CAPÍTULO 40


Nuestra cena de trabajo se convirtió en lo más parecido a una cena de amigos cuando acabamos de trazar el rumbo de la investigación. Por sospechas relacionadas a posible coacción contra la señora Ross, Chase decidió que pasaría todo el sábado vigilando todo lo que sucedía alrededor de su vivienda.

Por mi parte, tenía que hacerles una visita a unos viejos amigos. Era agridulce, puesto que no comprendía las razones que los había llevado a dejar atrás a su hija y su casa relativamente cercana a la mía. Admitía que mi enfado era mayor de lo que pretendía que fuera, ya que esperaba que aparecieran para, al menos, arroparme en mi dolor y ofrecer sus hombros. Nuestras hijas fueron íntimas, pero Paul y yo también lo éramos con ellos.

Era insufrible observar cómo deseaban mostrar unas apariencias que no se asemejaban a la realidad. El matrimonio estaba roto desde hacía años, pero claro, eso sólo podía verlo un sabueso como yo, un maestro de la adivinación en el comportamiento corporal. Los había calado a la semana de observarlos tanto en reuniones como fuera de ellas, desde las miradas a los diferentes horarios teniendo en cuenta que trabajaban en el mismo lugar.

Ella siempre tomaba su coche propio y se marchaba un poco antes que su esposo, casi como si le quemara estar cerca de él cuando no había ningún testigo entre ellos para continuar con su papel. En cambio, él se iba casi cuarenta minutos más tarde, con una gran parsimonia y un egocentrismo tan elevado que lo llevaba a mirarse en cada espejo retrovisor. Claramente, su buen aspecto no era para sorprender a su mujer.

Ambos levantaron su propio imperio: una empresa automovilística en donde se podría comprar o alquilar coches, sobre todo, de gama media a alta. Y aunque era un lugar, se hicieron un pequeño nombre lo suficientemente conocido, como para tener compradores fuera del condado. ¿Publicidad? ¿labia? no tenía idea, pero ambos lo consiguieron. Se convirtieron en un emblema de prosperidad para la ciudad, en cambio yo era como una apestada para ellos, aunque siempre me sonreían con una falsa cortesía que yo era capaz de detectar. Creían que era indigno que portara un arma, que defendiera a los indefensos y que mi sueldo fuera relativamente bajo, pero a diferencia de ese par de impresentables, yo no trabajaba para llenarme los bolsillos de dinero.

Suspiré aun metida entre las sábanas; hoy estaban disponibles los resultados de la autopsia de Karma. Como yo estaba parcialmente metida en el caso, no había recibido ningún correo electrónico, pero Chase me prometió que había manejado unos hilos para que no me quedara sin una copia. Le mandé un mensaje de agradecimiento, deseándole suerte y una vista de halcón que le permitiera ver cualquier pista que nos fuera fructífera para la investigación.

Me puse en pie crujiéndome los huesos de la espalda, inmensamente doloridos por el horroroso día que tuve ayer. Aunque la cena me había ayudado a despejar más la mente, el cansancio de apenas dormir bien por las noches, no me ayudaba con mis dolores incesantes de cabeza.

Necesitaba desayunar y marcharme cuanto antes. No se me olvidaba el pequeño favor que Sidney me debía, pero eso volvería más tarde.

No había murmullo de maletas o de conversaciones de huéspedes; todo bien vacío, como si el hotel se encontrara cerrado. En el pasillo que daba al comedor, Sidney barría tranquilamente mientras sonaba una suave música de jazz. Un leve movimiento de cabeza indicaba que se encontraba absorto entre las notas, pero su rostro no reflejaba deleite sino preocupación.

Sólo cuando me encontré lo suficientemente cerca, dirigió su mirada a mí.

― ¡Oh Dios mío, agente Carpenter!¡Vaya susto me dio! ¿Acaso quiere mandar a este viejo saco de huesos al cementerio tan pronto?

―Lo siento mucho Sidney. Soy demasiado discreta y a veces se me olvida que no siempre me encuentro de servicio.

Él se rio mientras que se acercaba a la gramola que seguía dando vueltas suavemente. La música cesó y se instaló con él un silencio que rivalizaba con el de una iglesia. Con un gesto, me pidió que me sentara en alguna mesa.

Las bandejas del buffet desprendían su aroma tan encantador como siempre. Algunas de ellas aún estaban vacías, por lo que supuse que Mila seguía en la cocina terminando algunos platos.

Tras fregar el pasillo, Sidney entró al comedor con un cubo y una fregona a cuestas; parecía terriblemente cansado y estresado. No dudé en preguntarle si algo sucedía.

―Oh no te preocupes, mi pequeña se tomó el día libre y me tengo que ocupar de muchas cosas. Al ser sábado, siempre aprovecho para limpiar las oficinas, el recibidor, las escaleras, los pasillos de la planta baja y el comedor. El caso es que siempre tengo a Mila que se encarga de los buffet de los fines de semana, pero hoy me tuve que encargar yo de todo.

Aquello era completamente atípico, ¿dos días libres seguidos? Aquello no era normal por mucho que Sidney quisiera sonreírme para que no le diera vueltas al asunto. Pero él me conocía y su rostro se fue relajando hasta convertirse en una madeja de preocupación y tristeza. Se sentó en la silla que había a mi lado.

―No sé a quién pretendo engañar, pero estoy un poco escamado. Tu conoces bien a mi hija.

Asentí en silencio mientras cruzaba los brazos y lo miraba atentamente, esperando a que me contara un poco más. Cubrió su cara con sus manos, suspirando varias veces e inspirando para intentar calmarse. Sus cansados ojos se dirigieron a los míos.

―Nunca se ha tomado dos días seguidos, ni siquiera días completos. Es cierto que tiene una edad para comenzar a buscar un buen hombre, ya que este hotel la ha alejado por mucho tiempo de su vida amorosa. Joder, tiene 35 años, ya debería hasta estar casada.

―Sidney, no te tortures con el tema. Piensa que los tiempos han cambiado―le respondí con tranquilidad intentando que no se desmoronara. Pero él siempre fue demasiado protector con su hija, y por su aspecto tan juvenil, nadie diría que esa mujer estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Hasta yo a veces me pensaba que tenía veinticinco años como mucho.

Tras un silencio entre ambos, comenzó a mirarme tímidamente, como si pretendiera hacerme una petición o contarme algo más personal. Apoyé una de mis mejillas sobre una de mis manos, asintiendo levemente para que continuara y soltara aquello que quería guardarse. Se rascó la cabeza varias veces.

―Me gustaría...a ver, sé que...tú y ella...os conocéis. A ver, quizás no es una amistad, pero...son muchos los años en los que...vosotras...

―Dilo ya, Sidney―le solté. Volvió a asentir, mirando hacia la cocina donde Mila solía estar a sol y sombra. Nunca había visto al gran jefe del hotel tan abatido como lo tenía frente mis narices.

―Me gustaría...que te acercases a ella. No sé...hablar o algo. A las mujeres se os da mucho mejor hablar.

―Define qué mujer, porque yo, desde luego, podía ser sustituida por un caballo relinchando y nadie se daría cuenta.

La broma surtió efecto, levantando la comisura de mi querido Sidney. Le puse una mano sobre la suya, diciéndole que me dejara total libertad de arreglar las cosas y saber qué demonios le pasaba a su hija. Yo mejor que nadie sabía lo que era que tu pequeña sufra secretos en silencio.

Sabía.

Con un leve retorcimiento en el estómago, decidí que era hora de marcharme. Según la dirección que me había proporcionado la señora Ross, me quedaba un buen camino que recorrer. Chase seguramente ya estaría apostado en algún rinconcito con buenas vistas a la casa de mi querida vecina, así que era cuestión de tiempo tener novedades si algo sucedía. La cuestión es que no podía dejar el busca encendido para no llamar la atención. Con un mensaje discreto, le mandé mi ubicación a Chase para que supiera dónde me encontraba en todo momento. Él hizo lo mismo, acompañado de un "buena suerte" que me infló un poco más el pecho de coraje.

Mis manos fueron a parar a la radio, ¿desde hacía cuanto no escuchaba la radio? Sabía las razones; Karma y yo hablábamos siempre que la llevaba al colegio. Manteníamos una relación tan buena aun siendo tan dispares, tan diferentes.

Ni físicamente éramos semejantes; yo, blanca de piel, pecosa, pelirroja y con facciones de señora gruñona malhumorada. Ella, en cambio, tez ligeramente tostada, ojos grandes, soñadores y verdes, tan bonitos como ver un prado cubierto de un grueso tapete de hierba. Su esencia era primaveral, su temperamento, a veces invernal, pero solo cuando no se encontraba en sus mejores días. Por norma general, una sonrisa siempre asomaba en su rostro.

Y nunca olvidaría su precioso cabello rizado, heredado de su padre, tan inmanejable como lo era yo. Sonreí con las lágrimas intentando entrar en mi boca, para que saboreara aun más profundamente mi pena.

Uno de esos rizos, un resquicio del mismo, estaba ahora sobre el salpicadero del coche. Sabía que era el de ella, era demasiado reconocible. Casi lo acuné en mis manos, pensando en todo lo que me había perdido y, con total seguridad, me perderé.

Mis dedos apenas pudieron tomarlo y guardarlo en una bolsita plástica que guardaba en mi guantera. Casi como un tesoro, lo besé sin poder evitar nombrar su nombre tantas veces como tirones sentía en el corazón.

―Dame fuerzas cariño, dame fuerzas...―susurraba mientras le daba un último beso antes de guardarlo en el bolsillo de mi cazadora. Quizás era una locura, un síntoma de que mi cabeza no se encontraba de la mejor de las formas, pero esa bolsita contenía una esperanza a la que necesitaba agarrarme.

Un hilo, tan hermoso como frágil, como el cabello de Karma, a lo que aferrarme cuando me dijeran los resultados de su autopsia.

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