Capítulo 1


Suena la melodía del despertador, anunciando la llegada de un nuevo día, cargado de experiencias por vivir, sentimientos por descubrir y errores por cometer. En este último aspecto estoy más que servida.

Sí, lo cierto es que mi día a día es como una maldita montaña rusa, todo parece ir bien por la mañana, pero a medida que va transcurriendo el día, las cosas cambian y con ello quiero decir que me precipito de cabeza al vacío, topándome de frente con la realidad. Podría decirse que soy un desastre andante.

Despierto entusiasmada, con unas enormes ganas de comerme el mundo con una sonrisa, y salto de la cama con energía. Camino hacia la peinadora que hay justo enfrente de la cama, improvisando un baile durante el trayecto, basándome en efectuar varios giros y mover mis caderas al son de la música. Una vez alcanzo el mueble, le dedico una mirada al cepillo de color negro que descansa sobre la superficie, junto a un bote de colonia y un estuche de maquillaje.

Recojo el cepillo y lo aproximo a mi boca, simulando tener entre mis manos un micrófono, y comienzo a cantar el estribillo de la canción, meneando la cabeza, facilitándole a los mechones libres de mi pelo castaño acudir a mi rostro.

Alzo una de mis manos, me deshago de la gomilla que recoge mi pelo y la confío en mi muñeca a modo de pulsera, con el fin de darle uso más tarde. Con ayuda del cepillo aliso parte de las ondas de mi pelo y me tomo la libertad de colocar un mechón suelto tras mi oreja, descubriendo unas mejillas sonrosadas.

Estoy ensimismada contemplando mi aspecto en el espejo que adorna la parte superior de la peinadora cuando escucho el claxon de un coche.

Suelto el cepillo sobre la peinadora y esbozo una amplia sonrisa antes de ponerme rumbo hacia la ventana más próxima. Con ayuda de mis manos descorro las cortinas blancas, descubriendo unos impolutos cristales, a través de los que se pueden visualizar el paisaje que se alza al otro lado del vidrio.

En la carretera que se sitúa a unos metros de la entrada de casa descansa un coche negro, cuyo capó centellea con la luz blanca del sol. Un chico de cabello castaño claro deja de ocupar el lugar del conductor para proceder a situarse en la parte delantera del vehículo. Se cruza de brazos y alza su mirada hacia mi ventana con la esperanza de verme.

Al dar conmigo opta por esbozar una sonrisa y hacer un gesto con su mano.

Segundos más tarde hace uso de presencia una chica de cabello pelirrojo que baja del vehículo. Lleva puesta una camiseta de tirantes naranja y unos pantalones vaqueros. Camina un par de pasos hacia el frente y, siguiendo el ejemplo de su amigo, alza la vista y me descubre tras la ventana.

Una amplia sonrisa se apodera de sus labios. Agita su mano a modo de saludo y yo le devuelvo el gesto.

Ella es Tamara, mi mejor amiga. La chica que conocí en el parque, cuando éramos dos mocosas que se dedicaban a ponerse de tierra hasta los ojos. No soy capaz de recordar un Solo día en el que nos hayamos separado. Siempre hemos permanecido unidas, a pesar de nuestras diferentes personalidades. Nos consideramos prácticamente familia. Existe una gran complicidad entre nuestras familias, tal es así que ambas suelen almorzar juntas los domingos.

El otro chico es Dave, mi gran apoyo. Ese alguien especial que te acompaña a cada paso que das, la persona que está dispuesta a ofrecerte un hombro sobre el que llorar, a sacarte una sonrisa cuando estás teniendo un día horrible o a tumbarse a tu lado cuando caes y sientes que no tienes fuerzas para levantarte. Es un pilar fundamental en mi vida. Dave es esa clase de personas que conviene tener cerca, bien por su increíble personalidad, bien por ser miembro del equipo de fútbol americano del instituto. No podemos negar que tanto Tamara como yo contamos con una serie de ventajas cuando queremos conocer a un chico.

Hoy va a ser un gran día, pienso.

Retrocedo un par de pasos para terminar por desembocar en el armario colocado a un lado de la cama. Detengo mi caminar justo enfrente de él y con ayuda de ambas manos lo abro de par en par, dejando a la vista una barra metálica colocada en sentido horizontal, de la que penden varias perchan desnudas. Me valgo de mis dedos para pasar las pocas prendas que hay en el armario, entre las que destacan unos leggins, un pantalón de chándal y una falda vaquera de hace tres años.

Repito una y otra vez para mí la palabra «mierda»

No puedo creer que haya olvidado trasladar la ropa que guardo en casa de mi madre, situada en el otro extremo de la ciudad, a mi segundo lugar de residencia: el hogar que comparto con mi padre.

Mis padres se divorciaron hace unos meses y ambos viven en casas diferentes, rehaciendo sus vidas.

Papá aún no ha conseguido levantar cabeza. Todo parece venirle grande. Cada vez que le veo tengo la sensación de que está deseando buscar la salida de emergencia para escapar de la realidad. Cuesta superar veinticuatro años de casados. Aunque, mi madre no parece tener ese problema. Ella ya ha rehecho su vida. Hace poco descubrí que está iniciando una relación sentimental con un compañero de su trabajo. Cada uno enfrenta la realidad como puede.

Con respecto a mi hermano Luke, él decide enfrentar la separación de nuestros padres encerrándose en su dormitorio a escuchar música a todo volumen o a meterse en líos con chicos mayores. Supongo que intenta huir de la realidad de esa forma. Quizás ese sea el modo que tiene para dejar salir sus sentimientos.

Y en cuanto a mí, no tengo otra cosa que decir que la mítica frase «es hora de pasar página». Creo que lo mejor que podemos hacer todos es cerrar el libro que estamos leyendo y abrir uno nuevo, con la esperanza de experimentar nuevos comienzos y darnos la oportunidad de volver a ser felices.

¡Ojo! Eso no quiere decir que no me duela ver a mis padres separados, porque lo cierto es que duele mucho. Duele saber que lo que creías que era la prueba irrefutable del amor verdadero haya terminado siendo un fracaso amoroso más.

A fin de cuentas, la vida sigue y debemos enfrentarla con nuestra mejor sonrisa.

Cojo a regañadientes la falda vaquera y una blusa de tirantes de color rosa. Camino hacia la cama echando humos, recriminándome por haber sido lo suficientemente idiota como para olvidar la mayor parte de mi ropa en casa de mi madre justo el primer día de instituto.

Todo está saliendo genial. Nótese la ironía.

La blusa logro ponérmela sin problemas, al contrario que la falda, para la cual tengo que ponerme a dar saltitos al mismo tiempo que tiro de los bordes hacia arriba con la esperanza de meter mi trasero en ella. Y casi lo consigo. Casi porque el botón no me cierra.

¿Por qué tienen que pasarme estas cosas exclusivamente a mí? ¿Acaso he sido la viva imagen del demonio en otra vida? ¿El universo está conspirando contra mí? ¿O es esta una prueba más del desastre andante que soy?

Me acuesto boca arriba en la cama y retengo la respiración. Maniobro con las manos para posibilitar la entrada del botón en su correspondiente lugar. Y sorprendentemente lo logro un par de minutos después, cuando el sudor ya baña mi frente y mis mejillas están sonrojadas.

Cualquiera que me viera en estas condiciones pensaría que acabo de venir de correr una maratón. Nadie creería que he estado dos minutos intentando ponerme un botón.

Aferro mis manos al borde de la cama y me incorporo con dificultad, ya que la falda me está tan apretada que me impide caminar con normalidad. Seré durante el resto del día el hazmerreír del instituto, pero supongo que es mejor opción llevar una prenda ajustada a ir en ropa interior.

Camino hacia la salida de la habitación y una vez me incorporo al pasillo, cierro la puerta detrás de mí y me propongo bajar los peldaños de la escalera que se sitúa a escasos metros de mí. Deslizo mis dedos por el pasamanos a medida que voy descendiendo cada peldaño, rezando en silencio por no sufrir ningún tipo de percance durante mi trayecto.

Una vez alcanzo la planta inferior me desvío hacia una estancia situada en el extremo derecho, a la cual se accede a través de un arco. Me adentro en la cocina con decisión e intento mantener la compostura y asegurar que todo está en orden, aunque la realidad es que nada está bien. Aun así, sigo avanzando hacia la mesa situada junto a un ventanal, donde están sentados mi padre y mi hermano, tomando el desayuno.

Tomo asiento en una de las sillas con dificultad y hago ademán de coger una magdalena con pepitas de chocolate de un enorme plato blanco.

—¿Te pasa algo, Mack? —pregunta mi hermano, esbozando una sonrisa—. Estás un poco rara.

—Todo está en orden—miento, llevándome las manos a la parte inferior de la falda y tirando cuidadosamente de ella hacia abajo—. ¿Por qué lo preguntas?

Se encoge de hombros y procede a beber el contenido de una taza azul.

—Te has puesto muy elegante el primer día—añade Bill, mirándome con expresión amable—. ¿Tiene un chico algo que ver?

—¿Un chico? —pregunto confundida. Lo cierto es que aún no ha habido ningún chico y a este paso creo que voy a quedarme para vestir santos—. No tiene nada que ver.

—Papá, Mackenzie aún no ha llegado a dar ese paso—aclara Luke, soltando una risita burlona—. Ella aún está esperando a su príncipe azul.

—Oh, perdóname, Romeo—bromeo con una sonrisa—. ¿Cuántas chicas ha habido en tu vida?

—No pienso avergonzarte.

Le lanzo migajas de la magdalena y él responde tirándome una bola de papel que ha hecho con la servilleta.

—¿Con cuántas chicas has estado tú, si puede saberse? —inquiere saber papá—. ¿Eres algo así como el bombón del instituto?

—¡Papá! —se queja Luke—. No pienso hablar de estos temas.

Luke se incorpora de inmediato, recoge la mochila que descansa en el respaldo de su silla y coloca una de sus asas en su hombro.

—Nos vemos luego.

—Que tengas un buen día. Y no te metas en líos.

El chico eleva su dedo pulgar y se marcha de la cocina, poniéndose rumbo hacia la salida. Una vez me aseguro de estar a solas con papá, decido contarle mi pequeño problemilla con la ropa. Es el momento idóneo. No podía permitirme contárselo delante de Luke, porque le conozco y sé que va a hacer de un grano de arena una montaña.

—Papá...—comienzo a decir, sin saber muy bien que aportar a continuación—. ¿Podrías hacerme un favor?

—Sí, claro.

—Verás, es que he dejado toda mi ropa en casa de mamá y no tengo nada decente que ponerme.

—Y lo más decente que has encontrado en el armario era la falda, ¿no?

Asiento muy a mi pesar.

—¿Solo la falda? ¿Ni un pantalón?

—Era la falda, unos leggins o un pantalón de chándal—confieso encogiéndome de hombros—. La falda era la idea más viable. Aunque tengo que admitir que apenas puedo moverme.

—Entiendo—dice al fin, dándome una alegría—. Hablaré con tu madre y quedaré con ella para recoger tu ropa.

—¡Si! —exclamo haciendo un gesto victorioso con el brazo—. ¿Te he dicho alguna vez que eres el mejor padre del mundo?

—Acabas de hacerlo.

Me pongo de pie, envuelvo su cuello con uno de mis brazos y deposito un beso en su coronilla.

—Tengo que irme al instituto—anuncio, poniéndome rumbo hacia la salida de la cocina, seguida por la mirada de mi progenitor—. Deséame suerte.

—Te deseo toda la suerte del mundo, cariño.

Abandono la estancia y camino a las apresuradas hacia la puerta principal. Antes de salir por ella recojo una mochila que cuelga de uno de los brazos de un perchero y la coloco en mi espalda. Salgo de mi hogar, incorporándome al exterior, siendo bendecida por los rayos cálidos del sol y por la brisa con sabor a final de verano.

Tamara salva la distancia que nos separa con ímpetu y termina por envolverme con sus brazos.

—¡Hoy es el primer día de clases! —exclama entusiasmada—. ¿Te haces una idea de cuántos chicos nuevos vamos a conocer este año?

—Es nuestro último año de instituto—anuncio con la mirada perdida en el coche negro—. Tenemos que ponernos las pilas si queremos tener una historia de amor adolescente.

—Tengo la propuesta idónea para conseguirlo, así que agárrate porque vienen curvas peligrosas—bromea con una espléndida sonrisa y los ojos iluminados—. ¡Vamos a apuntarnos al equipo de animadoras!

—¿El equipo de qué? —pregunto con el ceño fruncido, sin saber cómo reaccionar ante la propuesta de mi mejor amiga—. No creo que sea una buena idea.

—Oh, vamos, Mack—suplica Tamara uniendo ambas manos—. Es nuestra oportunidad para salir del anonimato y entrar en el campo de visión de los chicos.

—Creo que has olvidado un pequeño detalle—añado, haciendo un gesto con mi dedo índice y corazón a modo de acompañar a mis palabras—. En el equipo de fútbol americano está Jaden O'Neill.

Tamara permanece inmóvil, con los labios apretados y la mirada perdida en mi persona.

—Pues ignórale—sugiere encogiéndose de brazos—. Todos sabemos que es un idiota y de los chicos como él hay que pasar olímpicamente.

—Créeme, intento hacerlo desde hace años.

En mi cabeza se manifiesta un recuerdo de mi niñez.

Una niña de unos siete años sale del servicio del colegio sin ser consciente siquiera de que parte de su falda de flores yace oculta en el interior de su trasero, de manera que deja al descubierto su ropa interior estampada de unicornios. El colegio no está al tanto de su percance hasta que aparece el fastidioso de Jaden O'Neill, un chico un poco más alto que la niña, de cabello castaño y enormes ojos marrones, acompañado por un grupo de amigos.

Jaden señala la falda de la chica y se burla de ella. El resto de los niños se dan cuenta del incidente y ríen sin cesar. Es en ese momento cuando la niña se da cuenta de lo que sucede y procede a bajarse la falda. Le dedica una mirada envenenada a Jaden y sale corriendo, con las lágrimas surcando sus mejillas.

—Jaden es el mayor capullo que he conocido jamás—interviene Dave, situándose a nuestra vera—. Para él Solo existe el fútbol americano, su reputación y su pelo. En serio, tiene una gran obsesión con su pelo. Se pasa la mano por él cada dos por tres.

Tamara suelta una risita.

—Se cree el centro del mundo—acierta a decir—. Está ganándose a pulso el premio al mayor idiota del año.

—Sí, y probablemente también consiga hacer un anuncio publicitario acerca de un nuevo champú—bromea Dave, sacándome una sonrisa—. Mira, Mack, sé que Jaden es un completo idiota, pero también hay otra cosa que sé y es que te gusta bailar. No te prives de hacer aquello que te gusta por alguien que no es capaz de ver más allá de sus narices.

—Tienes razón—coincido, depositando mi mano en su hombro—. Este va a ser mi año. No pienso permitir que un idiota como Jaden me lo arruine por nada de este mundo.

—¡Por un año inolvidable y cargado de nuevas experiencias! —exclama Tamara.

La chica pelirroja me envuelve con uno de sus brazos, mientras que con el otro rodea el cuello del chico de nuestra vera, quien se aproxima más a nosotras. Nos fundimos en un abrazo grupal, disfrutando ese momento como el que más, apoyándonos los unos a los otros en esta nueva etapa.

—¡Y por los errores que aún quedan por cometer! —continúo.

—¡Y porque lleguemos a tiempo al instituto! —anuncia Dave, mirando el reloj de su muñeca, el cual marca las ocho de la mañana.

—¡Madre mía! —exclamo con un notable nerviosismo—. ¡Vamos a llegar tarde y nos van a castigar! ¡Tenemos que llegar a tiempo!

Dave se sitúa al volante, Tamara le hace compañía a su vera, y yo opto por situarme en los asientos traseros. Inclino mi cuerpo hacia delante y aferro mis manos a los apoyacabezas de mis amigos. Dave pone en funcionamiento el motor del vehículo y se incorpora a la carretera con moderación. Tamara opta por pintarse los labios de un tono rosado, mirándose en un pequeño espejito. Y yo, bueno, me limito a ponerme en plan exigente.

—Vamos bien de tiempo, Mack—confirma Dave—. El instituto está cerca. No tienes de qué preocuparte.

—¿Qué no tengo de qué preocuparme? —pregunto elevando el tono de voz—. Hoy es el primer día de clase y para colmo voy vestida con una falda de hace tres años que apenas me permite moverme. Y por si fuese poco, voy a tener que vérmelas con Jaden.

—¿Por qué te has puesto una falda que no te queda bien? —cuestiona Tamara.

—Porque la mayoría de mi ropa está en casa de mi madre, en la otra punta de la ciudad y no puedo permitirme ir hasta allí a recogerla. Así que he cogido lo primero que he visto en el armario.

—Bueno, un mal día lo tiene cualquiera—admite Dave.

—Llevo esperando un buen día desde que estaba en primaria y, ¿sabes qué he conseguido? Una mier....— En este instante se escucha el claxon de un coche que logra enmascarar la palabra que acabo de soltar.

Dave aparca el vehículo en batería y procede a bajarse de él. Tamara le sigue, no sin antes arreglar con las manos su cabello anaranjado y colocar adecuadamente su camiseta. Suelto un suspiro antes de incorporarme al exterior.

Me sitúo a la vera de mis amigos y comienzo a caminar en dirección a la entrada al instituto, permitiéndoles a mis ojos apreciar las vistas que se alzan ante mí. En los aparcamientos hay una zona asignada para los coches, mientras que en el extremo opuesto se alzan filas de motocicletas de tonos diversos. En una de estas última localizo a Jaden O'Neill, quitándose el casco, dejando al descubierto su cabello castaño.

Su mirada se desvía hacia automáticamente hacia mi persona y una sonrisa traviesa asoma en sus labios. Hago caso omiso a sus miramientos y continúo avanzando.

Ante nosotros se alza un edificio de ladrillos, adornado con una gran cantidad de ventanas, rodeado de naturaleza. En una de las fachadas atisbo un cartel con el símbolo del instituto en rojo, formado por las letras S y P fusionadas, dando como resultado el nombre del centro: South Portland.

Continuamos avanzando, mirando a nuestro alrededor, fascinados. Hay chicos vestidos con la camiseta del equipo de fútbol americano, chicas con los uniformes de animadora y un grupo de personas que visten de maneras diversas, yendo desde emos hasta los llamados frikis.

Nos adentramos por una puerta blanca que hay bajo una zona techada y desembocamos en un corredor de suelo blanco y paredes que adoptan un tono rojo. A pocos metros de nuestra posición de alza una escalera que conduce hacia la planta superior, donde se sitúan varias aulas. Algunos estudiantes ascienden por ella, mientras que otros se desvían por los pasillos.

—Tengo que irme a entrenar—anuncia Dave, señalando con su dedo pulgar sus espaldas—. El entrenador quiere asegurarse de que este año tengamos posibilidades de ganar la copa.

—Suerte—alcanzo a decir con una sonrisa—. Y que no te den mucha caña.

—Ah, y si puedes hablarles a algunos de esos chicos sobre nosotras, mejor que mejor.

Dave frunce el ceño ante el comentario de Tamara, pero no le rechaza, simplemente se limita a asentir un par de veces. Luego se marcha, dejándonos a la pelirroja y a mí a los pies de la escalera.

—¿Qué tenemos a primera hora? —pregunto.

—Matemáticas con Harding.

—Pégame un tiro, por favor—suplico, uniendo mis manos y haciendo un gesto con los labios—. Casi prefiero practicar la coreografía de las animadoras.

—Todo a su tiempo, pequeño saltamontes.

Tamara se aferra a mi antebrazo y tira de mí hacia la cima de la escalera. Resoplo, pero no hago nada por liberarme, simplemente me dejo guiar, como si la chica de mi derecha fuera mis ojos. Una vez alcanzamos la segunda planta nos desviamos por el pasillo de la izquierda y continuamos todo recto hasta desembocar en un aula que mantiene la puerta abierta. Tamara se adentra en ella, aun sujetándome del brazo y me conduce hacia una mesa de dos. Tomamos asiento en nuestros respectivos sitios y procedemos a sacar una hoja para tomar apuntes.

—Buenos días, estudiantes—saluda el profesor Harding, mirándonos con entusiasmo—. ¿Qué manera mejor de empezar las clases que con las matemáticas? —bromea, ocasionando que la multitud sonría—. Esperemos que el verano no haya arrasado con los conocimientos que teníais. Para comprobar cuánto aprendisteis en el curso pasado vamos a hacer unos sencillos ejercicios de álgebra.

—¿Álgebra? —digo en voz alta, sin recordar haber oído esa palabra.

—Sí, álgebra, señorita Evans.

Me sonrojo de inmediato al oír mi nombre salir de la boca del profesor.

Tierra, trágame.

Me deslizo en sentido descendente, en un intento de pasar desapercibida. Tanto he descendido que temo que desaparecer tras la mesa.

—Salga a hacer el siguiente ejercicio de álgebra, señorita Evans.

—¿Qué? —digo elevando el tono de voz.

Me incorporo lo más rápido que puedo y cuando lo hago me percato de que la falda que llevo puesta acaba de desgarrase por un lateral, de manera que deja al descubierto gran parte de mi muslo.

No. Por favor. Esto no puede estar pasándome a mí.

Llevo ambas manos a la abertura que acaba de aparecer en la falda y la cubro con mis manos.

Tamara me mira con cierta inquietud.

—Mack, el profesor te ha pedido que salgas a hacer el ejercicio— susurra.

—Hay un pequeño problemilla. —Aparto la mano y dejo a la vista el desgarre de mi falda. Tamara se lleva ambas manos a la boca para reprimir un grito y procede a ponerse en pie—. ¿Qué haces?

—Profesor, yo resolveré el ejercicio.

—Le he pedido a Mackenzie que salga a hacerlo. Pero ya que siente tanto entusiasmo hacia las matemáticas, le invito a hacer el apartado siguiente. Por favor, salgan a la pizarra.

Me pongo en pie, cubriéndome con la mano la parte rasgada de la falda y camino con dificultad, aparando la atención de todos los estudiantes, quienes se preguntan qué me pasa. Tamara alcanza la pizarra, se hace con una tiza y la parte en dos. Me tiende la otra mitad y yo la acepto con gusto.

Ladeo mi cuerpo hacia el enorme rectángulo verde que hay delante de mí, asegurándome de que la parte desgarrada de mi falda da hacia la pared. Centro mi atención en los números de la pizarra e intento descifrar qué demonios tengo que hacer.

Tamara resuelve el problema sin ningún tipo de dificultad, pero aun así simula seguir resolviéndolo para echarme una mano.

—Despeja la x.

Asiento una sola vez y hago lo que me pide.

—Multiplica los números opuestos y el resultado lo divides.

Puede sentir como la falda se me desgarra un poco más. Rápidamente cubro con ambas manos la parte de la prenda inferior rasgada y procedo a retroceder, mirando con cierto nerviosismo a la chica pelirroja, quien aprovecha la distracción del profesor con unos exámenes para finalizar por mí el problema. Le dedico una sonrisa a cambio y continúo avanzando hacia la salida, haciéndome durante mi trayecto con una grapadora que encuentro sobre un estante.

—Profesor, ¿puedo ir al servicio? No me encuentro muy bien.

—Las matemáticas, a veces, pueden dar verdaderos dolores de cabeza, ¿eh?

Río forzadamente en un intento de contentar el profesor y él asiente ante mi petición.

Abandono la clase a las apuradas y me incorporo al corredor solitario, avanzando con dificultad por él, asegurándome de mantener la falda a la altura de mi cintura, cubriendo la parte rasgada con una de mis manos. Emprendo una pequeña carrera hacia el final de pasillo con la esperanza de estar lejos de posibles miradas curiosas.

Finalmente doy con una puerta que conduce hacia un servicio y me adentro por ella sin ningún pudor, ignorando por completo el letrero de la pared. Camino hacia los lavabos sobre los que descansan espejos, y una vez me aseguro de que no hay nadie en las proximidades, procedo a dejar a la vista el desgarre de mi falda.

Estoy hecha un completo desastre, uno de los buenos. No puedo creer que me esté pasando esto a mí hoy precisamente. ¿Cómo es posible que tenga esa facilidad para estropear el que podría ser un gran día? No tengo caso. A ver, a quién demonios se le ocurre ponerse una falda de hace tres años, cuando hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que se desgarre antes de que acabe el día. Pues a mí. Eso Solo puede ocurrírseme a mí.

Uno los trozos de tela separados y con ayuda de la grapadora voy uniéndolos nuevamente. Al menos, ya no parezco un pato mareado andando. Lo peor que puedo ocurrir es que el director decida que es mejor expulsarme por mi inadecuada vestimenta. Y dadas las posibilidades que tengo de estropearlo todo, creo que tengo todas las papeletas para irme un tiempecito a casa.

Recojo la grapadora y abandono nuevamente el servicio, dándole la espalda al corredor que tengo justo detrás, centrando toda mi atención en cerrar la puerta con sigilo.

Suspiro, aliviada y me giro, satisfecha conmigo misma.

Y nuevamente vuelve a manifestarse mi mala suerte, aunque esta vez no se presenta como un desgarre en la falda, sino como la persona más fastidiosa de todo el instituto. Jaden me escruta con sus enormes ojos marrones, esbozando una sonrisa burlona que logra ponerme de los nervios. El chico desvía su atención hacia la grapadora de mi mano y de ahí a la parte de mi falda que con anterioridad estaba desgarrada.

Aprieto los labios y alzo la cabeza con dignidad.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top