Capítulo 23


Si quieres algo, déjalo ir, si vuelve, fue siempre de ti, y si no lo hace, jamás te perteneció. Esa fue la cita de un cobarde que no fue capaz de ir tras aquello que quería con todas sus fuerzas y, en parte, entraña en sí los pasos que seguí tras la marcha de Jaden. Al principio quise llamarle, Dios, llegué a marcar su número, pero jamás a realizar la llamada. También pensé en coger un avión e ir hasta él, pero el miedo nuevamente me paró los pies. Le dejé ir, permití que el tiempo se escapase de mis manos, porque llegué a la conclusión de que ir hasta donde él estuviera no iba a cambiar nada, el daño ya estaba hecho, mi corazón iba a seguir roto. Así que me tragué mis sentimientos y le dije adiós con el corazón en un puño, aun sabiendo que no quería irme.

Han transcurrido tres meses desde que cerré aquella etapa de mi vida que amé a cada segundo, desde que vi partir lejos al amor de mi vida. Durante este tiempo he llorado hasta dejar mis ojos secos, he gritado hasta desgarrarme la garganta, lidiado con pesadillas y recuerdos, matando sentimientos. He contado con el apoyo de mi familia a diario, aunque cuando me quedaba a solas, los demonios volvían a aparecer. Ni siquiera ellos eran capaces de mantenerme a salvo.

No pude revertir los daños causados en la amistad que mantenía con Tamara y Dave. Les he perdido, no hay nada que pueda hacer, y eso me duele horrores. Desearía contarles tantas cosas, compartir risas, momentos inolvidables, hablarles de mis sentimientos, pero sé que es demasiado tarde para hacerlo. Me siento tan sola desde que no están a mi lado.

Aun así, intento ver el lado bueno de las cosas. No puedo vivir toda mi vida anclada a los recuerdos y sentimientos de un pasado inexistente. Debo continuar, aunque duela a cada segundo. La pérdida de aquellos a quienes quería jamás va a dejar de dolerme. Es la esencia del amor. Si amas, tiendes a sufrir, y si no lo haces, enfermas.

Bill introduce mi equipaje en el maletero de un coche de color gris y lo cierra, devolviéndome nuevamente a la realidad.

—Bueno, ya está todo listo— dice, barriendo con la mirada el suelo. Parece compungido—. Será mejor que salgas cuanto antes, ya sabes, para llegar a tiempo.

Sonrío ante su torpeza al hablar y le doy un fuerte abrazo.

—Voy a echarte de menos, papá. No será lo mismo vivir bajo otro techo.

—Sabes que esta siempre será tu casa, ¿verdad?

—Lo sé. Siempre que tenga un hueco en la agenda vendré a veros— inspiro el aroma a perfume que desprende su camisa de cuadros azules y blancos—. No sé si podré estar tanto tiempo sin comer pastel. Va a ser una prueba de fuego.

—Bien por mí. Así habrá más para mí— interviene Luke, viniendo hacia mí y alborotándome el pelo—. Comeré por los dos. Disfrutaré cada bocado.

Le doy un golpecito con la mano.

—Alto ahí, goloso, a ver si va a darte diabetes.

—Bueno, si tú aún no has sufrido una sobredosis de azúcar y no te has roto la columna vertebral por cada caída mortal que has sufrido, creo que estoy fuera de peligro. Eso sí, intenta volver de una pieza la próxima vez que nos veamos.

—No tienes fe tú ni nada. Por si las moscas, espérame con una tarta de tres pisos, no vaya a ser que me dé un bajón de azúcar.

—Menos mal que vas a estudiar periodismo en vez de gastronomía.

Abrazo a Luke con todas mis fuerzas, sintiéndome pequeña entre sus brazos, y él me besa sendas veces en la coronilla, inspirando el aroma a vainilla que desprende mi cabello. Luego nos separamos, le dedico una de mis mejores sonrisas y voy hacia el coche.

—Es hora de que este desastre andante expande sus horizontes. Cruzar los dedos porque no haga una de mis entradas triunfales en la universidad.

—Vas a necesitar más que eso. Qué paciencia— bromea Luke—. Esto no está pagado.

—Lo que no está pagado es que se me esté cayendo el pelo con el estrés de tener a dos torbellinos por hijos. A ver quién me paga a mí un injerto de pelo— Bill me guiña un ojo—. Ya sabes, Mack, nada de marihuana, cocaína, alcohol, trapicheos.

—¡Papá! — exclamo, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué crees que voy a hacer en la universidad? Voy a estudiar, no a ponerme hasta las cejas de drogas.

—Hay mucho loco suelto. En serio, ten cuidado. Empieza siendo un piti tonto y terminan siendo cuatro, créeme.

—¿Tú le dabas a los pitis? — pregunta Luke.

—Yo también he sido joven o te crees que nací con este taco de año. Yo, en mis tiempos mozos, era conocido como el camello... bueno, eso no viene a cuento, eran tiempos oscuros. Bueno, vamos a lo importante. Hija, cuídate mucho y di no a las drogas. Te voy a echar mucho de menos.

Sonrío desde la distancia.

—Algún día tendrás que hablarme de esos tiempos oscuros— le advierto, señalándole—. Menuda casa de locos.

—¿Ha dicho "menuda casa de locos"? — inquiere papá. Subo a mi coche propio, sí, conseguí mi ansiada libertad por fin. Aunque, aún no controlo mucho...

Pongo en funcionamiento el motor del vehículo y me incorporo a la carretera, despidiéndome de mi familia agitando la mano. Observo a través del retrovisor central a mi padre abrazando a Luke, con la mirada perdida en el coche gris que se pierde en el horizonte. Centro mi atención en el frente y aprieto la mandíbula para evitar ser víctima de la nostalgia.

Entro en el aparcamiento de la imponente universidad que se alza en el lateral derecho y salteo las plazas ocupadas que se suceden por cada extremo, hasta que consigo dar con un hueco libre y de difícil acceso, ya que una furgoneta blanca está aparcada de malas formas. Maniobro hasta conseguir encajar la parte delantera, aunque con la trasera no hay tanta suerte, ya que una de las luces impacta contra el cuerpo de la furgoneta, haciéndole un rasguño que se extiende a lo largo de la pintura.

Mierda, mierda, mierda.

Bajo corriendo del coche para comprobar cuál ha sido la magnitud del daño, olvidando poner el freno de mano, de forma que el coche se desplaza hacia atrás, hasta impactar contra el tronco de un árbol, deformando toda la zona del maletero. La multitud me mira horrorizada por los desastres que estoy causando nada más llegar a la universidad.

—Hala, aparcado— confieso, cogiendo el equipaje como puedo. Camino un par de pasos hacia el frente y me detengo a apreciar, boquiabierta, la majestuosidad de la universidad, así como de las residencias que la rodean. Todo parece encajar bien hasta que la furgoneta blanca sale del aparcamiento, levantando una ola de barro que va a parar a mi persona, llenándome de tierra de pies a cabeza—. Esto no está pasando, no puede ser.

Alguien baja del coche y viene hacia mí.

—Perdona, no te había visto.

—¿De verdad? No hace falta que lo jures— ironizo, sacudiéndome la camiseta—. El primer día en la universidad y voy hecha un cristo.

—Bueno, eres tú quién se ha quedado petrificada en medio de la carretera.

—Tú eras quien iba al volante, se supone que tu deber es ver si hay peatones cerca.

Suelta una risita.

—No creo que sea el único. Le has hecho un rasguño a mi coche.

—No se lo habría hecho si no hubieses aparcado mal, listillo.

—¿Puedes sacar los papeles?

Voy hacia el coche para coger los papeles del seguro, tiro de la puerta del copiloto con tanta fuerza que consigo desencajarla. Busco bajo el asiento los documentos y, una vez doy con ello, los extraigo con tanta impotencia que lo desgarro por la mitad, además de mancharlo de barro.

Joder, joder.

Alzo la vista y miro al chico de cabello castaño claro y ojos verdes que me mira desde su furgoneta con una sonrisa en sus labios. Voy hacia él, con las manos en la espalda, ocultando los papeles, y le miro suplicante, sin saber muy bien qué decir al respecto.

—¿No podemos dejarlo en un pequeño incidente sin importancia?

—A ver si lo adivino, no tienes los papeles.

—Los tengo, otra cosa es que estén en condiciones— le hago entrega de los documentos. El chico arruga la nariz y me mira divertido—. Mira, tengo un día de mierda. Le he hecho un rasguño a tu coche, he estampado mi Audi contra un árbol y he acabado llena de barro de pies a cabeza. Aún estoy esperando a que me caiga un rayo. Me harías un favor si esto quedara en un desafortunado incidente.

—Eres un huracán— esboza una sonrisa, haciendo aparecer unos hoyuelos en sus comisuras que le sientan bastante bien. Me mira con sus intensos ojos verdes, detenidamente, fijándose en cada uno de mis movimientos—. Haré la vista gorda. No te preocupes.

—¿Harías eso por mí?

—Sí, claro. Todos tenemos días malos.

Doy saltitos de alegría a la par que aplaudo animadamente.

—¿Tiene el huracán nombre?

—Soy Mackenzie.

—Encantado de conocerte, Mackenzie. Yo soy Arthur— me tiende la mano, pero me rehúso a aceptársela con tal de no manchársela. Él ríe y con ayuda de sus manos aparta algunos de los mechones manchados de mi cabello—. Ya nos veremos por aquí— hace ademán de irse hacia la universidad cuando se detiene a los pocos pasos y se gira para mirarme—. Ah, por cierto, siento haberte ensuciado.

—Tranquilo, me has hecho un favor. El tratamiento corporal con barro es muy bueno para la piel y ni siquiera he tenido que pagar.

Se marcha meneando la cabeza, divertido por mi comentario, mientras yo maldigo una y otra vez la desafortunada respuesta que le ha dado. Debe pensar que tengo una edad mental de tres años y, probablemente, no esté equivocado. Sonrío ante la idea de conocer a alguien nuevo, intentando quitarle hierro al desastre ocasionado, sin importarme lo más mínimo mostrarme llena de barro de pies a cabeza ante la multitud.

Voy hacia la residencia arrastrando el equipaje, perdiéndome por los pasillos en búsqueda de la habitación que comparto con dos chicas más, dejando un rastro de barro detrás de mí. Los corredores están adornados con tablones donde se recoge información acerca de las aulas, los profesores y las asignaturas, banderitas relacionadas con el equipo de fútbol americano de la universidad, carteles con frases motivacionales.

Una vez alcanzo la habitación correspondiente, entro en ella y voy hacia el centro de la estancia, descubriendo a una chica de cabello rubia corto sentada en una cama lejana, fumándose un porro con un colega, inundando el dormitorio con un espeso humo. Al verme en ese lamentable estado no puedo evitar dejar ver una expresión incrédula. En una esquina de la habitación, junto a una ventana abierta, está la segunda chica. Su cabello castaño está dividido en dos trenzas.

—¿Eres la chica nueva? — pregunta la primera de ellas. Asiento ante su pregunta y ella se levanta de la cama, dejando el porro apagado en un cenicero—. ¿Te has bañado en estiércol antes de venir?

—Está siendo un día de mierda. Nunca mejor dicho.

—Mi nombre es Leila. ¿Y tú eres...?

—Mackenzie.

—Bien, Mack. Hay algunas cosas que tienes que saber si vamos a compartir habitación. La primera es que no se puede traer a los ligues, la segunda es que se puede fumar y beber, siempre y cuando quede entre estas cuatro paredes, y la tercera es que los problemas se quedan fuera, aquí dentro solo hay cabida para la diversión— informa al dedillo, acercándose a mí—. Date una ducha, esta noche nos vamos de fiesta.

Se marcha con su colega, dejando a su paso un tufo importante a maria que logra dejarme un poco aturdida por el fuerte olor.

—Si sigue fumando así, voy a acabar colocándome. Y no creo que sea buena idea ir colocada a las clases.

—Ignórala. Yo lo hago, a veces— le dedico una sonrisa y ella se acerca a mí—. Por cierto, soy Cassie, tu compañera de habitación y, a partir de ahora, puedes considerarme tu amiga.

—Puedes llamarme Mack.

—Si, quieres puedes contarme cómo te ha ido el día. Tengo toda la tarde. Además, me encantaría escuchar algo más aparte de la voz chillona de Leila divagando. Creo que se aprende mucho de los demás a partir de la escucha.

—Te contaré cómo he llegado a estar hecha un cristo con pelos y señales, si quieres, pero antes necesito que me hagas dos favores. El primero que me digas qué fiesta va a haber esta noche y, el segundo que me dejes ir a darme una ducha para quitarme este tufo.

Una sonrisa asoma en sus labios.

—Es una fiesta de bienvenida. Harán juegos a modo de hacer piña, ya sabes, y las botellas de alcohol irán pasando de mano en mano.

—¿Qué tipo de juego? Porque como sea de deportes, ya digo de antemano que voy a hacer un completo ridículo. Tengo menos salsa que un palo.

—Si te sirve de consuelo, yo soy la chica a la que nunca elegían en los juegos de equipo en el colegio, siempre quedaba la última. Imagínate porqué.

—Somos dos desastres andantes.

—Sí, pero es precisamente eso lo que nos hace diferentes, únicas— admite con una sonrisita—. Y ahora te dejo que te des una ducha. Ah, por cierto, bienvenida a casa.

Casa, me gusta. Hace mucho que no me sentía así. Quizás ahora tenga la oportunidad de empezar de cero, de construir el futuro con el que sueño. La vida me está dando la oportunidad de vivir nuevas experiencias cargadas de sentimientos que aún están por descubrir, y no pienso desaprovechar la mínima posibilidad de ser feliz.

Cierro el armario y voy hacia el espejo de pie en el que está mirándose Cassie, quien lleva unos vaqueros azules de tiro alto y una camiseta de mangas cortas amarilla. Leila está junto a la ventana, fumándose un cigarrillo, contemplando el cielo nocturno cubierto de estrellas, como si pretendiera encontrarse en alguna de ellas a sí misma. Voy hasta Cassie y me sitúo justo a su lado, reflejándome en el cristal. He optado por ponerme una camiseta de tirantas blanca con volantes y un vaquero.

—Vamos a divertirnos— propone Cassie—. Y si para eso tenemos que destrozar la universidad, hagámoslo sin pensarlo.

—Hagámoslo.

Reímos y chocamos los cinco.

—Pongamos patas arriba la universidad, demostremos de qué somos capaces las chicas— coincide la chica rubia, guiñándonos un ojo.

Abandonamos la habitación, incorporándonos al pasillo abarrotado de estudiantes, dejándonos llevar por la oleada de personas que nos conducen hasta el campus, donde está organizándose una fiesta en la hoguera, donde la multitud ríe, charla animadamente y baile al son de la música. Un grupo de estudiantes de segundo año toma la iniciativa de darle la bienvenida a los de primer año.

—¡Buenas noches a todos y todas! ¿qué tal estáis? — la multitud aplaude y grita, entusiasmada—. Hoy vamos a darle la bienvenida a los nuevos como se merecen. ¿Qué mejor forma de empezar que con una fiesta en la que el juego sea su principal motor?

—Bart, vas a acobardarles— le recrimina su compañero—. Soy Joe y, a partir de ahora, podéis considerarme un miembro más de vuestra pandilla. Bien, dicho esto, voy a dar comienzo al primer juego. Se llama yo nunca y tenéis que decir algo que no hayáis hecho nunca y, aquel que lo haya hecho ya, deberá darle un sorbo a su vaso de alcohol.

—Qué empiece el juego.

Un deportista se toma la libertad de empezar.

—Yo nunca he estado en la cárcel— algunos beben de sus vasos, dando a entender que han estado, probablemente por haber sido pillados consumiendo drogas ilegales o por haber alterado el orden público en algún momento—. Le cedo la palabra a mi compañero Martin.

—Yo nunca he tenido un gatillazo.

Un estudiante regordete bebe de su vaso, ganándose la atención de todo el mundo.

—Parecía que el salami estaba muerto...

Cassie y yo contraemos el rostro. No puedo evitar encontrarle parecido a ese chico con Walter. ¿Qué habrá sido de él? ¿seguirá con sus incesantes conquistas?

—Yo nunca me he enamorado— interviene Arthur.

Inevitablemente, me veo en el deber de beber de mi vaso, aun sintiendo unas ganas inmensas de alejar todos los recuerdos que traen a mi mente a Jaden. Es cierto, me enamoré completamente de él, fue mi primer amor, ojalá fuese el último. Pero la vida, a veces, nos sorprende. Nos tiene preparado algo mejor para cada uno de nosotros.

Arthur me mira desde la distancia. Bajo la mirada.

—Yo nunca he estado con una chica— confiesa un chico, avergonzado. Algún que otro estudiante bebe de su vaso.

—Muy bien, van saliendo los secretos a la luz— dice Bart—. Ahora quiero que bailéis los distintos géneros musicales que voy a poner, como os lo pida el cuerpo. Vamos a darle un meneíto al cuerpo que es muy necesario y viene muy bien.

Pone todo tipo de canciones; reggaetón, trap, pop, electrónica, country, indie, rock. Intento moverme de forma decente, sin hacer mucho el ridículo, moviéndome de un lado a otro, dando palmadas, meneando la cabeza y caminando de lado. Cassie me toma de las manos y gira conmigo, dando vueltas a nuestro alrededor a gran velocidad, echando hacia atrás las cabezas. Leila se sitúo en el centro del círculo y se pone a bailar como mejor sabe. Llega un punto en el que nos sorprendemos las tres tiradas sobre el césped, riéndonos a carcajadas, tarareando la melodía de las canciones.

—¿Es que quieren acabar con nosotros esta noche? — pregunta Leila, acariciándose el pelo—. Mañana no va a haber ni Dios que me levante.

—A este ritmo, no me van a quedar neuronas para sacarme la carrera— dice Cassie, ganándose unas carcajadas por nuestra parte.

—Ni neuronas ni ganas de vivir— bromeo.

Reímos al unísono.

—Chicos, el siguiente juego consiste en coger unas pistolas de pinturas e ir en búsqueda del balón dorado que os permitirá tener el derecho a faldar, además de coronarse rey o reina de la fiesta— anuncia Joe—. ¡A por todas!

—¿Qué pasa ahora? — pregunta Cassie—. Yo no puedo ni levantarme. Siento que me pesa todo el cuerpo.

—Si te quejas ahora que tienes dieciocho años, imagínate con cincuenta— añade Leila, quien se pone en pie y ayuda a la chica castaña—. Vamos a divertirnos coloreando los traseros de los deportistas.

—A ver si hay suerte y alguien da de lleno en el salami muerto de ese chico, tal vez podría volver a renacer— río entre dientes—. Es broma. Mejor dejarle como está, a ver si van a tener que amputarle a su querido amigo.

—Dejarle como está no— interviene Leila—. Esta noche me encargo de mandarle un mensaje bastante directo. Algo así como una notita acompañada con unas pastillas de viagra.

Voy hacia a mesa donde descansan varias pistolas de juguete cargada de pintura y echo a correr hacia los alrededores, buscando en los aparcamientos, entre la maleza de los arriates, moviéndome con sumo cuidado, ocultándome cuando es preciso para evitar ser el blanco fácil de algún contrincante. Me desplazo entre los coches hasta alcanzar la furgoneta blanca, tras la que me oculto.

Puedo percibir los pasos de un acechante. Inspiro y espiro agitadamente a la par que me preparo para salir de mi escondite y dispararle al contrincante. Espero a que se sitúe lo suficientemente cerca de mí como para salir de imprevisto y darle de lleno en el pecho izquierdo, manchándole de pintura morada. Arthur baja la mirada a su camiseta blanca y sonríe al darse cuenta de que he dejado una huella en el lugar exacto en el que descansa su corazón. Él me responde disparándome en el estómago.

—Me has asustado— replico con el corazón latiéndome con fuerza—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Estoy buscando el balón dorado al igual que tú.

—Pues este sitio lo he encontrado yo antes, así que puedes irte a buscar otro.

—¿No estarás intentando solucionar el rasguño de mi coche con pintura? O peor aún, intentando terminar de cargártelo.

—Al único al que me voy a cargar vas a ser tú como nos descubran— tiro de su camiseta al ver a un jugador irrumpir en los aparcamientos, ocultándose tras el coche. Ambos nos miramos, en silencio.

Arthur se entretiene disparando varias veces en el suelo, cerca de mis pies, de forma que los bajos de mi vaquero terminan empapándose de pintura azul. Le fulmino con la mirada y me propongo dispararme directamente en la mano para más tarde estampársela de lleno en la cara. Sin previo aviso se pone en pie, llevándome de consigo, ocultándome tras él, y dispara varias veces al jugador enemigo, dejándole aturdido por unos segundos, los suficientes para escapar.

Toma mi mano y me conduce hacia el interior de la universidad. Caminamos por una estancia amplia que desemboca en una escalera de gran opacidad que lleva hacia el resto de las plantas. Subimos por ellas rápidamente, moviéndonos con sigilo, mirando a nuestro alrededor constantemente a la par que intentamos localizar el balón dorado.

—¿Te has parado a pensar que cada vez que nos encontramos estás hecha un desastre? Creo que lo nuestro son los encuentros inesperados y la belleza de los errores.

—¿La belleza de los errores? ¿qué encuentras de belleza en alguien que está llena de barro de pies a cabeza?

—Su luz, la magia que transmite.

—Ja— río sin ganas—. Pues poca luz verás tú con tanta mierda.

Menea la cabeza y se muerde el labio inferior para reprimir una sonrisa.

—¿Has leído alguna vez El principito?

—¿Vas a darme una lección de vida tipo "disfruta el momento", "no cuentes los días, haz que los días cuenten", "si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma"?

—Hay una cita que me gusta mucho y dice así— inspira aire por la nariz y lo suelta unos segundos más tarde, tomándoselo con calma—. Solo se puede ver bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

—¿Y con eso quieres decir...?

—Con eso quiero decir que no importa tu físico, lo verdaderamente importante es tu esencia. No importa si estás cubierta de barro o de pintura, porque sigues viéndote igual de preciosa.

—Sigues siendo el chico que me cubrió de barro— le recuerdo, sonriéndole—. No pienso perdonarte tan fácilmente que me dejaras en evidencia delante de todo el instituto.

Finge mostrarse ofendido, llevándose una mano al pecho.

—Pero si fuiste tú quien se dejó en evidencia estampando el coche contra un árbol.

—Un error lo puede tener cualquiera.

—Gracias a ese error nos conocimos. Las equivocaciones no tienen por qué ser siempre malas. A veces suponen el comienzo de una historia inolvidable.

—Qué mala pata cruzarme contigo— bromeo, arrebatándole una sonrisa—. Alguien deberá haberme echado un mal de ojo. Debo haber sido muy mala en mi otra vida.

—¿Qué te parece como un primer paso hacia una disculpa un balón de oro? — Arthur retira un par de libros de un estante y acoge entre sus manos un balón de rugby dorado. Se acerca a mí y lo deposita sobre mis manos—. Toma, es tuyo.

Le miro ceñuda, sin saber muy bien qué decir.

—¿Es una trampa?

—Esperaba que lo vieras como un gesto desinteresado y altruista.

—Lo has encontrado tú. ¿Por qué quieres que me lo quede?

—Porque he ganado mucho más— se encoge de hombros y me mira profundamente—. Y en cuanto a ti, considera este balón como una disculpa. Es tuyo. Y no es la única cosa que has ganado esta noche.

Se lleva la mano al pecho izquierdo, donde posee una mancha morada. Su gesto provoca que ría ante su indirecta.

—Por favor— curvo mis labios hacia abajo y le miro con ojos brillantes— dime que no vas a decir una cursilería como que te he robado el corazón.

—No esta noche— asegura, indicándome que volvamos al campus. Caminamos por las escaleras, pasándonos el balón el uno al otro, intercambiando alguna que otra mirada de soslayo—. ¿Te volveré a ver mañana?

—Depende. Aún estoy a tiempo de que me caiga un rayo.

—Eres un huracán, puedes vencer. Eres capaz de ocasionar el peor de los desastres y al mismo tiempo de crear cosas maravillosas.

—Los huracanes alejan a las personas.

—Hay quienes quieren quedarse— concluye.

Esa fue la primera vez que le confesé mis sentimientos y, apostaba, a que no iba a ser la última.

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