Capítulo 5 - Gentes Dependientes
Capítulo 5
Gentes Dependientes
No mucho después de ir a acostarse por segunda vez, Leona es despertada nuevamente con el objetivo de partir hacia aquella especie de refugio acerca del cual Etka le ha contado.
Madre e hija bajan junto al joven hasta la entrada de la planta baja, donde los espera una recepción similar a la de una clínica. Frente al mostrador se encuentra TR, cuatro de sus patas ocupadas con equipaje.
—Gracias por traer las cosas. —Etka extiende sus manos hacia uno de los bolsos, pero la otra lo aparta al instante de su alcance.
—No eres el único que ha estado haciendo papeleo. Yo también voy.
—¿Por qué?
—Como enfermera y cuidadora profesional, estoy más que capacitada para presentarme como voluntaria en emergencias de este estilo. Eso hice.
—Sí, entiendo, pero ¿por qué?
En lugar de responder, TR echa una mirada primero a Eli y luego a Leona.
—Si ya están todos listos, nos vamos —dice tan solo antes de dar la vuelta y dirigirse a la puerta con toda la carga encima.
—¡Tere! —la llama su amigo, a sabiendas de que es inútil. Resignado, le pide a las otras dos que lo sigan hacia afuera.
Sobre el camino que Leona ya había visto el día anterior se encuentra ahora una clase de vehículo. A primera vista le hace pensar a la humana en un tren a causa de su forma alargada, si bien carece de ruedas y no hay vía alguna debajo. En realidad, la máquina no toca el suelo de ninguna manera, sino que flota a no mucha distancia de la tierra. El material que lo recubre tampoco es metal, en su lugar está compuesto por placas que Leona no puede asemejar a otra cosa que escamas.
Pese a que el transporte no está dividido en vagones, sí hay puertas cada ciertos intervalos, y es por las rampas que descienden de éstas que las diferentes criaturas desfilan hacia su interior. Nuestro grupo también sube, con Etka tomando la delantera.
El interior, decide Leona, no es muy distinto a los trenes de larga distancia, o mejor dicho a su imagen mental sobre éstos, ya que no ha tenido verdadera ocasión de subirse a uno. Como la gran mayoría de los vehículos, posee ventanas a lo largo de los costados y junto a éstas asientos acomodados de a cuatro. O, por lo menos, serían cuatro si se tratara de habitantes de la Tierra, pero en este caso le toca a los tres humanos apilarse en uno de los sofás mientras TR ocupa todo el otro.
—¿Es una especie de tren? —pregunta Leona con la esperanza de que esta palabra le signifique algo a los nativos.
—Es uno de los transportes más rápidos que tenemos, pero tiene un nombre extraño. Ejerún, se le dice, si no lo estoy pronunciando mal. —Dicho esto, Etka le dedica una mirada a TR, quizás porque se ha quedado con la corrección que le hizo ayer—. La directora del primer prototipo mencionó llamarlo así por un conocido suyo, pero nadie nunca supo de quién se trataba y ni siquiera los que investigaron pudieron encontrar un registro de alguien con ese nombre.
Esta anécdota da pie a otras que ayudan a amenizar el primer tramo del viaje. Luego de cuatro horas la conversación comienza a apagarse a causa del hambre, sin embargo, se reenciende tras un breve almuerzo.
Leona decide tomar una siesta y despierta ya de noche. El paisaje a través de la ventana no se diferencia mucho de aquel que vio al partir: hierba, árboles, un ocasional río. Nada de civilización, ni edificios ni personas. La explicación que las extranjeras reciben es que el ejerún tiene distintos recorridos posibles, y que los de urgencia (como es el caso) están pensados para tener la menor cantidad de obstáculos posible.
Justo cuando Leona comienza a acostumbrarse a pastos de tonos más azules o violáceos, el verdor desaparece sin dejar rastros, de una manera más que brusca. Uno podría marcar con una línea casi perfecta dónde acaba el último centímetro de césped y comienza una tierra arenosa, desprovista por completo de vegetación. Si semejante transición entre un terreno y otro les produce la impresión de ser artificial... pues se debe a que así es.
La mujer no pierde la oportunidad de señalar este cambio de paisaje.
—A esta región se le llama el Desierto Húmedo —explica Etka.
Si las tomáramos por su cuenta, ninguna de las dos partes del nombre requeriría fundamentación. Lo de desierto ya lo hemos descrito y lo de húmedo hace rato que se viene sintiendo en el aire e incluso en los cabellos de los pasajeros. Lo incongruente es la combinación de ambas palabras en un mismo nombre.
—Hoy hemos tenido suerte con el clima, pero por lo general es una zona de lluvias frecuentes y un grado de humedad que puede superar el noventa por ciento. Normalmente habría plantas por todos lados, el problema es que eso a la gente de aquí no le resulta muy agradable a la vista. Así que impiden el crecimiento de la vegetación con hechizos.
—¿Entonces está así a propósito? —Leona no es capaz de creerlo.
—Así es. Es un desierto artificial.
¡Un desierto artificial...! Ni siquiera ha acabado de procesar aquel desconcertante dato antes de encontrarse con la siguiente sorpresa.
Frente a ella aparece la primera ciudad de Cambalache, muy distinta a las que ya conoce. Entre calles irregulares, marcadas de modo no muy claro, se erigen enormes hormigueros de arena y barro. No hay vehículos, pero la razón por la que no son necesarios se hace evidente al instante: los habitantes de aquella tierra árida, al menos en su mayoría, poseen alas como las de un colibrí que les permiten desplazarse en cualquier dirección.
—¡Son adorables! —exclama Eli acercándose a la ventana tanto como le es posible. Se trata de una reacción bastante común—. Había algunos en la Torre, ¿no?
Ya sea por el cuerpo pequeño y peludo, las seis manitos parecidas a las de un mapache o las enormes orejas y grandes ojos, las gentes de aquí resultan tiernas a las otras especies mamíferas.
—Sí. Este país, el Hormiguero, les pertenece a ellos —comenta Etka—. Se les llama las Gentes Dependientes.
—Suena algo insultante.
—No, no, la dependencia no es un valor negativo para ellos.
—Además —añade TR— nadie se atrevería a insultarlos.
Las Gentes Dependientes son, sin duda, una de las especies más respetadas (si no la más) de todo Cambalache. No es una cuestión de dominio político, pues sus tierras son pocas. No se trata, tampoco, de su proeza física: sus cuerpos son frágiles, su repertorio mágico consiste únicamente en hechizos de protección.
No, la admiración general hacia estas criaturas no proviene de nada tan trivial como el dinero, el poder o la estabilidad económica. Lo que realza a las Gentes, lo que les gana la buena disposición de todos y pone bellas palabras en boca de quien hable de ellos, es una cosa mucho más esencial y cercana al corazón.
Es la comida.
Más puntualmente, una costumbre que tienen respecto a ésta. En cuanto una persona desconocida, sea de la especie que sea, se les acerca, las Gentes se apresuran a colocar frente al extraño alguna comida. Cuando están bien preparadas para la ocasión, ésta se trata de un banquete, sin embargo, incluso en la situación más carenciada e improvisada, priorizan ofrendar su último trozo de alimento antes que romper la sagrada regla.
Ningún gesto, ningún sonido puede preceder a esa acción. La comida primero, lo otro después.
Todo esto explica Etka mientras entran a una enorme construcción que parece hecha de barro, armada como si hubieran puesto montículo sobre montículo de tierra. El interior es espacioso, aunque recuerda mucho a una cueva.
El vehículo finalmente se detiene y bajan en multitud. No se necesita ninguna guía, pues lo único que hay es un enorme arco en dirección contraria a por donde vinieron.
—¿Por qué hacen eso de la comida? —pregunta Eli a la vez que pasan a la habitación siguiente.
Como si se encontraran en un restaurante y no en un hotel, lo que recibe a los recién llegados es una cantidad exagerada de mesas y sillas de distintas formas y tamaños. El Eco toma asiento cerca de una estructura de piedra lo suficientemente similar a una mesa para humanos. El resto lo imita.
—Parece que es un principio que siguen desde antes de llegar a Cambalache. Se dice que...
Sus palabras son interrumpidas por la llegada de un par de Gentes. Sin que medie comunicación alguna, los seres dejan varios recipientes llenos delante de ellos y se marchan volando.
Leona se dedica a echarle un buen vistazo a cada plato mientras oye de fondo a su guía:
—Se dice que en su mundo de origen estaban en gran desventaja, y que ésta era una manera de conseguirse el favor de especies más fuertes para que los defendieran. Gracias a eso sobrevivían, de ahí el nombre de Gentes Dependientes. —Al notar la intensa mirada de la mujer, la tranquiliza con una sonrisa cordial—. No se preocupen, todo es comestible.
Aun así, Leona se siente un tanto insegura al respecto. Lo poco que ha ingerido desde su llegada a este mundo ha sido en la Torre Universal, y no había sido muy apetecible. Ciertamente no le había caído mal al estómago, pero había sido más aburrido que chupar un clavo.
Al final se decide por un par de masas coloridas con la apariencia de tener algún relleno. Rezando como ha hecho pocas veces en su vida, se lleva una a la boca.
—Está rico —dice con sorpresa luego de la primera mordida.
Eliana, que había estado esperando la reacción de su madre, le tira de la ropa.
—Má, ¿ya puedo comer?
Leona asiente y le entrega otro de los buñuelos.
—Entonces ellos también vienen de otro planeta, ¿no? ¿Cómo pueden todas las especies vivir con el mismo aire? —se interesa Leona, que en su pasado tuvo algún interés particular por la biología—. ¿Qué dicen los científicos?
—No hay muchos de esos por aquí. —La voz de TR adopta lo que a Leona le parece un tono burlón. Echándole una mirada (o unas cuantas) a Etka, agrega:—. Filósofos nos sobran, eso sí.
Esto es cierto, y por demás lógico. Los científicos buscan respuestas, los filósofos preguntas. En un mundo como Cambalache, los primeros se vuelven locos mientras que los segundos tienen para darse un festín toda la vida.
—Ay, mamá —interviene Eli, con un tono de condescendencia adolescente que apenas empieza a conocer, pero no dudamos que en un par de años ya tendrá dominado—. Es magia.
—De todos modos... —Leona intenta esconder su orgullo un poco herido—. Lo que digo es que hay muchas especies diferentes en un mismo lugar. Debe haber complicaciones... Por ejemplo, ¿cómo determinan quién es una persona y quién no?
—Hay una lista oficial de especies que comparten ciertos aspectos —responde Etka—. Es larga como para repetirla de memoria, pero incluye cosas como el uso de un lenguaje, el desarrollo de una cultura...
—Yo tengo un criterio bien fácil —declara TR con diversión—. Se considera persona a todo individuo que pueda tener una crisis existencial. ¿Puedes romperte la cabeza por cosas que no puedes cambiar? ¿Te atacan de la nada pensamientos inútiles sobre el origen de la vida o el futuro después de tu muerte? ¿Sientes una estúpida necesidad de saber que piensa el resto sobre lo que haces? Si es así, eres una persona.
Si bien podría discutirse que existen maneras más elegantes de explicar el concepto, es sin duda una buena regla a seguir.
La conversación pronto se desvía hacia la comida que tienen en frente, preguntas sobre la proveniencia de los ingredientes usados y demás. Una vez que los platos han quedado del todo vacíos, Etka anuncia que irá al mostrador a pagar, a lo que Leona se le une con la justificación de que quiere ver el proceso para usarlo de referencia más adelante.
Ambos caminan hasta el fondo del salón, donde los recibe una Gente que, sentada en un banquito del otro lado de la barra, los mira con enormes ojos verdes.
Para sorpresa de Leona, durante la interacción no se utiliza palabra alguna. El intercambio se da a base únicamente de gestos hechos con las manos y, muy de vez en cuando, con la cabeza.
Por más atención que presta, Leona no comprende los gestos de la Gente, pero sí identifica la expresión de sorpresa en el rostro de Etka hacia el final.
—¿Sucedió algo? —pregunta en cuanto se alejan un poco, incapaz de contener la curiosidad—. ¿En qué momento pagaste?
—No pagué... —Se oye confundido, sin embargo, sonríe al añadir:—. Al parecer, no le están cobrando a los llegados con la brisa ni a sus acompañantes.
—¿Por qué? Es una buena oportunidad para los hoteles, ¿verdad?
—Dijo que no es momento de cobrar, sino de ayudar. Que no sería justo sacarle a quien no tiene.
Leona se detiene y mira hacia atrás, hacia la esponjosa criatura situada detrás de la recepción. La nueva información hace que sienta un poco de afecto hacia esa persona con la que ni siquiera es capaz de comunicarse.
—Es muy amable de su parte.
—Es que la empatía es la característica de más valor para la cultura de las Gentes.
—¿Hay algo que pueda hacer para devolver el favor?
El Eco se toma unos segundos antes de contestar.
—Supongo que puedes ir y darle un abrazo.
—No me molestaría, pero... ¿no le parecerá raro?
—No realmente. No hay nada que aprecien más que eso, así que pueden rechazar el dinero pero no una muestra de afecto.
A Leona se le ocurre que no estaría mal que su propia especie aprendiera un poco de ello.
Aunque dubitativa, deshace el camino recién hecho hasta quedar otra vez cara a cara con la Gente, quien la contempla con aparente curiosidad.
Esperando no pasar un papelón, finalmente se decide y rodea a la criatura con los brazos. Es incluso más suave de lo que esperaba, y la calidez de su cuerpo no se diferencia en nada a la de un humano. También llegan a sus oídos los latidos del minúsculo corazón, de un ritmo distinto pero familiar.
Como respuesta, la otra criatura apoya sus patitas, suaves como las almohadillas de los gatos, sobre la espalda de Leona y se acurruca buscando encajar entre sus brazos. No ronronea ni vibra, sin embargo, hace un pequeño sonido armonioso y relajante.
La experiencia le hace sentir una primera porción de amor hacia Cambalache.
El grupo llega a la habitación luego de un recorrido por pasillos un poco extraños. Allí encuentran un dormitorio que cumple con las expectativas de un humano: hay camas, una cocina, un baño... y puertas. Esto último suena como algo sencillo para alguien de la Tierra, pero justamente por eso a Leona la ha dejado tan ansiosa ver que unas cuantas habitaciones del edificio no las tenían.
Tras un examen del lugar, cuando los adultos están revisando el equipaje y decidiendo los turnos para bañarse, Eli señala:
—Hay solo tres camas.
—Yo no necesito cama —dice TR—. Prefiero el suelo, las camas son demasiado suaves.
—¿Pero en tu casa dónde duermes?
—Sobre piedras.
—¿Piedras lindas? ¿De colores, y formas...? —Eli no tarda en desplegar su curiosidad—. ¿Son mágicas también?
—No. Son solo piedras.
Pese a las acotaciones agrias de TR, la otra no parece estar ni cerca de desilusionarse.
—Duerme aquí al lado de mi cama, TR —acaba por pedir—. Así podemos hablar hasta tarde.
—Eli —le advierte su madre—. Deja que se ponga donde ella quiera.
—No te preocupes. —TR, como todas las veces anteriores, cede ante el pedido de Eli—. Me da lo mismo cualquier lugar.
A esa conversación le siguen los preparativos para dormir y no mucho más antes de que todos se acuesten.
Leona mira hacia su hija, recostada en la cama de al lado. Eli no parece nada cansada, pues arroja una pregunta tras otra a TR, quien a la vez le responde con paciencia. En realidad, a la mujer le gustaría quedarse despierta a escuchar, pero siente tanto sueño...
La resistencia resulta fútil, pues acaba quedándose dormida en cuestión de minutos.
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