Capítulo 12 - Puertos Imposibles
Capítulo 12
Puertos Imposibles
Hay montones de teorías respecto al por qué se le colocó el adjetivo de imposible a un puerto, y son en verdad variadas.
Unos estiman que puede deberse a su estructura, un tanto difícil de recorrer. Otros consideran que debe haber algún significado poético detrás, sin por ello ponerse de acuerdo en qué imposibilidad en particular sería lo suficientemente romántica para ameritar darle un nombre a la ciudad.
En nuestra humilde opinión, lo único imposible en este sitio es conseguir un momento de silencio. Aquí la gente se abarrota en las calles, se saluda gritando de un balcón a otro y se detiene en medio del paso a hablar con tal volumen que parece que quieren transmitir las noticias al barrio entero. No puedes quedarte solo, y créenos, tampoco quieres: si por casualidad acabas en un rincón desolado sin refugio cerca, lo sentimos por ti y esperamos que no extrañes demasiado tu billetera.
De un modo u otro, este nombre ha dado al puerto una fama que de lo contrario no poseería. Por esta razón, no es nada sorprendente que lo primero que el grupo se encuentre al llegar sea un cartel enorme que lo anuncia en varios idiomas, y abajo un slogan que consigue una risita por parte de Leona.
—¿Imposible de dejar? —lee en voz alta con diversión.
—Suena a amenaza —comenta Eli, contagiada por la alegría de su madre.
La expresión de Etka no muestra otra cosa que la tan famosa vergüenza ajena.
—Yo tampoco sé en qué estaban pensando.
Aquello inevitablemente trae a Leona recuerdos de la Tierra.
—Debe haber sido alguien de mi mundo —dice—. Tenemos una localidad llamada Tropezón, y no se les ocurrió frase mejor que usar la frase un Tropezón hacia adelante.
—Pero si tropiezas hacia adelante caes de cara al suelo... —Etka recibe el dato con una sonrisa.
—¿Verdad? Al menos podría haber sido un Tropezón no es caída o algo así...
—¡Yo sé otro! —aporta Eli—. Al partido La Matanza le pusieron La Matanza avanza.
—Qué aterrador —señala Etka riendo.
Así, entre comentarios graciosos, entran a la ciudad más humana que han recorrido hasta ahora.
La arquitectura general, una mezcla de casas y tiendas de no más de tres o cuatro pisos, recuerda a algunas ciudades pequeñas y un poco antiguas de la Tierra. La mayoría de las edificaciones están pintadas con colores vivos, aunque unas cuantas carecen del mantenimiento adecuado: por aquí hay carteles desteñidos por el sol, por allí la pintura está un tanto manchada o los ladrillos algo rotos. Los grafitis, algunos de mejor gusto que otros, tampoco faltan.
—Se parece a casa. —El tono de Eliana indica cierta decepción.
No es que la niña no tenga razón, pero podríamos marcar dos diferencias bastante notorias respecto a su antiguo hogar. La primera es que las calles no están asfaltadas, sino cubiertas de empedrado. La segunda es que la mitad de la gente que le pasa por al lado no tiene en absoluto apariencia humana.
Leona había oído que las especies se mezclaban más allá de los países, y hasta ahora ha pasado por otros sitios en los que se ha cruzado con algún tipo de persona u otro, pero ver las siluetas desconocidas sobre un paisaje familiar le resulta surreal de igual manera. Reconoce un par de Segmentadas que con su tamaño obstaculizan el paso por las angostas calles, además de un grupo de Gentes Dependientes que caminan tan juntas que parecen un gran felpudo de colores con mil pies. El resto de las criaturas solo las tiene de vista.
—Ah, esas personas son Ardientes —responde Etka cuando las extranjeras le preguntan por unos seres bípedos que, aunque no están literalmente en llamas, tienen algo que hace que dé calor el solo verlos—. No soportan las temperaturas bajo cero, y como esta ciudad es cálida les viene bastante bien.
—¿Y ese? —Eli señala con un dedo un individuo de piel gruesa y arrugada, que va tan encorvado que es difícil distinguir si sus extremidades delanteras son pies o manos.
Su madre no tarda en bajarle el brazo.
—Qué raro verla afuera a esta hora. Es una Oculta, por lo general salen más bien de noche.
Así, Etka continúa explicando acerca de las cosas nuevas que hay en un sitio que resulta tan familiar, mientras caminan por calles irregulares que se cortan en sitios sin sentido. Es como si la persona encargada de planearlas no hubiera estado del todo sobria.
Tras entrar en una de esas callecitas angostas que no parece ir a ningún lado, el hombre comienza a aminorar el paso.
—Es ahí —dice haciendo un gesto en dirección a una pequeña casa apretada entre otras no mucho más grandes.
El mísero jardín de adelante está cercado por una baja pared de piedra, la cual una mujer ha aprovechado para sentarse a esperar.
Lo más normal que hay en ella es un vestido corto pero holgado y sencillo, sus zapatos chatos también podrían comprarse en cualquier tienda de la Tierra. Sin embargo... sus cabellos son de un rojo sangre y unos cuernos asoman justo encima de sus largas orejas puntiagudas. Leona, quien asume que se trata de una Eco, comienza a preguntarse en qué animal podrá transformarse. Los cuernos son cortos y rectos, por lo que seguramente no sea una vaca... ni un ciervo... ¿podría ser un chivo?
—¡Etka! —grita la desconocida con voz gruesa pero alegre en cuanto los ve.
Se acerca corriendo con toda su energía y casi parece arrojarse sobre el hombre al abrazarlo, de modo que él apenas alcanza a sonreír y extender las manos para recibirla. No puede ser otra que Jacqueline, la amiga en cuya casa se hospedarán unos días.
Jackie rodea al otro con brazos musculosos de una manera que es más bien como si le estuviera haciendo una llave de boxeo. Es alta, lo suficiente para quedar cabeza a cabeza con el hombre, por lo que la posición no luce como lo más cómodo del mundo. Sin embargo, él no se queja. Incluso desde afuera Leona nota que es un gesto genuino.
Una voz ronca sale de la boca de la mujer, sin embargo, forma palabras que quedan por fuera de la comprensión de ambas extranjeras.
—En español, Jackie —le señala Etka con suavidad—. Pero sí, yo también te extrañé. Aunque nos vimos hace poco...
—¡Eso no es verse! ¡Fue apenas un rato! —se queja ella. Si bien continúa hablando con sonidos fuertes, esta vez es en un idioma que Leona sí entiende. A continuación se gira hacia las otras dos con una sonrisa radiante—. ¡Un gusto! Soy Jacqueline, amiga de Etka desde hace años.
Leona le devuelve la sonrisa.
—Un gusto, soy Leona. —Mira hacia su hija para comprobar si tiene intenciones de presentarse a sí misma. Al ver que no, agrega:—. Ella es mi hija Eliana.
No tarda en hacerse evidente que Jackie luce algo incómoda ante la presencia de Eli.
—Ah, sí, Etka mencionó algo de eso. Un gusto —dice apenas mirando hacia la niña. No habla con desagrado, sino con nerviosismo.
Eli apenas murmura un hola.
Los ojos verde claro de Jackie, con pupilas recuerdan a las de un reptil, no tardan en volver a posarse sobre Leona. Su voz ha recuperado el entusiasmo de antes cuando exclama con desafectación:
—¡Qué robusta!
—¡Jackie! —la regaña Etka con horror.
Leona, por otra parte, queda demasiado pasmada como para sentirse ofendida.
—Está muy bien —continúa la mujer sin prestar atención al reproche de su amigo—. Hay que estar bien fuerte para proteger lo que te importa. Más si acompañas a alguien como Etka que, mira, está piel y huesos. Siempre ha sido así, delgaducho como una rama, no podía ni cazar su propia comida.
—Jackie viene de las montañas —interrumpe el joven con un tono que intenta ser duro pero es arruinado por el rubor en sus mejillas—, así que a veces no sabe lo que dice. Sepan disculpar.
La aludida mantiene la sonrisa y apenas se toma un instante antes de darle la razón.
—A veces ofendo a la gente, sí. Lo siento.
Si bien Leona queda intrigada por la actitud de Jacqueline, tiene la impresión de que genuinamente no había una mala intención en aquellas palabras. Su peso siempre se ha mantenido dentro de lo saludable, pero nunca ha sido delgada y se ha encontrado gente, más que nada en su familia, que se encargaba de recordárselo de maneras mucho más agresivas que ésta.
—No, está bien —dice al final con una sonrisa amigable—. Entiendo que para ti fue un halago.
Etka igualmente se disculpa una segunda vez en nombre de su amiga, por las dudas.
Habiendo evadido el posible conflicto, los cuatro entran juntos en la pequeña casa.
El interior es tan pequeño como lo parecía desde afuera, no hay recibidor ni mucho menos. Un paso adentro y ya están en la angosta sala de estar que también hace las veces de comedor y, como si dos funciones no fueran suficiente, lo que se podría llamar "cocina" no es más que una heladera, un horno y unas encimeras colocadas en una esquina al fondo de la misma habitación.
El desorden reina allí como si buscara imitar el ambiente general de la ciudad. Hay sillas dispuestas de cualquier manera, cajas por aquí y allá, estanterías abarrotadas y libros que se mueven solos sobre un escritorio... Esto último hace que Leona eche un segundo vistazo, con lo cual descubre que en realidad hay una persona removiéndolos desde detrás de la pila.
—Ha venido Etka —avisa la dueña de la casa mientras se acerca a la inestable montaña.
Los movimientos cesan. Desde detrás del escritorio sale un hombre de expresión alegre que solo cabe suponer es la pareja de Jacqueline.
Con todo lo que la mujer dijo recién, Leona se había imaginado al marido con una apariencia imponente. La persona que se encuentra es todo lo opuesto. Aparenta la misma edad que Etka y es de contextura delgada al igual que éste, pero su estatura apenas alcanza la de Leona. En la tierra de nuestra extranjera, hubiera sido descrito como "carilindo": es decir, un joven atractivo de rasgos poco pronunciados.
—Este es mi marido, Ryan —lo presenta Jackie a la vez que le rodea los hombros con un brazo. Tarea fácil, pues le saca mínimo una cabeza.
—Un gusto. —Su voz muestra tanto entusiasmo como la de su esposa, aunque con un tono más gentil. Sus ojos, casi del mismo tono trigueño que su piel, tienen una sonrisa escrita en ellos—. Son Leona y Eliana, ¿verdad?
Breves cortesías se intercambian entre el grupo, y Leona está respondiendo la clásica pregunta de ¿cómo fue el viaje? cuando nota dos orejas triangulares y peludas entre el cabello anaranjado del hombre. Una suposición surge en su mente, aunque le falta el coraje para hacerla en voz alta.
—¿Eres un gato? —pregunta Eli en su lugar, quien aún no está en edad de preocuparse por tonterías como la etiqueta y los modales. Su curiosidad parece ser lo único capaz de superar su timidez.
—Puedo transformarme en uno, sí —responde el otro riendo—. Pero no ahora, quizás después. ¿Te gustan los gatos, Eli?
La niña asiente.
—Entonces hazme acordar en el desayuno que te preste mi taza especial, te gustará. Tiene una fila de gatitos de distintos colores, están bastante graciosos.
Leona al instante mira con aprobación a Ryan, tiene la sensación de que hay alguna cosa en la que ese hombre le resulta similar a Etka. Quizás sea esa consideración hacia el resto que transmite su actitud, o la amabilidad presente en su voz. Deben llevarse bien entre ellos, supone.
Pues supone mal.
Como si se hubiera acordado de repente, Ryan levanta la vista hacia Etka, hasta entonces un par de pasos detrás del resto.
—Etka, dime, ¿cómo va tu Asociación de Fenómenos? —indaga con tono burlón.
—Bastante ocupada, en realidad. —La respuesta del otro llega en un tono evasivo—. Con el asunto de la brisa y todo.
Leona lo mira, extrañada, y se encuentra con que su acompañante ha fruncido el ceño. Él, por lo general tan atento a las expresiones del resto, parece evitar la mirada de Ryan.
Quien haya intentado presentar amigos de grupos distintos ha pasado quizás por una experiencia que va algo así: conoces a dos personas, amables y entrañables ambas, y te dices que las quieres tanto que te gustaría que se volvieran inseparables los tres. Sin embargo, los pones frente a frente y, en lugar de formarse una alianza, se desata una guerra.
Las dos personas en cuestión parecen creer que existe entre ellos una diferencia a nivel fundamental e irreconciliable. Por otra parte, los de afuera no pueden más que rascarse la cabeza en gesto de confusión y, en muchos casos, pensar que lo que están presenciando es la pelea más estúpida del mundo.
Habiendo pasado por dicha situación, Leona imagina que es un caso por el estilo. Sin embargo, la persona que está en el medio en esta ocasión, Jackie, no luce afectada en lo absoluto.
—¿Qué son, las nueve? —Tan solo pregunta, buscando con la mirada el reloj—. Es una buena hora para el café, creo que hay manteca y alguna mermelada dando vueltas.
La mujer extiende una mano hacia cada hombre y les da unas palmaditas conciliadoras. Se hace evidente que es consciente de la incomodidad entre ambos, pero también lo es que ha decidido ignorarla.
—A ver si hacemos unas buenas tostadas —propone con genuina felicidad, sin que nada le importe.
A Leona le agrada esa actitud, aunque se pregunta a sí misma con diversión por qué Etka, siendo tan ansioso, parece rodearse siempre de gente tan relajada.
De momento, pleitos silenciosos de por medio o no, desconocidos o amigos, todos se encuentran de acuerdo en una cosa: hay que comer. Así que pronto se ponen manos a la obra, y por un breve rato no hay palabras ni miradas escrutadoras, sino ruido de platos y aroma a pan un poco tostado de más.
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