9. Sobre curiosidad, no le preguntes al gato.

Sobre curiosidad, no le preguntes al gato.

Vivir en esa casa lúgubre y con olor a hospital me hizo extrañar el pequeño apartamento del castaño en donde apenas cabíamos los dos.
Lo único que podía hacer libremente, además de cocinar y andar por la sala, era pensar, y ya que tenía demasiado tiempo para esa actividad, llegue a muchas conclusiones durante mi estadía.

En primera, pensando en el comportamiento de Dazai. Podríamos afirmar que al no buscarme sabiendo de antemano que el ruso me había secuestrado nuevamente, también estaría enterado del "experimento" que antes Fyódor había mencionado; por lo tanto, sin hacer caso omiso a las palabras de Akutawaga, -cuidado con él- debía tener un motivo no bueno, pero tampoco malo para mí, porque de ser así, ¿por qué se tomó tantas atenciones conmigo? El solo hecho de haberme recogido de la calle contaba como buena acción dependiendo o no de sus razones.

En segunda: el motivo que Dazai tenía para mí, era similar o si no es que igual al de Fyódor. O eso pensaba en esos momentos de mi vida. Sonaba cruel, pero solo unía puntos para tener algo que hacer, o más bien que pensar.
Un motivo en común, de ahí que el detective no haya movido dedo para rescatarme de las garras del ruso psicópata, pero era increíble el solo hecho de pensar en que estuvieran colaborando si echabamos un vistazo a su historial. ¡Por Atsushi-kun, Fyódor, literalmente casi mata a Osamu en ese callejón sucio y que decir del juego de tres bandos con Shibusawa!

No confiaba en Dazai hasta cierto punto, porque la verdad era que lo estimaba muchísimo. Entonces era incapaz de igual manera, aunque fuera, como dicen, más claro que el agua, incapaz de creer que estaba en cautiverio gracias al castaño.

Tenía la cabeza hecha un lío, ya no sabía ni que pensar o en qué creer.

Por otra parte, también me la vivía pensando en mí persona. Además de física, porque indudablemente estaba adelgazando, también era como de esperarse, mental.
Esa añoranza a la luz del día y querer estar con los detectives de la agencia; querer ver a Chuuya y al chico pálido... no entendía porque me picaban los ojos cada vez que recordaba cualquier situación con ellos; mis padres, también me hacían cerrar los ojos, para luego sentir como gotas de agua salada recorrían mis mejillas hasta mi barbilla y luego se perdían en el suelo o mi ropa.

No era del todo diferente, pero entendía que en efecto, había cambiado y no podía contestar si era para bien o para mal, el problema era que lidiar con esos cambios me era muy complicado porque no entendía nada y estaban fuera de mi control.

Tras unas largas semanas después del incidente del mercado, aquella mañana había despertado más temprano que de costumbre y de milagro la intravenosa no estaba invadiendo mi brazo. Como solía hacer, caminé al baño que se encontraba al fondo del pasillo en medio de las dos habitaciones, pero nada más coloqué la mano en la perilla -porque está puerta no era corrediza- está se abrió de repente.

No voy a mentir ni encubrir nada porque no valdría la pena hacerlo.

Mis ojos se abrieron con sopresa y mi boca se entreabrío al ver lo que apareció detrás de la puerta.
La pálida piel del ruso hacia contraste con la oscuridad de la casa mientras gotas se resbalaban de su torso demasiado delgado. Llevaba una toalla en la cintura, que era lo único que le cubría y otra en la mano con la que supuse se secaba el cabello húmedo que caía sobre su inesperada mirada.

El señor Dostoyevski, acababa de darse un baño.

Cuando le ví a la cara, segundos después de por primera vez haber visto a un hombre semidesnudo -Dazai no contaba por las vendas-, me lo encontré con la misma sopresa que yo. Imagine que jamás se había visto a él mismo en una situación parecida o incluso similar.

No sé movía, y yo no me movía, algo nos retenía pegados al suelo y con las miradas entrelazadas. ¿Vergüenza?Parecieron minutos, pero solo fueron unos cuantos segundos hasta que me cerró la puerta en la cara.

— Tsk... - fue exactamente el sonido que salió de sus labios mientras bajaba la mirada.

Atiné a dar la media vuelta sobre mí y caminar como un robot a la habitación que utilizaba y me fue imposible no escuchar como después, Fyódor salía del cuarto de baño y se encerraba en su habitación.

Más tarde, ese mismo día, mientras cocinaba, de pronto entró a la cocina, y de un cajón cerca de mi, extrajo medicina en demasía y coloco todo en la barra bajo mi mirada curiosa, pero disimulada.

Mientras le veía tomar cada pastilla con asco, recordé la vez que me había escapado. Él había colapsado y mis sospechas eran que tenía anemia, lo que era cierto, además de todo eso, su cuerpo delgado no era más que otra evidencia. El señor Dostoyevski no dormía ni comía, en realidad nunca supe cómo es que aún vivía o simplemente caminaba, y lo de ser inteligente hasta la coronilla tampoco estaba dentro de mi comprensión. Personalmente, con hambre, no me daba tiempo ni de pensar con claridad que pie movía al caminar.

Cuando estuve sentada en la barrita frente a él, más que alejada de extremo a extremo, comencé a comer. Él aún no se marchaba porque seguía dándose a la tarea de tomar pastilla tras pastilla y alguno que otro jarabe. Poco después, mi mirada aterrizó en su espalda cuando se dió la media vuelta y comenzó a buscar nuevamente algo entre los cajones de la cocina. Parecía no encontrarlo, así que revisó el mueble completo, cuando por fin dejó de buscar, escuché claro como abría otro botecito de pastillas, pero esta vez, vacío un poco del contenido en su mano y se quedó observándolo por un buen rato.

Sin poder evitarlo, comencé inquietarme sobre su comportamiento. Parecía que a Fyódor se le había olvidado que estaba presente, pues se quedó por minutos dándome la espalda muy a pesar de que lo único que se escuchaba en la cocina, además de nuestras respiraciones, era el sonido de mi tenedor cuando chocaba levemente contra el plato.

Si hacia unos momentos se tomaba todo con asco sin voltearme la cara, ¿porque ahora parecía que intentaba ocultar lo que mantenía en su mano derecha perteneciente al frasco que tenía en su otra mano?

Mi cuerpo comenzó a ladiarse en el banco sin dejar la acción de comer, tan solo bastaba un poco para descubrir que miraba con tanta atención. Tan solo faltaba un poco... pero no pude ver nada porque el banco se ladeó de igual manera y caí al suelo de costado provocando un sonido estrepitoso.

Cuando me agarré con fuerza de la barra y asome mi cabeza con un quejido, Fyódor ya estaba observandome con un semblante neutral y en su mano, logré ver el botecito que habíamos mencionado antes y lo que ya hacia sobre su otra mano abierta.

Lo que el ruso veía con tanta atención, no era ni más ni menos que vitaminas en forma de pandita. Supuse que le era absurdo tener que tomarlas y por ello se debatía en solitario.

— Ya que las miras tanto, porque no te comes una — me tomó con la guardia baja y con las cejas levantadas le mire a los ojos. Seguía neutral.

— No las necesito — contesté, acomodando el banco de manera lenta. Hacia todo lo posible porque dejara de mirarme.

Afortunadamente, a pesar de mis mejillas rojas por la vergüenza de la caída, cuando me hube sentado de nuevo en el banco, él miraba en otra dirección y masticaba un pandita con cierta dificultad.

— Comete una — volvió a decir, pero sin mirarme.

— No me gustan — contesté de nuevo.

— A los niños les gustan los dulces, ¿no es así?

Me sentí realmente ofendida. Tenía 17, no 4 años, Fyódor me veía como a una niña por sus años, que si no me equivocaba, robandaban los 22 o 23, pero está información jamás la tuve...

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