De días lluviosos y helado de fresa

Si había algo que me gustase más que comer, definitivamente eso sería comer gratis. Por eso, y por la gran cantidad de cenas conmemorativas que se organizaban en noviembre y diciembre, esta era mi época preferida del año. Un montón de bufetes de «todo el pavo rostizado y papas asadas que puedas comer» se dibujaban ante mí y me dsban escalofríos de solo pensarlo.

El día que celebraban la fiesta de Acción de Gracias en el Colegio de Ingenieros fue una de esas oportunidades que pocas veces se repiten en la vida. Ronald y yo habíamos tenido buena racha participando como facilitadores en un curso de capacitación el mes pasado y habíamos conseguido que nos premiasen con entradas de cortesía para el evento. Si no hubiese sido así, hubiésemos tenido que pagar ciento cincuenta dólares para asistir.  Habían alquilado uno de los mejores salones en el centro de la ciudad y el formalismo era máximo.

Según lo acordado con mi compañero de fiesta, había vuelto a usar el famoso vestidito verde que tantas molestias me había causado, pero esta vez lo había combinado con un blazer blanco y juego de collar y pendientes dorados. Era una lástima lo poco que me duraría la imagen de princesita cuando llegase la hora de llenarme el plato con una montaña de comida. Había almorzado poco para esto, así que haría que valiese la pena.

Uf, es que me se me hacía agua la boca. Mi mente hubiese recreado todo tipo de fantasías con ese pavo asado si no tuviese un idiota sentado al lado de mí martillándome el cerebro.

—Mientras tú me ignoras, en la calle hay familias enteras que no tendrán hoy una cena caliente ni un techo dónde dormir...

Reprimí un suspiro de frustración.

—Que se vayan a un albergue, para algo los financio con mis impuestos, ¿no?

Ronald entrecerró los ojos y se cruzó de brazos. Tenía algo así como una hora insistiéndome para que le comprase un boleto de rifa que su club de tejido le había obligado a vender para un acto de beneficencia. Después de tanto joder suponía que, por pura desesperación, terminaría cediendo a su petición, pero yo era un hueso tacaño y duro de roer.

—No puedes ser tan indiferente a la desgracia ajena. ¿Viste que hace poco más de quinientas personas perdieron sus casas por las inundaciones? Imagínate que hubieses sido tú y que nadie te quisiese ayudar...

—¡Está bien, está bien! —Chasqueé la lengua y le tendí un billete de diez dólares—. Que conste que no lo hago por los damnificados sino por tu jodida insistencia.

Ronald los aceptó dirigiéndome una sonrisa de triunfo. En menos de cinco segundos ya había sacado un bolígrafo y un manojo de tickets de su bolsillo.

—Te anoto tu número de la suerte, ¿verdad? —Ante la respuesta afirmativa, él escribió mi nombre y mi teléfono en la planilla indicada—. Ojalá diosito te recompense colmándote de bendiciones por ayudar a esos pobres damnificados.

Ronald me ofreció un boleto rectangular con un trece marcado en rojo que cogí con de mala gana y guardé en mi billetera.

—No me jodas, tú eres ateo.

Mi acompañante volvió a guardarse el lapicero y se puso de pie. Dios, este hombre debería haber estudiado negocios en lugar de ingeniería industrial.

—Te contaría de los premios —dijo—, si no supiese que terminarás gruñéndome algo sobre que es más probable que de aquí a diciembre te atropelle un camión a que ganes.

Entonces, se dio media vuelta y me dejó sola en la mesa para seguir en su cacería de incautos a los que pudiese desplumar con sus rifas carísimas.

Por otra parte, yo me acerqué a la mesa de tentempiés a ver qué podía pescar en el tiempo de espera. Había unas copitas con calamares que atrajeron mi atención de inmediato. Me debía ver como la típica muerta de hambre que nadie quiere en su fiesta porque pasa más tiempo pegada a la comida que interactuando con los invitados. En fin, que me amasen con mis demonios o no me siguieran trayendo a estos eventos si ya sabían cómo era.

Igual no hubo quién me moviese de allí por los siguientes quince minutos, ni siquiera cuando apagaron la música e invitaron a todos reunirse en la tarima dispuesta en la pista de baile.

Oh, amigos, yo era vieja en esto, ya me sabía de memoria el truco ese de distraernos mientras ellos iban sirviendo el bufete y que luego nos tocara matarnos por un puesto para coger algo. Lastimosamente, un familiar y molesto tono de llamada, que hizo que mi teléfono vibrase en el bolsillo del blazer, no me permitió centrar la atención en mi objetivo culinario.

La canción pop y la cara sonriente me hicieron rodar los ojos antes de contestar. De verdad, esta chica abusaba del increíble privilegio que tenía de que no pasara de su existencia como solía hacer con más del noventa por ciento de los humanos.

—Ojalá que sea bueno lo que vas a decirme, porque sigo en la fiesta esta que te conté el otro día y en cinco minutos sirven la cena. Ay, si no estoy entre los diez primeros de la fila alguien va a morir esta noche.

Lo siento —Al otro lado la voz se escuchó tenue y apagada—. No quería molestarte.

Di un respingo y el malhumor se me bajó al instante.

—Eh... ¿todo está bien? —Nadie contestó. Fruncí el ceño—. ¿Abigail? ¿«Abbie-bu»?

De repente, el silencio fue sustituido por un sollozo y luego del sollozo por un llanto descontrolado. La chica comenzó a balbucear palabras atropelladas que hacían que más de la mitad de las frases fuesen inentendibles para mí. Eso sí, no se me perdió un nombre que resaltó varias veces en la conversación.

Maximiliano.

No había que ser muy inteligente para darse cuenta de que el vecino italiano era el culpable de la crisis nerviosa por la que estaba pasando mi amiga en ese momento. Por esa razón, la confusión que me invadía en un principio pasó a convertirse en una ira desmedida e incontrolable hacia un desconocido que, en realidad, conocía demasiado bien.

—No hagas ninguna locura, ¿sí? —Le di una última mirada a las bandejas plateadas que comenzaban a adornar la mesa y reprimí un suspiro—. En menos de una hora estoy allá.

Colgué y recorrí la distancia que me separaba de la mesa que tenía asignada. Cuando fui a coger mis cosas, Ronald seguía sin estar por labor de ser visto. Quizá se había acercado a escuchar el discurso de inauguración de la Junta Directiva. No lo sabía. No tenía tiempo para saberlo tampoco. Acepté entonces, con mucho pesar, que tendría que hacer el camino a casa de Abigail por mí misma.

Afuera llovía y el viento era helado porque estábamos en medio del otoño. Mis ganas de dar un paseo a pie estaban en números negativos y, aun así, me abotoné el blazer hasta el cuello y dejé atrás la deliciosa calidez del salón de fiestas.

—Esperemos que no me muera de hipotermia —murmuré mientras abría mi paraguas.

Sin pensarlo dos veces, me lancé a caminar por las calles desiertas del centro de la ciudad. La parada de autobuses quedaba a dos cuadras y el recorrido se me hizo infinito. Para serles sincera, el paraguas no sirvió de mucho porque la brisa no hacía más que traer las frías gotas de lluvia a mi cuerpecito sin contemplación alguna.

No podía, sin embargo, dejar de pensar que si yo estaba hecha una mierda Abigail debía estar mil veces peor. Era por ello que tenía que llegar a su casa lo más pronto posible.

                                                                     
***

Luego de media hora de trasbordos, una parada en el Wallmart e incontables aceras encharcadas imposibles de cruzar, llegué a mi destino. Estaba empapada y lo único que podía rescatarse de aquella desastrosa experiencia era que mi bolso estaba seco porque lo había cubierto con una bolsa de supermercado.

No hizo falta que llamase por el intercomunicador, Abigail me estaba esperando en la entrada del edificio.

Cuando pasé al lobby y estuve resguardada de la lluvia, pude verla mejor y me di cuenta de que sí, que estaba en la mierda. No era normal que mi amiga bajase a recibirme en pijamas ni que tuviese los ojos tan hinchados y no lo hubiese ocultado con nada de maquillaje. Aunque yo siempre andaba con esas pintas, sabía que para Abigail entregarse al descuido era el equivalente de echarse a morir.

—Te traje esto. —Alcé la bolsa del supermercado y le dirigí una tenue sonrisa—. Es helado de fresa, sé que te encanta en los días lluviosos.

Abigail se lanzó hacia mí y comenzó a llorar. Intenté hacerle saber que no era buena idea abrazar a una persona que estaba tan mojada que, literalmente, la ropa le goteaba, pero no hubo caso.

—Era un idiota, no te merecía —le dije, dándole golpecitos en la espalda—. Tranquila, nena.

No, definitivamente Maximiliano no se había enterado de que acababa de perder a la rubia más maravillosa, inteligente y simpática de la ciudad. Que lo jodieran, nadie tenía derecho a romperle así el corazón a mi amiga.

Perdí la cuenta de cuánto tiempo pasó Abigail pegada a mí. Llegó un punto en el que dejó de incomodarme que estuviese invadiendo mi valioso espacio personal y me alegró poder tener la oportunidad de compartir ese momento con ella. Seguía lloviendo a cántaros, la temperatura no había hecho sino descender. Estábamos empapadas, temblábamos; sin embargo, nos teníamos la una a la otra y eso bastaba para soportar incluso el día más gris.     

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