A Z U L {Parte 2}
Satoru se sobresalta cuando la puerta del cuarto se cierra a sus espaldas. Lo surreal de la situación lo tiene con el corazón desbocado y lo ha convertido en un conejito medroso. Necesita que alguien lo pellizque para asegurarse de que el Suguru que tiene enfrente, quitándose el suéter, es real.
Su mejor amigo se toma la prenda por los bordes y levanta los brazos, descubriendo una espalda de piel impoluta. Con un movimiento desgairado, la deja caer al suelo. O eso intuye Gojo. En realidad no sabe adónde fue a parar el suéter, se ha quedado patidifuso recorriendo con la mirada el surco de su columna, contorneado por músculos hercúleos.
—¿Satoru?
La voz etérea de Suguru le hace desplazar la atención a su rostro.
—Ah... Uhm... ¿q-qué haces? —balbucea como un gilipollas. Suguru levanta una ceja.
—Pues... me quito el suéter.
—Ya. —Gojo carraspea, cohibido. Nunca había estado tan fuera de sí como ahora—. ¿Y por qué?
Geto se muerde el labio, abortando lo que aspiraba a ser una sonrisita socarrona.
—Está mojado —le recuerda.
—Oh...
Gojo se rasca la nuca. No sabe dónde demonios posar los ojos, y tampoco le ayuda que por inercia y costumbre se arrastren hacia el culo de Suguru. Con el torso idílico al descubierto y los pantalones baggy, la tiene difícil para alejar de su campo de visión la curva prominente de sus nalgas.
—Satoru... ¿se te ha olvidado algo? —La voz de angelito disuena con la perversa diversión patente en su rostro. Genera turbulencias en el corazón de Gojo. Y en su entrepierna. Traga saliva y recita internamente el himno de Japón—. ¿Qué haces aquí?
¿Qué hace aquí? Buena pregunta. Se aclara la garganta nuevamente antes de improvisar:
—Quería asegurarme de que llegaras a salvo a tu cuarto.
—Oh... —Suguru asiente en un fingido gesto comprensivo—. ¿Y por qué estaría en peligro aquí? Solo un hechicero de clase especial podría atravesar las barreras.
—Bueno... Podrías... haberte caído.
Las resistencias de Suguru finalmente claudican y estalla en risas. Satoru hace una mueca.
—Claro, podría caerme en cualquier momento...
—Suguru, estás burlándote de mí —sentencia con reproche.
Cuando las carcajadas menguan, Suguru las remata con un suspiro y se queda en silencio. Le mira fijamente... y se deja caer.
Los ojos de Gojo se desorbitan, pero su reacción es inmediata. Instintiva. Ni el pisco en su sangre es suficiente para aletargarlo. Ataja a Suguru en un lapso suprahumano, haciéndole honor a su título —uno de los tantos— de el hechicero más rápido. Lamentablemente, su equilibrio aún está sufriendo las consecuencias de ese maldito vaso que se zampó. Y Suguru no es exactamente liviano. Por ecuación, la gravedad les gana otra jugada.
Gojo lo sujeta de tal manera que alcanza a girarlos para llevarse la peor parte del golpe. Por tercera vez en pocos días, y segunda en una misma noche, acaban haciendo de alfombra.
—¿En qué estabas pensando? —espeta con el ceño fruncido. Aún mantiene apresado a Suguru, por si se le ocurre pararse solo para ir a tirarse por la ventana—. No tienes que llegar tan lejos para molestarme, podrías haberte...
Suguru se acomoda sobre él. Apoya el antebrazo a un lado de su cabeza para sostenerse y vuelve a mirarlo de esa manera depredadora, tal y como lo hizo en el patio. El moño, enmarañado por tantas sacudidas, termina por desarmarse. Hebras de tinta negra caen alrededor de su rostro.
—Satoru... ¿por qué estás aquí?
A Gojo se le eriza la piel. Las aguamarinas se estrechan cuando el calor que se venía gestando en su entrepierna estalla como una supernova, propagándose hasta la punta de sus dedos. Su mano gravita hacia la mejilla de Suguru y dibuja un camino descendente hacia su barbilla para acabar delineando la prominente clavícula. Suave. Suguru es suave como las plumas, como la textura que tendría el amor si se condesara en materia. Sus yemas calientes hacen una pequeña pausa en un punto de su hombro antes de reanudar la travesía por el brazo, levemente flexionado a su lado.
Jamás lo había tocado de esa manera. Se siente como un vándalo mancillando una pieza del Louvre.
—No hay realmente un motivo —susurra—. Solo quise seguirte, y tú viniste hasta aquí.
Suguru ladea la sonrisa.
—Escurridizo. ¿Tengo que sacarte la verdad a la fuerza?
—Tengo la verdad en la punta de la lengua. La probarás si te acercas un poco.
Suguru acepta las reglas del juego y saca la lengua. Se inclina. Gojo se estremece cuando le lame retozón el labio inferior y siente un tirón en su sexo. ¿Cómo podría ser capaz de mantener el decoro si lo provoca así? Movido por la sed que la lujuria le provoca, lleva sus manos hacia el culo de su mejor amigo y lo aprieta con ansia, atrayéndolo a su vez contra sí. La dulce presión lo hace gemir y Suguru aprovecha la ocasión para meterse en su boca. Sin el factor sorpresa y el anhelo replicado en su opuesto, Gojo entra al campo de batalla, que ahora se ha equiparado. Invita y atrapa a Suguru como si le tendiera una trampa dentro de su dominio. Quiere darle un golpe letal para que se sienta desfallecer de placer. Tiene la confianza de lograrlo después de que en una de sus fricciones Suguru le devuelve el gemido entre besos, el sonido más alucinante, extasiante que ha oído en su puta vida. Le eleva la estamina al máximo y su sangre circula con vigor.
—Ah, gatito... —sisea cuando, tras dos amagues de beso, Suguru se le escapa y baja hacia su cuello—. Te gusta jugar sucio.
Suguru lo acaricia con los labios, muerde y luego lame buscando redención con una sonrisa ladina. Demonio tentador, no tiene perdón de Dios. Gojo hinca los dedos en sus nalgas como castigo y eleva la cadera, reuniendo los sexos apresados por los pantalones. Están empezando a hastiarlo. Aborrece todo lo que lo separe de Suguru, incluso si es un par de jodidas telas. Hambriento de contacto piel a piel, sus palmas se deslizan por la cintura estrecha; codiciosas trepan por las colinas de músculo y retornan en forma de garras dejando marcas. Sus marcas.
Suguru lo besa sobre la nuez de Adán, sobre la barbilla y la comisura de su boca; Satoru busca los labios traviesos con los suyos, queriendo devorarlos, pero su gatito le esquiva y lleva su paciencia y libido al límite. Rueda sobre su espalda y empuja a Suguru al suelo, encarcelándolo bajo su cuerpo. Le baja el pantalón de un solo tirón y hace lo mismo con el suyo.
El brillo rijoso de las aguamarinas se luce en la oscuridad del cuarto. Las gafas que las ocultaban yacen en algún lugar del suelo, olvidadas luego de salir despedidas en la caída.
Y mientras los ojos de Satoru irradian luz, los de Suguru la absorben. Dos luceros frente a dos agujeros negros. Son antítesis y complemento, realzan la existencia de su contrario porque son diferentes, y la refuerzan porque son la pieza del rompecabezas que al otro le falta.
—Satoru... Si cruzas el límite, ya no habrá vuelta atrás —conmina Suguru. Gojo no tiene que meditar su respuesta.
—Creí que ya lo habíamos cruzado.
—Aún puede ser una noche de deslices de ebrios.
—¿Deslices? ¿Del estilo "solo fue un beso"? —Gojo suelta una risotada seca—. ¿Crees que recordaré este momento como un revolcón casual con un compañero?
—No es que sea el primero ni el último.
Gojo se siente dolido por el concepto que Suguru parece tener de él. Creyó que era el único que podía ver a través de su máscara de tipo pueril y superficial, pero sigue vulgarizando sus sentimientos. ¿Realmente lo tiene en tan baja estima, o está interponiendo una barrera entre ambos inconscientemente? ¿Displicencia o miedo?
—Por supuesto que no será el último contigo. Pienso repetir la experiencia hasta que te quede claro que atravesaré todos los límites para llegar a ti.
Satoru se siente en las nubes, alto y orgulloso, cuando ve reaparecer ese divino arrebol en sus mejillas.
—¿Eras así de poético? —bromea Suguru. Su sonrisa mesurada da en el blanco, directo en su corazón.
—Bueno... tengo una hermosa musa.
—Puedo notar que tu pene está de acuerdo.
Gojo inclina la cabeza para mirar hacia lo que pende rígido entre sus cuerpos.
—Hehe. Yo puedo ver que al tuyo le agradan mis alabanzas. Mira, se ha sonrojado como tú.
Suguru toma su mentón y lo levanta. Cuando sus ojos regresan al rostro de su amigo, advierte que el rubor se le ha expandido hasta las orejas.
—Deja de mirar.
—Sí... dejemos las sutilezas para después. —En una rápida maniobra, envuelve ambos sexos con su palma. Suguru se remueve, sus ojos perfilados se eclipsan por el deseo.
—¿Te gusta que te toque, gatito? —Balancea su mano, obteniendo su respuesta en un gemido ronco que vale más que mil palabras.
Gojo descansa la cabeza en su hombro y se deja llevar por el gozo y la magnífica sensación de ser correspondido. Que Suguru le desee de la misma forma y se entregue a él en cuerpo y alma es su mayor utopía, por eso aún no cae del todo. No hay partes de Suguru que no se afane por tocar y volverlas suyas, y mientras más toca, más increíble se le hace lo jodidamente bien que se siente. Siempre se burló de los noveleros que creen en las almas gemelas. Ahora siente que ellos lo son. ¿Cómo podría explicar sino un acople tan perfecto?
La vida lo trató diferente desde el principio, le puso la soledad como precio por un poder inconmensurable que jamás pidió. Quizás Suguru fue un obsequio, un pedido de disculpas de parte de su destino para remendar lo duro que fue, es y será con él.
Unas yemas indulgentes le acarician la nuca, allí donde su cabello nace.
—Satoru... te estás desconcentrando.
El susurro de su amigo lo espabila. Advierte que su mano ha dejado de bombear en algún momento de su embeleso, pero pronto percibe otro tacto sumándose a la labor. Suguru los rodea y comienza a mover y guiar su mano, marcando un ritmo más rápido y más firme. Lo descontrola con demasiada facilidad. No han pasado ni diez segundos y ya se está mordiendo el labio con fuerza para que el dolor le retrase el orgasmo.
Cediéndole a Suguru el mando central, se entretiene con el resto de su cuerpo. Mientras se sostiene sobre su antebrazo, su mano opuesta serpentea ávida por el abdomen desnudo hasta que, poco más arriba, finalmente halla lo que fue a buscar.
Captura el pezón entre sus dedos y pellizca. La reacción de Suguru es invaluable. Se incorpora para admirar desde un mejor ángulo todas las formas en las que su fisionomía deja constancia del placer. Suguru jadea, cierra los ojos y eleva la barbilla. El vello fino de sus brazos se eriza, la musculatura se contrae y hace que las venas descollen. Por todos los cielos. Quiere lamerlo, saborearlo y darse un buen festín, pero antes de que pueda llevarlo a cabo y convertir a su primer amigo en su primer vicio, un roce en su glande lo desarma.
—Ah...
—Satoru...
Gojo tiene que dedicar toda su fuerza para no derrumbarse por todas las olas electrizantes que lo bombardean. Empuja las caderas y se lude contra el miembro de Suguru, persigue la sensación abrasante porque quiere ahogarse en ella y ahogar todos los malditos límites que Suguru cree que existen entre ellos. Su vientre se contrae en vistas de lo inevitable, su compañero gime y lo aprieta contra sí con un brazo fuerte sobre su espalda baja.
—Satoru, Satoru... Te sientes tan bien...
La dulce voz de Suguru es un afrodisíaco devastante. Gojo hinca sus uñas en su hombro mientras el clímax se apodera de su cuerpo y mente. Su corrida los empapa, profusa como los destellos que desbordan su visión.
—¡Ah, mierda, sí!
—Ngh... —Suguru da un remezón bajo su cuerpo cuando su propio orgasmo lo acompaña. Lo abraza como si nunca lo fuese a dejar ir. Ojalá nunca lo deje ir.
Sintiéndose en su máxima plenitud, Gojo se arroja sobre el pecho fibroso de Suguru para descansar hasta que su corazón se calme. Ah, tan cómodo y calentito... y huele místico, como las hierbas que queman en su clan durante los rituales. Frota su mejilla contra uno de los pectorales en un afán de pegarse su aroma e impregnarlo del suyo, casi ronroneando de gusto.
—¿Quién parece un gatito ahora? —grazna Suguru, haciendo eco a sus pensamientos. Como siempre. Su mano se cuela bajo su uniforme y traza un camino por la longitud de su espina dorsal, estremeciéndolo.
A Gojo le encanta que lo mimen, pero que lo haga Suguru es simplemente inefable. Tres minutos después, el popurrí de confusión, placer, alcohol y descarga lo dejan frito, aún encima de su mejor amigo, con los pantalones bajos y la polla afuera.
A Suguru comienza a escocerle la cabeza por tenerla demasiado tiempo apoyada en la dureza del suelo, pero tener a Satoru durmiendo como un bebé en sus brazos es... Suspira. Al menos podrían haberse ido a la cama.
Mira el techo y sigue acariciando la espalda de Satoru mientras se pierde en sus pensamientos.
¿Y ahora qué? ¿Deberían... hablar? ¿Satoru recordará lo que sucedió cuando despierte? Después de todo, es verdad que está ebrio. Él está un poco ebrio, pero en ningún momento le falló la consciencia. Comprende lo que han hecho y que su relación puede cambiar de aquí en más, para bien, o para mal. Además, no es un hombre que se deje corroer por la culpa y el arrepentimiento. Es más de convicciones que de dudas. Pero, ¿qué hay de Satoru?
En cuanto se plantea dicha pregunta, su boca se curva en una sonrisa. Las posibilidades de que Satoru Gojo sienta algún tipo de remordimiento están por debajo del 0. No cree que su amistad se tambalee por una noche, se necesita mucho más que una transgresión carnal para barrer una relación tan recia. Pero si tiene la certeza de algo, es que esa noche le dio a Satoru el poder de destruirlo: abrió las puertas de su alma y le dejó entrar tan profundo que ya no se lo podrá quitar ni aunque le arranquen los sesos. Satoru está presente en cada célula de su cuerpo.
Satoru Gojo se despierta con resaca, pero es la mejor resaca que ha tenido jamás. Se siente en la gloria, rodeado del aroma de Suguru, en la cama de Suguru, en el cuarto de Suguru, con Suguru al lado. Extiende la mano para tocarlo, hallando sábanas tibias y... nada más.
Se levanta sobresaltado por el miedo de que Suguru le haya abandonado después de la más espectacular noche de pasión de su vida.
—¡Sugu...! ¡Agh! —Una punzada le espeta la cabeza.
—Buenos días, Satoru.
Gojo aparta su mano de su latiente entrecejo y encuentra a Suguru mirándole risueño por sobre su hombro mientras prepara café. Su mandíbula cae laxa.
—Buenos... días —dice, falto de aire. ¿Qué hizo para recibir esta bendición?
—Hay aspirina en el buró. —Suguru vuelve a lo suyo.
Gojo tiene una mejor idea para sentirse mejor. Se despereza e incorpora adormilado, percatándose de que ya no lleva su uniforme, sino una camiseta blanca y un pantalón holgado de Suguru. Está tan conmovido que podría ponerse a llorar. Camina hacia él y lo abraza por detrás, descansando su mentón sobre el hombro tonificado. El aroma a café, el rayo de sol matutino que se derrama sobre ellos, la ropa prestada a juego... hasta cada mínimo detalle, como la nata que Suguru le agrega a su café porque sabe que le encanta, hacen que Gojo se sienta en un shojo.
—Suguru, eres el mejor novio del universo.
Suguru, que había optado por probar su café negro justo en ese momento, se atraganta. Tose hasta que le lagrimean los ojos y Gojo intenta socorrerlo con unos golpecitos en la espalda. Solo después de algunos carraspeos y otro trago de café consigue recomponerse.
—Satoru, ¿cómo puedes decir esas cosas con tanta naturalidad?
—¿Por qué te escandalizas? ¿No eras tú el que anoche gritaba con naturalidad ¡ah, Satoru, te sientes tan bie...!?
La mano de Suguru tapona su boca.
—¿Quieres morir? —le ofrece.
Gojo adora malditamente mucho cuando le sonríe con la vena marcada, como ahora. Saca la lengua y lame la palma, que Suguru rápidamente aparta con una mueca.
Satoru arquea las cejas.
—Vale, hazte el remilgado ahora. Después gritarás cuando chupe tu... Mmph...
Suguru le mete una tostada en la boca, coartando sus guarradas por segunda vez. Gojo ríe mientras mastica.
—Tenemos una misión —le informa de repente.
Escupe la tostada.
—¡No jodas! ¡Es sábado! ¡Es mi primer sábado con mi novio! —Lo oprime en un abrazo enfurruñado.
Suguru no sabe si reír o llorar.
—¿Cuándo hemos tenido días libres? Eso es solo un privilegio de los débiles.
Gojo hace girar sus ojos con fiasco, aunque termina aceptando su mala suerte solo porque Suguru estará con él.
—Será una cita aplastando maldiciones. Ni modo.
Suguru le arrima su café con nata y el pronóstico de su día se ilumina con sol y arcoiris. Apoya el culo en la encimera, a su lado, y le da un sorbo
—Ve a ducharte. El profesor nos espera en quince minutos.
—¿Para qué ducharme si voy a ensuciarme otra vez?
—Satoru...
Gojo sonríe con picardía.
—¿Nos bañamos juntos?
—Ya me bañé.
—¡Suguru! —chilla con la voz quejosa.
Geto ya está acostumbrado a los numeritos que monta Gojo y por supuesto, sabe cómo manejarlos. Aunque ahora piensa en probar un novedoso método para hacerlo.
—Oye, Satoru.
—¡Tienes el corazón helado! —Se acurruca de manera dramática—. ¡Me congelo de solo mira...!
Suguru lo besa. Todos sus reclamos quedan retenidos entre sus labios y se disuelven en su brumosa cabeza de enamorado. Le encantan los besos de Suguru. Son una de las pocas bendiciones entre tantas maldiciones.
Los labios se superponen, danzan entre los ajenos, huyen y persiguen en un juego suave, pero que genera chispas como las armas cuando chocan. Satoru deja el café a un lado para desocupar las manos, que vuelan hacia las nalgas de su amigo. Aprietan con codicia y empujan para que sus caderas se ludan. Cuando Gojo se siente lo suficientemente caliente como para tocar oro y fundirlo, sube Suguru a la encimera, acomodándole las piernas alrededor de su cadera. Le besa el cuello en tanto una de sus manos se sumerge bajo la camiseta.
—Gatito... eres mi maldita droga. —Muerde en el recodo del cuello, Suguru se muerde el labio—. Sabes... no tengo miedo de morir... Lo que me asusta es que seas tú el que acabe matándome.
—No tienes que fingir humildad conmigo —musita Suguru—. No tengo la fuerza, ni la habilidad, ni la valentía para destruirte.
—Lo que necesito oír es que no tengas las ganas —bromea, soltándole el moño para sumergir la mano en su cabello. Notas de agradable aroma a champú lo asaltan.
—No tendrás suerte con eso. No imaginas la cantidad de veces que he querido asesinarte.
Gojo sonríe a medias. ¿Acaso Suguru no es consciente del poder que tiene sobre él? Si lo quiere ver muerto, lo único que tendría que hacer es decirlo. Empuña los mechones nigérrimos y jala hacia atrás para tener mayor acceso a la garganta de Suguru, donde pasa su lengua hasta el ápice de la afilada barbilla.
—Satoru, si sigues chupándome, tendré que bañarme de nuevo.
—Exacto...
La risita delicada que suelta Suguru pronto se deforma en un gemido quebradizo cuando le pellizca un pezón. El sonidito es hipnotizante como el canto de una sirena y repercute directamente entre las piernas de Gojo.
A Suguru le encanta invocar a su bestia. Ahora le pica la urgencia de callar esa boca maliciosa con ella. Quiere hacerlo responsable por todo el caos que provoca, convertirse en su verdugo y deleitarse mientras cumple su castigo. Le cosquillea el estómago con solo imaginar esos labios aterciopelado estirándose alrededor de su polla.
Ataca aquella boca con la que fantasea para ensalzar sus ensoñaciones. Es un beso violento que ruge potestad y que Suguru devuelve con idéntico ímpetu. Incluso uno de los dos ha comenzado a sangrar, Gojo lo advierte por el sabor metálico que se mezcla con el del café y el típico dulzor de su mejor amigo. Gruñendo y con el deseo pulsando en su pene, alza a Suguru y lo lleva a la cama.
—A la mierda la misión —dice entre beso y beso.
—Sí, a la mierda.
Arroja a su compañero sobre el colchón y se cierne sobre su cuerpo apetitoso.
Y tocan la puerta.
—Oye, Geto... ¿Estás despierto?
Gojo jura por lo bajo, muriendo de exasperación. Es Shoko, otra vez. Quiere a su amiga, en serio, pero alimentaría a las maldiciones del Aokigahara con ella en este momento. Se siente comprendido cuando Suguru se lleva la mano a la frente.
—Estoy en eso —contesta, alzando la voz áspera.
—¿Sabes dónde diablos está Gojo? Yaga-sensei dice que no contesta el teléfono. Fui a buscarlo a su cuarto, pero no abrió. Creo que nunca regresó desde que se fue anoche de la fiesta... ebrio. Temo que haya hecho algo estúpido.
En tanto los labios de Suguru se aprietan en una línea recta, los de Satoru se estiran en una sonrisa zorruna. Y mientras Suguru se inventa un cuento, Satoru idea una maldad, que pone en práctica justo cuando Suguru abre la boca para soltar su artimaña.
—Satoru tenía que... ¡Ah!
—¿Geto?
Suguru no consiguió taparse la boca a tiempo. Le lanza una mirada homicida a Satoru, que le sonríe con los ojos, pues tiene la boca llena... con su polla.
Suguru no entiende en qué momento llegó allí.
—Es... una cu... cucaracha... —improvisa.
Su voz se va desarmando a medida que Gojo hace estragos con su autocontrol. Su lengua ondea y raspa mientras lo traga con osadía a pesar de ser un novato. De hecho, es jodidamente bueno para serlo. Sabe dónde tocar y cuándo aumentar el ritmo, acomodándose a sus necesidades como cuando pelean juntos.
—¿Eh? —chilla Shoko del otro lado—. ¿Comes demonios, pero te asustan las cucarachas?
Suguru esboza una sonrisa torcida, Satoru lo imitaría si no tuviera los labios agrietados a su alrededor.
Ahora mismo, el que está siendo comido por un demonio es él.
Empuña las sábanas cuando Satoru se empuja hacia adelante y lo lleva profundo. Siente su glande chocando contra la pared de su garganta y suelta un jadeo mesurado.
—Oyeeee... ¿Qué diablos estás haciendo? —Shoko hace una pausa reflexiva—. ¿Por casualidad esa cucaracha es albina?
Geto soltaría una carcajada si no tuviera una retahíla de gemidos en espera. Teme que se le escapen en alguna de las idas y vueltas de los labios de su mejor amigo, que lo recorren desde el ápice hasta cerca de la base.
—¿De verdad quieres saberlo? —inquiere. Suena como si algo le estuviera arrebatando el oxígeno y la hechicera empalidece.
—No quiero más traumas, gracias. Yaga-sensei irá a buscar a Gojo si sigue sin contestar. Sus palabras fueron algo como "tiraré la puerta y lo arrastraré de sus cabellos de princesita".
Gojo se frustra, no por la amenaza del profesor, ni por el supuesto halago, sino porque no es capaz de tragarse toda la polla de su mejor amigo y la dificultad está empezando a dañar su orgullo. Empecinado en complacerlo, abre bien la boca y cubre sus dientes con su lengua. Resiste incluso cuando los ojos le lagrimean y la garganta le escuece. Consigue ganarse un maravilloso gemido de parte de Suguru, aun si todavía no logra enfundarlo por completo.
—Vale, yo... —se esfuerza por contestar Suguru—. Dile a Yaga-sensei... Ah... —Se retuerce cuando Satoru le envuelve la punta con sus labios—. Joder, dile que no nos toque los cojones.
—Claro, es que ya tienen a alguien que se los toque. Maldita sea. Me deben una.
Suguru jadea. Satoru lo tiene al borde de la locura, hace que su cabeza vuele sin rumbo y a su vez lo atrae hacia sí como si fuera su centro de gravedad. Apenas puede retener el orgasmo cuando lo mira tragándose su polla con tanta dedicación. Suspira al ver las aguamarinas enlagunadas y arquea la espalda ante el calor húmedo de su boca.
—Satoru... Ah... Me gusta...
Gojo le devuelve un gemido ahogado. La voz de Suguru siempre le genera cosas, pero ahora se suma al contacto físico y al gozo que transforma su cuerpo en una pintura erótica. Es un cóctel que lo embriaga en la primera probada, y él puede ser el más fuerte contra los demonios, pero es el más débil contra los vicios. Quiere más y más, quiere comerse a Suguru por completo y aun si lo logra, todavía se sentiría hambriento de él.
Atiende su propia erección con su derecha en tanto aprieta la cadera de su compañero con la zurda. Para cuando lo encuentre desnudo en la próxima oportunidad, necesita que verlo con sus huellas impresas por todo su cuerpo.
Satoru se desprende de su pábulo por un momento. Una cuerda de saliva aún lo une.
—Gatito, tú... —Lame el ápice juguetonamente— eres mío...
No dejará jamás que otro se atreva a tocar, a profanar a su tesoro.
—Chupa.
—¿Uh? —Gojo lo contempla con una mezcla de fascinación y sorpresa. ¿Su gatito se puso demandante? ¡Le encanta eso!
Se lo lleva a la boca con presura y una sonrisa entumeciéndole las mejillas. Pero Suguru lo amarra del pelo y empuja, y la diversión se va cuando llegan las arcadas. Su nariz se hunde en el vello del pubis así como la polla de su mejor amigo se hunde en su garganta. Lágrimas saltan de sus orbes azul cielo. De todos los objetivos que se ha propuesto y logrado, acaparar la polla de Suguru definitivamente es el más complicado.
—Oh, sí, sí... Satoru...
Suguru aprieta el puño con sus mechones enredados entre sus dedos. Es el clímax inminente el que provoca la tensión y que repercute en Gojo como si fuera el suyo. Siente un racimo de mariposas en el vientre a punto de salir revoloteando. Se masturba con brío y el gemido quebrado de su rey al dejarse ir lo invita al paraíso con él.
—¡Ah, Satoru!
Líquido tórrido corre por su garganta. Se esmera en aguantar hasta el final, lo beberá sin desperdiciar nada mientras goza de su propio terremoto. Suguru, todavía sometido por los espasmos placenteros, lo aparta con un jalón de pelo y suelta lo que resta de su corrida en su cara.
A Gojo le da un ataque de tos en medio de su lucha por recuperar el oxígeno vedado. Nunca se había sentido tan cerca de la muerte y tan vivo al mismo tiempo. Cuando el ardor disminuye y la tos desaparece, atrapa con la lengua una gota que cayó sobre su comisura.
Un toque delicado levanta su barbilla. Es la mano de Suguru, que desliza el pulgar áspero sobre su labio inferior. Su amigo parece en trance cuando le mira. Le muerde la punta del dedo sugestivamente.
—Satoru...
—¿Suguru?
—Lo lamento. —Se quita la camiseta para limpiarle el rostro. Gojo se deja mimar. Luego se le arroja encima y lo abraza como un koala.
—¡Suguru~! ¡Me prende tu lado sádico!
Una sonrisa extraña surca el semblante níveo de Suguru.
—No tienes idea de lo que dices.
—¿Mh? ¿Mi gatito es quizás... una pantera?
La presunta "pantera" le envuelve la cintura con un brazo y le rasca el incipiente cabello de la nuca. Oh... Gojo se siente la persona más afortunada del mundo en este momento. También se siente mojado allí abajo. Acaba de correrse con los pantalones de Suguru puestos.
—Da igual lo que sea. El profesor nos asesinará pronto.
—Pues, le deseo suerte —dice con sorna.
Suguru le besa la coronilla.
—Chico presumido.
—¡Adoro que me pongas motes!
—No era un...
Satoru lo entierra entre sus brazos y sus besos, contento como la mierda. Suguru lo deja ser.
No hay nada que lo haga más feliz que Satoru siéndolo.
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