiera cenizas.
Madre e hija sueltan una exclamación, admiradas.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunta Eli, sus ojos igual de encendidos que el fuego recién extinto—. También fue magia, ¿no?
Leona también dirige su mirada hacia el joven, interesada en la respuesta. Sin embargo, se encuentra allí con algo inesperado.
—Yo no fui —murmura él, sus ojos muy abiertos y fijos en el sitio donde desapareció el pseudo-avión.
—¿Y entonces?
—No sé, nunca me ha pasado.
—Los hechizos pueden fallar, ¿no? —sugiere la mujer—. Como los experimentos y eso.
—No así. Cuando fallan, solo se detiene el efecto... Debería haber caído al suelo y ya.
A esa afirmación le siguen un montón de ruidos de distintos tipos, como si mil cosas hubieran sucedido a la vez. Etka es el primero en levantar la vista, sobresaltado, pero Leona y su hija lo imitan al instante.
La descripción perfecta de la situación puede lograrse con una única palabra, que es la siguiente: caos. Podríamos detenernos a hablar de las mesas que salen caminando como si cada pata fuera una pierna, de la gente a la que le ha cambiado el color del pelaje repentinamente o de platos de comida que se han achicado diez veces en tamaño. No obstante, estaríamos ignorando el elefante en la habitación.
Nada se ha modificado más de un instante a otro que el paisaje. De la tierra, que las Gentes mantienen árida por cuestiones estéticas, han crecido de repente todas las plantas y flores que llevaban años contenidas únicamente por hechizos. La seca tierra es reemplazada por abundante hierba, los árboles crecen por debajo de las personas dejando a unos cuantos colgados de sus copas y otros, entre ellos nuestros protagonistas, sentados entre ramas.
Rodeados de repente por hojas escarlatas, los tres se miran entre sí en busca de la confirmación de que todo esto está sucediendo de verdad.
A buen momento aparece TR con el almuerzo. Escala el árbol, por suerte relativamente bajo, y deja la bandeja sobre la mesa atascada entre ramas con total indiferencia.
—Aquí estoy —anuncia como si no hubiera a su alrededor un millón de sucesos extraños—. Tal vez ya se hayan enterado, pero ha habido un par de desperfectos.
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