Capítulo 24
Observo desde la cima de una colina dotada de un vivo césped de color verde, como un avión surca el cielo azul, con decenas de pasajeros en su interior que marchan dejando atrás parte de sus vidas. Mi cabeza viaja hacia aquel chico que comenzó siendo todo lo malo que había en mi vida y terminó convirtiéndose en lo mejor que hubo en ella. Le he perdido, es un hecho, ya nada podrá llevarme de nuevo hasta él, ni siquiera mi deseo de estar a su lado es suficiente después de todo lo sucedido. No he podido decirle algo que me he esforzado en guardar, algo que ya no puedo mantener en secreto. Le quiero, siempre ha sido así.
—Mackenzie.
Al oír esa voz familiar me doy media vuelta, lentamente, pretendiendo proteger a mi corazón del sueño en el que me encuentro. Ahí está él, ante mí, mirándome con dulzura y una sonrisa arrebatadora en sus labios que me demuestra que nada podrá acabar con esta magia que existe entre nosotros. Jaden se acerca a mí, toma mi rostro entre sus manos y me mira encandilado.
—Pensé que te habías ido.
—No podía irme sin decirte antes te quiero.
—No te vayas— suplico con la voz cargada de miedo ante la idea de verle partir—. Quédate conmigo. Para siempre.
—Ya me he ido. Soy solo un fantasma del pasado. No sabes lo que daría por seguir a tu lado. No puedo luchar contra lo sucedido. Tengo que dejarte ir, aunque te quiera con toda mi alma.
Jaden está a punto de fundir sus labios con los míos cuando su persona se difumina hasta ser arrastrada por la brisa fresca. Ya no queda nada de él. Ya no existe un nosotros.
Despierto sobresaltada al oír la alarma del despertador ubicado en la mesita de noche y bajo tan apresuradamente de la cama que resbalo con la sábana y me abalanzo hacia el suelo para terminar por besarlo como se merece. La torta consigue espabilarme más que un café bien cargado y eso es bueno, creo, o al menos lo es si no ha crecido en mi frente un señor chichón.
Voy hacia el espejo a admirar mi frente y me tranquilizo al descubrir que todo está en su sitio. Todo salvo un pequeño detalle, voy muy tarde a las clases y no estoy vestida. Vuelvo a la habitación contigua y me pongo un vaquero sobre los pantalones del pijama y una sudadera rosa justo encima de la camiseta que llevaba puesta. Arreglo mi pelo enredando mis dedos en él a modo de peina y abandono la habitación tras coger la mochila.
Abandono la residencia y comienza a correr hacia el pabellón correspondiente, atravesando la enorme pista de atletismo y el campo de césped que se abre paso ante mí. A medida que corro puedo sentir la brisa fresca jugar con mi cabello al viento, alborotándolo. Una vez alcanzo el pasillo avanzo por él como una deportista de élite, aunque bastante asfixiada y con la cara roja como un tomate.
Coloco ambas manos en la puerta que desemboca en el aula y la empujo con fuerza, entrando a las apuradas en la estancia, donde los estudiantes se encuentran entre las mesas, eligiendo lugar donde tomar asiento antes de comenzar la clase. La multitud me mira con asombro. Seguramente todo el mundo se esté preguntando de qué manicomio me he escapado.
—Odio los lunes— admito en voz alta. Saludo con una sonrisa cerrada al profesor de aproximadamente sesenta años que me mira con los ojos amenazando con escapar de sus órbitas.
Busco con la mirada a alguien conocido, localizando a un chico que me saluda desde la distancia, agitando su mano en el aire, indicándome que me reúna con él. No sé si va a ser buena idea tener a un chico con un cuerpo monumental y una sonrisa de escándalo a mi lado. Algo me dice que voy a gastarme un pastizal en la matrícula el próximo año.
—¿Te has levantado con el pie izquierdo?
—Más bien rodando.
Frunce el ceño y sonríe.
Tomo asiento a su vera y me entretengo sacando de la mochila un portátil para colocarlo sobre la mesa y encenderlo. Arthur baja su mirada a mis pies y esboza una sonrisa, meneando la cabeza. Su gesto me invita a seguir el rumbo de su mirar, descubriendo que he olvidado ponerme las Vans que tenía pensadas usar. En vez de ellas, llevo puestas unas zapatillas con forma de conejo de color blanca y rosa. Maldigo por lo bajo mi despista y rápidamente comprendo por qué todo el mundo me miraba antes. Entre la cara roja como un tomate, la asfixia y las zapatillas, van a pensar que estoy mal de la azotea.
—Bonitas zapatillas.
—¿Colaría si te dijera que es una nueva tendencia?
—Nah.
Arruga la nariz y eso me hace sentirme un poco abrumada.
—Está bien. Me has pillado. Llevo una mañana de mil demonios. No he escuchado la alarma, luego me he despertado tarde y me he resbalado con la sábana. Me he dado un golpe en la cabeza y, por suerte, no me he desnucado. Incluso he tenido que ponerme la ropa encima del pijama. Me siento más apretada que las sardinas enlatadas— mientras hablo con nerviosismo, moviendo las manos, soy consciente de que Arthur tiene su mirada fija en mí, grabando hasta el más pequeño detalle que forma parte de mí—. Y estoy roja como un tomate porque he tenido que correr, cosa que no haría ni aunque me pagaran. Los lunes son oficialmente los peores días de la semana. Es como si el universo estuviera conspirando seriamente contra mí.
—Solo has tenido un mal día. Vendrán otros mejores.
—Estás de buen humor un lunes. Vaya, eso sí que es batir un récord. Dime, ¿cuál es tu truco? — le insto, jugueteando con un bolígrafo entre mis dedos.
—Me gusta verles el lado bueno a las cosas. Creo que el optimismo debería estar presente en el día a día y que no deberíamos permitir que un poco de lluvia nos impida ser felices.
—Así que eres un chico optimista. ¿Has conseguido verle el lado bueno de algo en lo que va de día? — sonrío pícaramente, dispuesta a conocer un poco más de él.
Ríe entre dientes y me reta con la mirada.
—Tú— su confesión me hace sonrojar aún más si cabe. Menos mal que no se me nota demasiado, porque de lo contrario no sabría dónde meterme—. Has entrado aquí pisando fuerte, diciendo "aquí estoy yo con mis zapatillas molonas"
—Oye, no te metas conmigo.
—No lo hago. Estoy admirando tu forma de ser. Te importa poco lo que puedan pensar los demás de ti y eso es genial porque te hace mostrarte tal y como eres. Donde tú ves defectos, otros pueden ver belleza.
—Para antes de que me autoconvenza de que llevar estas zapatillas tan molonas a clase el resto de los días que dure la carrera.
Asiente una sola vez y se propone atender en clase. Le miro de soslayo, intentando no ser pillada por sorpresa, admirando su mandíbula perfectamente modelada, sus labios gruesos y entreabiertos, y su barba de unos días asomando. Percibo que va a captar mi detenida examinación cuando aparto la mirada y concentro toda mi atención en el profesor que se pasea de un lado a otro, con las manos en la espalda, dando a conocer todos los detalles acerca de la historia del periodismo. Arthur me mira disimuladamente mientras se muerde el labio inferior para reprimir una sonrisa.
Recorro con mi mirada todas las cabezas de los alumnos que atienden en clase, depositando mi atención en una chica de cabello moreno recogido en un moño que juega con un bolígrafo entre sus dedos, con la mirada perdida en algún punto de la hoja blanca de su cuaderno. Ladea la cabeza para apreciar la entrada al aula, donde acaba de hacer uso de presencia una estudiante.
—Mierda— me escurro en la silla, bajando hasta quedar prácticamente oculta bajo la mesa, llamando la atención de mi compañero, quien no entiende qué estoy haciendo.
—¿Has perdido el bolígrafo?
—¿Qué? — pregunto confusa. Arthur señala con su mirada mi posición, intentando descifrar qué estoy haciendo escondida bajo la mesa—. Hay alguien a quien conozco y no quiero que me vea.
—Hay decenas de estudiantes aquí. Es casi imposible encontrarse con un rostro conocido. Anda, ven, sal de debajo de la mesa— me tiende su mano y se la acepto sin pensarlo. Vuelvo a tomar asiento en la silla, de forma erguida, y bajo la mirada hacia la chica morena—. ¿Quién es?
Le señalo con el dedo índice a la estudiante y él hace un gesto con los labios, dando a entender que no sabe quién es.
—¿No te llevas bien con ella?
—Esa chica fue mi pesadilla en el instituto. Ella era la popular, por así decirlo, y yo no estoy segura de sí estaba en el bando de los frikis o los perdedores.
—El instituto es una puñetera ratonera. Los que tienen el ego más alto creen tener el derecho de faldar frente a quienes son más frágiles. Nadie abandona el instituto sin una herida— por un momento siento la necesidad de descubrir qué fue aquello que le hirió en el pasado, pero luego rechazo la idea de descubrirlo, al menos, por el momento—. Ignórala si crees que te hará bien. Pero no permitas que vuelva a tener poder sobre ti. Vales mucho.
Miro a Jazmine, quien sin previo aviso de levanta de su asiento y se marcha del aula, dejando al descubierto unos ojos encharcados en lágrimas. Nunca le había visto tan afectado. Algo bastante gordo debe haber pasado para que esté así, para que se muestre vulnerable frente a los demás. Una hoja de papel yace en la mesa solitaria, reflejando a una chica rodeada de personas que se abrazan entre sí mismas, dejándola a ella a un lado, sola.
—Para evaluar vuestra implicación en esta asignatura voy a proponeros un trabajo en pareja donde tendréis que elegir un tema, buscar información sobre él, añadir instantáneas, y desarrollarlo, constatando los resultados del pasado con el presente. Dejaré a libre elección la formación de parejas. Elegid al compañero adecuado para trabajar bien y obtener el éxito.
Arthur se aclara la garganta y me lanza una tímida mirada, como si no supiera por dónde comenzar a dar a conocer su propuesta.
—Me preguntaba si...— su voz se quiebra por unos segundos. Parece nervioso y eso le lleva a verse increíblemente tierno. Pronto nacen en mí unas ganas inmensas de abrazarle como un peluche, pero me contengo— si quisieras hacer conmigo el trabajo. Ser mi pareja en el proyecto.
Frunce el ceño y menea la cabeza. Es como si se estuviese recriminando a sí mismo por haber soltado algo estúpido.
—¿Estás seguro? Podría quemar el trabajo sin querer antes de entregarlo o algo mucho peor, vete tú a saber. Para un huracán no hay límites que se le resistan.
—Correré el riesgo.
—En ese caso, la suerte está echada— aseguro, encogiéndome de hombros y soltando una risita—. ¿Has pensado en algo?
—Mi cabeza nunca deja de maquinar cosas. Te contaré en qué consiste y después me dices si te parece una buena idea, si cambiarías algo o si directamente la desechamos.
—Entendido.
Hago el saludo militar. Eso le saca una sonrisa.
—He pensado en constatar las actividades que formaban parte de una pareja en el pasado en relación con el presente. La idea es ver las diferencias que se han producido, cómo ha evolucionado la forma de demostrar el amor a través de la historia.
—¿Cómo lo haremos? Yo no he vivido en los años sesenta, por ejemplo. No sé cómo se siente una pareja al vivir un momento mágico en aquel entonces en comparación con el hoy.
—Haremos un viaje al pasado.
—¿Un viaje al pasado? — repito con tal de asegurarme que he oído bien su propuesta. Arthur acuna en sus labios el capuchón del bolígrafo y sonríe—. ¿Vamos a inventar una máquina del tiempo?
—Mejor aún. Vamos a viajar al pasado sin necesidad de abandonar el presente. Realizaremos actividades en pareja siguiendo patrones que encontremos por internet y luego capturaremos los momentos con instantáneas y escribiremos acerca de los sentimientos que despiertan en nosotros esas actividades— asiento ante cada una de sus palabras, conforme—. Solo queda hacer la pregunta más importante de todas, ¿estás preparada para viajar a los años sesenta conmigo?
Sonrío ampliamente.
—Sí. Lo estoy— contesto con una media sonrisa—. Viajemos a los años sesenta y encarnemos al modelo de pareja de entonces.
Una vez terminan las clases y me dispongo a ir a la residencia soy asaltada por Arthur, quien se coloca a mi altura, aparentemente emocionado por la aventura que nos espera. Ambos estamos entusiasmos con la idea de conocer un poco de los años sesenta, de vivir aquellos tiempos aun estando a distancia de ellos. Será como vivir una segunda vida, en la que nuestra formar de pensar y ver el mundo cambie radicalmente a partir de este momento.
—He pensado que podríamos comenzar con el proyecto hoy mismo.
—¿Hoy? ¿a qué hora?
—¿Qué te parece ahora mismo?
—Eres una caja de sorpresas— bromeo, dándole un golpecito con la mano en el hombro. Me acerco a él y uno mi brazo con el suyo, simulando a una pareja del pasado—. ¿Adónde me llevarás?
—Había pensado en ir a tomar algo a una cafetería no muy lejana de aquí. ¿Te parece un buen plan? Estoy abierto a sugerencias.
Muerdo mi labio inferior.
—Me encantaría compartir un batido contigo.
Caminamos por el campus baja la mirada de los estudiantes que se sorprenden al ver nuestro comportamiento, propio de una época pasada, bajo la radiante y cálida mirada del sol y el cielo azul y despejada en el que baña sus alas una bandada de pájaros. Ambos nos sonreímos con la mirada y disfrutamos de ese momento, viviendo cada instante como si se tratase de una experiencia nueva.
Arthur se detiene al pasar junto a un puesto donde venden coronas de flores con forma de corazón y se limita a comprar a flor rosada para terminar por colocarla en mi pelo, justo detrás de mi oreja. Le dedico una sonrisa y él no tarda en devolvérmela. Continuamos caminando por la acera de una calle transitada, contándonos nuestras aficiones, hablando de aquello que nos ha ocurrido en el día. El tiempo se nos pasa volando y, cuando queremos darnos cuenta, estamos sentados en una de las mesas de la cafetería, enfrentados el uno al otro, compartiendo un batido de fresa, usando pajitas diferentes, de forma que nuestros rostros están próximos.
—¿Cuáles son tus sueños futuros? ¿qué aspiras a ser?
—Me gustaría llegar a ser periodista, a contar la verdad al mundo, a perderme en las páginas escritas de mi puño y letra. Pero sobre todo aspiro a ser inmensamente feliz. Quiero levantarme una mañana y tener la sensación de que todo está bien, que no cambiaría nada de lo que he hecho, sin arrepentimientos. Una vida, si se vive bien, es suficiente.
Él me mira asombrado por mi respuesta.
—¿Y tú a qué aspiras?
—Aspiro a ser simplemente yo mismo. No quiero ser el chico que destaca en el deporte, ni un prodigio de los estudios. No quiero que me reconozcan por los logros que sea capaz de conseguir, sino por la persona que realmente soy. Desearía que alguien me conociera de verdad, que fuese capaz de verme como Arthur en vez de como el chico fenómeno.
—Es triste que todos te reconozcan por los logros en vez de por tu forma de ser— añado, perdiéndome en sus ojos apagados y centrados en el batido de fresa—. Yo no conozco a ese chico prodigioso, yo sé quién eres realmente. Y me gusta cómo eres.
—Eres la primera persona que me conoce de verdad.
Guardo silencio.
—Esa es la herida, ¿verdad? Nadie llegó a conocerte de verdad. Todos te admiran por la larga lista de logros que habías conseguido, nadie fue capaz de ver más allá.
—Aquellos que juraban ser mis amigos desaparecieron cuando más los necesité. Dejé de intentar batir récords, de exigirme a mí mismo la excelencia, y comencé a ser yo mismo. Desde aquel entonces comprendí muchas cosas.
—Tienes una nueva oportunidad para empezar.
Salvo la distancia que separa nuestras manos y me aferro a una de las suyas, transmitiéndole mis más sinceros ánimos.
—¿Cuál es tu herida?
—¿Por qué crees que hay una?
—Porque lo llevas escrito con letras enormes en los ojos— bajo la cabeza, algo avergonzada. Arthur tiene razón, tengo una profunda herida que atraviesa mi corazón. Jaden fue quien me hirió y ni siquiera pudo curármela. Tuve que coserme la herida poco a poco. Él forma parte de mi pasado o eso creo. El sueño de esta mañana pone entredicho si la distancia y el tiempo han sido suficientes para olvidarle—. No es necesario que me lo cuentes, si no quieres.
—Confié en la persona equivocada— comienzo a decir, encogiéndome de hombros—. Me rompieron el corazón y ni siquiera recibí una disculpa.
—Yo jamás te haría daño— esta vez mis mejillas se sonrojan y no soy capaz de ocultarlo—. Hay que ser un idiota para lastimar a alguien tan increíble.
Hago amago de una sonrisa.
—Esto apesta a drama— bromea, haciéndome reír como hacía tiempo no lo hacía—. ¿Qué te parece si nos terminamos el batido y nos vamos a ver una película?
—Me parece un buen plan.
Volvemos a beber de las pajitas, enfrentando nuestros rostros, disfrutando de ese instante, analizando las emociones que surgen en nuestro interior. En cuanto a mí, me siento aliviada por haber compartido una parte de mi pasado con Arthur, y al mismo tiempo feliz y emocionada por estar compartiendo un momento mágico. Incluso puedo admitir que me siento con más confianza en mí misma, más segura y animada, y todo es gracias a mi compañero.
La dueña de la cafetería nos hace una fotografía, dejando constancia de la felicidad plasmada en nuestros rostros, y luego nos hace entrega de la instantánea. Ambos observamos la foto con una sonrisa, dándole el visto bueno, coincidiendo en el hecho de que parecemos una pareja propia de un tiempo atrás. Nos ponemos en pie y hacemos ademán de salir de la cafetería, dejando atrás a la mujer recogiendo el batido.
—El amor está en el aire— susurra la mujer a nuestras espaldas—. Hacía mucho tiempo que no veía a una pareja proclamándose el amor de esa manera.
—Creo que debería cambiarme de ropa— confieso al volver al exterior—. Las zapatillas ya están empezando a marcar tendencia.
—¿Por qué no te compras algo? Aquí cerca hay una tienda de ropa. Podrías aprovechar, no sé, comprarte algo bonito.
—Algo para deslumbrar a mi pareja— ríe con ganas y asiente—. Me compraré algo. Nos vemos luego justo aquí.
—Estaré aquí para entonces.
Le doy la espalda y camino hacia la tienda de ropa más cercana. Entro en ella y saludo a la dependienta con una media sonrisa. A continuación, me pierdo entre los pasillos formando por estantes y maniquís que portan ropa de diversos estilos y tonalidades. Busco algo bonito para ponerme, descartando aquellas prendas que no consiguen convencerme, y haciendo a un lado las que me convencen.
Ir a comprar ropa me recuerda tanto a Tamara que no puedo soportarlo. Dejé de ir a comprarme ropa con frecuencia, dejándolo únicamente para casos totalmente necesarios. Hay tantas cosas que me recuerdan a ella que, a veces, siento que jamás llegaré a superar que nuestra amistad haya acabado. Hay ocasiones que, aun sabiendo que me dolerá, me pregunto qué habrá sido de ella, si estará estudiando en la universidad ubicada a tan solo unos metros de la mía, si habrá hecho amistades nuevas, cómo estará. No he vuelto a hablar con ella, pero espero y deseo que todo le vaya bien.
Entro en el probador para ver cómo me queda un vestido amarillo de tirantas y lazo morado en la cintura. Basta con probármelo para saber que no es para mí. No me gusta el frunce que tiene en la cintura, ni el tono amarillo tan hipnotizante. Así que lo descarto y procedo a probarme uno de color rojo con pequeños lunares blancos acompañado de unos tacones negros y un pañuelo para la cabeza del mismo diseño que el vestido. El resultado me convence tanto que me decanto por comprármelo. Así que pago lo que le debo a la dependienta, me dejo el vestido puesto y guardo el pijama y las zapatillas en la maleta.
Salgo, tambaleándome un poco con los tacones, y busco con la mirada al chico con el que tengo una cita pendiente, localizándole junto a un coche de aspecto antiguo, vestido con un traje y una camisa de color ocre.
—Estás preciosa— se aferra a una de mis manos y me invita a girar una sola vez para apreciar al detalle mi aspecto. Eso me hace sentir especial. Me gusta—. ¿Qué te parece? — le da un golpecito al coche en el techo—. He pensado que para sentirnos como en los años sesenta era necesario que cada detalle estuviera hecho a medida.
—¿Crees que ese vejestorio nos llevará hasta el cine?
—Esperemos que sí. Me ha costado un pastizal alquilarlo.
Arthur me abre la puerta del coche como todo un caballero y espera a que esté sentada en el asiento para cerrar y rodear el vehículo por la parte delantera hasta llegar a situarse a mi lado. Yo, mientras él se encarga de dar vida al motor, hago ademán de bajar la ventanilla cuando la manivela se rompe. Aprieto la mandíbula y miro a mi acompañante con ojos suplicantes, enseñándole la manivela rota.
—¿No tendrás, por casualidad, pegamento?
—Va a ser que no— ambos nos miramos por un instante y luego nos reímos de la situación como si no hubiera un mañana. Es agradable reírse a carcajadas, echando hacia atrás la cabeza. Es en este preciso instante cuando comprendo lo mucho que disfruto de la compañía de Arthur—. Esperemos llegar de una sola pieza.
—Conmigo nunca se sabe. Soy un huracán, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
Esboza una sonrisa.
Al principio pensé que iríamos a un cine en un centro comercial, pero mis expectativas cambian en cuanto se alza ante mí un cine de verano compuesto por un terreno diseñado para que los coches se coloquen en filas, los unos al lado de los otros, orientados hacia una pantalla donde se proyectan unas letras blancas sobre un fondo negro formando el nombre de la película: West Side Story.
—¡Oh, Dios mío! — exclamo entusiasmada—. ¡Me has traído a un cine de verano! Quería ir a uno desde que era pequeña.
—Deseo cumplido.
Me abalanzo hacia él y le abrazo con todas mis fuerzas. Ríe ante mi inesperado gesto y se dispone a detener el vehículo justo entre la primera y tercera fila de coches. Abandona el coche y acude a mí para abrirme la puerta y ayudarme a bajar del automóvil. Acepto su mano de buena gana y al salir no puedo evitar dar saltitos de alegría y dar palmaditas.
—¿Dónde vamos a sentarnos?
—En el capó del coche para tener una mejor panorámica.
—Se me va a quedar el trasero cuadrado, pero todo sea por ver la película en un cine de verano— con ayuda de Arthur consigo ubicarme en el capó—. Me está gustando tanto vivir como una chica de los años sesenta que temo el día que se acabe.
—En el presente también hay cosas buenas. El amor se proclama de diferente forma, pero sigue siendo amor— le miro por unos segundos, reflexionando acerca de su conclusión. El amor es amor sin importar el tiempo ni el espacio—. Voy a comprar una granizada de limón y unas piruletas.
Arthur se marcha hacia un puesto cercano donde algunas personas compran aperitivos para consumir durante la película. Aprovecho la soledad que me brinda para acomodarme mejor en el capó y coger el teléfono móvil para meterme en el blog del instituto. Algunos de mis compañeros aún continúan subiendo fotos de su vida actual. Voy pasando las publicaciones hasta que llego a una en la que se puede ver a Tamara con una diadema morada y una camiseta con lentejuelas del mismo color. Tiene unas gafas de sol puestas y mantiene la mano a modo de visera. Su mirada está perdida en la universidad en la que, probablemente, ha comenzado la carrera de sus sueños.
Entro en mi perfil y me detengo a mirar las publicaciones que compartí en compañía de Tamara, sin evitar soltar alguna que otra risa al recordar aquellos tiempos. Y, por si no fuese suficiente, me martirizo leyendo algunos comentarios que me dejaba en mi perfil. Ojalá volvieran aquellos tiempos en los que éramos como hermanas.
—Una piruleta para la chica más bonita— me tiende el dulce multicolor en forma circular y lo llevo a mis labios para pasar mi lengua sobre él. Arthur se sube al capó y le da un sorbo a una de las pajitas—. ¿Estás bien? Pareces triste.
—Estoy bien— me limito a decir para tranquilizarle— es solo que me he acordado de una amiga que significó mucho para mí.
—¿Hay algo que pueda hacer para hacerte sentir mejor?
Acurruco mi cabeza en su hombro.
—Quédate.
—No pensaba irme a ningún lado. Me quedaré contigo todo el tiempo del mundo— alza el vaso de plástico con la granizada de limón—. ¿Quieres probarla?
—Menos mal que lo preguntas. Me estaba muriendo de sed— bromeo y le doy un sorbo a la granizada, disfrutando de la agradable sensación del hielo deshaciéndose en mi boca—. Como sigamos llevando este ritmo, voy a acabar teniendo diabetes.
—Hay estudios que afirman que las personas que están en pareja tienden a coger peso porque suelen salir más a comer fuera, entre otras cosas.
—Te aseguro que no necesito estar en pareja para ponerme como una bola— me río de mi propio comentario—. Primera lección aprendida, no casarme para evitar engordar, y segunda, dejar de comer tantas golosinas. Debo tener el azúcar por las nubes.
—¿Y lo bien que te lo estás pasando?
Entreabro los labios y miro hacia la pantalla.
—Es un día inolvidable.
—Y lo más importante es que es nuestro— concluye.
Unimos nuestras cabezas y entre risas, granizadas y piruletas y una película inolvidable nos perdemos en los años sesenta, enamorándonos de la magia de aquellos tiempos. Y, sin pretenderlo, sin saber su origen, comenzó a surgir algo dentro de nosotros, en silencio que, cada vez, iba creciendo. Lo llaman amor.
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