TESLHAR VUELVE A CASA

Erik y su padre iban directo hacia el piquete afuera del Palacio Real de Soteria. Los manifestantes de seguro provenían de Turian. O quizá de Älpol, su isla vecina. Bueno, al menos eso podía concluirse por los pantalones de dénim y las chaquetas de gamuza de los hombres, y las pañoletas y vestidos de algodón con estampados floreados o a rayas de las mujeres y niñas.

La Guardia Real permanecía tras las rejas del palacio. Los soldados sólo mantenían la posición en firmes. Pero, aún así, portaban sus fusiles en la mano derecha. Estaban listos para disparar.

—Parecen bastante molestos —dijo Sleden—. ¿Hay otra entrada?

Erik hizo visera sobre los ojos con la mano y dio un vistazo hacia el otro lado calle.

—Creo que el Portón Norte también está bloqueado —informó—. No lo veo bien desde aquí.

—Entonces tendremos dejar la reunión para otro día.

—Espera, recordé que hay una entrada secreta por aquí. Sólo espero que no la hallan rellenado.

Dieron media vuelta y se dirigieron a una marquesina que, antes de la invasión arriana, servía como parada del trolecoche. Cuando llegaron, Erik pasó por encima del banco para los pasajeros con una zancada. Encontró detrás la tapa de una alcantarilla. La levantó a duras penas. Pesaba un montón. Pero la dejó caer en cuanto vio el reflejo del sol en las aguas servidas que circulaban en el caño que pasaba por debajo.

—¡Carajo! —informó Erik a secas— ¡Demasiado tarde!

Esperaba encontrarse un túnel de cuando sitiaron la ciudad durante la guerra entre Soteria y Elpis. Sabía que Sus Majestades Derek y Nayara no mandaron rellenar todos tras el conflicto; pero él a menudo olvidaba cuáles seguían abiertos o dónde desembocaban. Mucho menos esperaba que hubieran tapado más durante la reconstrucción.

—Será mejor volver otro día —respondió Yun.

De pronto, el portón principal se abrió con esfuerzo rechinante. Luego, la guardia del palacio empezó a salir y apartar a los manifestantes empujándolos con las culatas de los fusiles. Lograron formar aprisa una valla humana que dividía el piquete en dos grupos y dejaba un pasillo en medio. Una figura varonil agitó la mano para indicar a los arrianos que corriesen hacia allá. Erik y Yun lo hicieron tan rápido como podían. Cruzaron la avenida Gardner y la Plaza Mayor. Para cuando pasaron entre los integrantes de la protesta, alguien les dio un tomatazo. Después, llovieron suficientes vegetales para una ensalada.

—¡Venga, rápido! —dijo el rey Derek, quien había ordenado a la Guardia Real apartar a los manifestantes.

Los soldados se replegaron tan pronto Erik y Yun pusieron los pies en la explanada. Luego, cerraron pronto el portón del enrejado. Algunos tomates y trozos de lechuga alcanzaban a pasar entre los barrotes.

—¡Que desperdicio! —soltó Derek mientras iban hacia la entrada del palacio.

—De seguro trajeron la comida del refugio —contestó Erik.

—No. Todavía quedan cultivos en algunas partes. Lo peor de todo es que van a quejarse cuando se acaben.

Los tres cruzaron hasta la puerta del palacio, se metieron y cerraron de un portazo. Derek los guio hasta la segunda planta. Subieron por la Gran Escalinata en el vestíbulo y recorrieron el pasillo hasta la biblioteca. Ahí los esperaban la reina Nayara y al bueno de Régulo Lira, secretario de Hacienda de Soteria. Erik no esperaba encontrarse a ese último en la reunión. Pero le dio poca importancia a su presencia. En cualquier caso, si no lograba enterarse de qué ocurría al leer las mentes de los demás reunidos ahí, bien podía esperar a que le contaran. Y optó por la segunda alternativa. Por aquel ese entonces, él aún tenía escaso dominio sobre sus habilidades de control mental, herencia de sus antepasados arrianos.

Su Majestad Nayara los recibió con abrazos antes de invitarles a ocupar las poltronas de cuero junto a la larga mesa repleta de libros contables delante de ellos.

—¿Qué rollo con esa manifestación? —quiso saber Erik.

—Te contaré la versión corta —respondió Nayara a secas—: culpan a Leonard y a Aron por matar a una familia.

—¡Válgame el gorro! —soltó Erik— ¡No los imagino haciendo algo así!

—Es cierto, no fueron ellos. Pero te cuento más tarde. Ahora nos atañen asuntos más importantes.

La reconstrucción de Eruwa marchaba con una precisión admirable, casi milimétrica. Las ciudades principales de aquel mundo empezaron a repoblarse esa misma semana; los sanatorios, la Guardia Urbana y las escuelas reanudaron sus actividades tan pronto como los pobladores volvían a sus casas; la electricidad y el agua entubada fluían desde antes de que comenzara el éxodo del Refugio de las Islas Polares, aunque todavía quedaban uno que otro sector donde los servicios seguían interrumpidos. De hecho, el Distrito Panindustrial de Soteria y la periferia de Turian carecían de alumbrado público a esas alturas.

La reina Nayara no escatimó en detalles cuando presentó el informe de gastos. Todo indicaba que las reparaciones en Eruwa terminarían pronto. Pero ella hizo que su secretario de Hacienda dejara caer una bomba para Erik.

—Verá, su excelencia —dijo Régulo—, las arcas están al límite. Si no aumentamos los impuestos de inmediato, el reino entrará en bancarrota.

—¿Cuánto tiempo les queda? —quiso saber Yun.

—Estimamos dos años en el mejor caso.

—¿Y el peor?

—Seis meses.

—Pero no sólo nosotros tenemos problemas —intervino la reina—. Nuestros aliados también, y seguramente querrán nuestra ayuda. Por eso me veo en la penosa necesidad de pedirte un préstamo urgente, Erik.

Enseguida, Erik pidió salir de la biblioteca para conferenciar con su padre un momento.

—¿Qué opinas? —dijo una vez que estuvieron en el pasillo— ¿Podemos prestarles?

Yun se encogió de hombros y puso un gesto serio.

—Depende —dijo él—: ¿Quieres pelear otra vez con los concejales?

—Pues depende —respondió Erik con igual seriedad—: ¿Tenemos suficiente dinero para prestar a Nayara y Derek?

—Oh, sí, lo tenemos —contestó Yun moviendo la cabeza arriba y abajo despacio—. Pero dudo que realmente quieras enfrentar otra ronda contra el Consejo de Gobierno.

—Hace un rato no tenía pruebas del desfalco de los concejales. Ahora que las tengo, puedo nombrar otros que estén de acuerdo conmigo.

—Bueno, eso haremos...

De pronto, empezaron a resonar gritos y disparos desde la explanada del palacio. Pero seguramente no tenían nada que ver con la protesta que reunió a los manifestantes frente al enrejado. Hubo otro ruido que Erik reconoció casi de inmediato. Sonaba como una pistola neumática apretando tuercas. Yun se había abalanzado sobre él y lo tiró al piso ni bien empezó el tiroteo. Los ventanales estallaron en pedazos.

—¡Carajo! —soltó Erik sacudiéndose los trozos de vidrio que le cayeron encima.

—¡Gran Arrio Teslhar, Salga del palacio inmediatamente! —exigió una voz metálica desde la calle— ¡Toda resistencia es inútil!

Erik reconoció de inmediato la muletilla amenazante. Y, al parecer, también su padre.

—¡Qué original! —masculló Yun— ¡Envían autómatas de combate a despacharnos!

Por suerte, las máquinas de guerra no iban tripuladas. Aquello de "¡Toda resistencia es inútil!" lo delataba.

Los reyes de Soteria salieron corriendo de la biblioteca sin mediar palabra y enfilaron rumbo a la escalinata. Ambos portaban sus espadas sagradas a la cintura, en sus vainas, pero cogidas por la empuñadura. Erik alcanzó a percibir que alguien más —de seguro Régulo Lira— arrastró una silla para apoyarla contra el pestillo de la puerta. Luego, las patas de otro mueble más pesado raspaban el suelo de mármol. La guardia del palacio disparaba sus fusiles, aunque tal vez no sabían (u olvidaron) que esas máquinas llevaban un blindaje tan fuerte que hacía rebotar las balas. Los gritos de los manifestantes huyendo en desbandada se confundían con el eco de los tiros.

—Bonito momento elegiste para entregar tu espada —soltó Yun de forma mordaz

—Deben tenerla en la armería —respondió Erik.

—¡Pues a qué esperas! —interrumpió Yun — ¡Ve por ella!

—No. La haré venir.

Erik estiró la mano y recitó el conjuro que Leonard le enseñó en la guerra de Soteria y Elpis. "¡Mideh, Ruaj!", pronunció casi a gritos para hacerse oír por encima del tiroteo en la calle.

—¿Dónde está? —dijo Yun con cierto deje de impaciencia.

—Bueno —respondió Erik—, hace mucho que no uso ese conjuro. A lo mejor olvidé algo.

Entonces, recordó que debía concentrarse y pensar con claridad en el sitio donde quería que apareciera su arma. Y así lo hizo. Se imaginó a sí mismo empuñando la espada. Sin embargo, Ruaj apareció de repente a sus pies, clavada en el mármol ajedrezado. Se inclinó para cogerla y la desatoró en un solo movimiento de muñeca. "Me basta con esto", dijo antes de echarse a correr y ordenar a su padre que permaneciera agachado.

Erik se sentía como en esas pesadillas donde apenas si avanzas a pesar de que corrías con todas tus fuerzas. Tuvo la sensación de que le tomó el doble llegar a la Gran Escalinata del palacio y bajar peldaños de dos en dos hasta el vestíbulo. Por suerte, Sus Majestades le dejaron la puerta abierta. Él reemprendió la marcha directo a la explanada. Ni bien puso un pie afuera, el corazón se le fue a los pies. Había tres Autómatas de Combate en la calle Gardner. La gente se atropellaba al intentar escapar y esas máquinas pasaban por encima de quien tuviera la mala suerte de atravesárseles al paso. Pero esas máquinas no parecían venir de Elutania. Eran negras, con franjas rojas a los costados, e incluso sus cabezas guardaban una semejanza equívoca con las de las avispas. Uno de esos cacharros le apuntó con el enorme fusil entre sus manazas.

—¡Gran Arrio Teslhar, entréguese de inmediato! —ladró el autómata antes de que el rey Derek le volara la cabeza con un relámpago disparado desde la punta de su espada.

Para ese instante, la reina Nayara había sometido a otro de esos monigotes con su arma sagrada. La hoja de su espada se estiró varios metros de golpe, hasta que atravesó la carcasa del autómata, la punta salió por detrás, lo envolvió hasta los pies como si de un lazo se tratara y lo derribó. Sólo quedaba una máquina en pie, la cual sólo parecía interesada en acribillar a los civiles que tenía delante.

Erik atravesó la explanada del palacio a toda marcha y salió directo a la calle Gardner. Luego, tuvo que abrirse paso entre los pocos manifestantes que todavía quedaban entre el portón y la Plaza Mayor de la ciudad. Los reyes de Soteria parecían haber frustrado el ataque. Incluso liquidaron al autómata restante antes de que matara de un pisotón a una chiquilla extraviada durante la huida de los manifestantes.

Erik no había notado que Nayara empuñaba ahora dos espadas —y que había roto su vestido por un lado para correr y que andaba descalza— hasta que la vio montarse a la espalda del último autómata con un brinco y clavarle las armas en la carcasa. El monigote manoteaba y giraba el torso de lado a lado para desembarazarse de ella. Pero fue en balde. "¡Acábalo!", gritaba la reina a su esposo mientras la sacudían como a una muñeca de trapo. La máquina insistía en repetir aquello de que "toda resistencia es inútil".

Derek retrocedió un poco. A juzgar por la expresión de seriedad mortal en su cara, tal vez no se le ocurría cómo rematar al monigote sin lastimar a su mujer en el interín. Ruaj, la espada sagrada de Erik, coló una idea en los pensamientos de su portador.

—¿Recuerdas el conjuro para crear ondas expansivas? —dijo Ruaj directo a la mente de Erik.

¡Claro que no se le había olvidado! Lo usó para derribar cazas durante la guerra entre Soteria y Elpis.

—¡Tápense las orejas! —pidió Erik a gritos.

Nayara soltó las empuñaduras de sus armas sagradas y rodó por el adoquinado de la calle Gardner hasta quedar boca abajo. Derek aprovechó para hacer caer otro rayo sobre el autómata. Luego, Erik aplaudió con todas sus fuerzas varias veces. No las contó. Pero el chasquido de los aplausos generó ondas expansivas que agrietaron la carcasa del autómata hasta romperla, desprendieron la cabeza y demás articulaciones y aplastó los restos.

Los manifestantes habían escapado, aunque eran muchos. No fue rápido. Pero no quedaba casi nadie en la calle para cuando destruyeron a los autómatas entre los tres. Hubo un silencio denso tan pronto se apagó el ruido de los hierros al caer. Casi fue como si hubieran robado el sonido al mundo. De pronto, una cabecita canosa asomó en la planta alta del palacio. Otras dos —de una pareja— aparecieron tras el aparador quebrado de una tienda de ropa. Una chica con el cabello recogido en una coleta, que traía puesto un delantal sobre su vestido de lana marrón, salió muy lento de una casa con fachada de piedra. Las puertas de otras casas y locales empezaron a abrirse despacio. Los vecinos del distrito Upperhills, emplazamiento de la Residencia Real de Soteria, tenían el miedo esbozado en las caras descoloridas por el susto de hacía un rato.

El rey Derek se acercó a su esposa para tenderle la mano y ayudarla a ponerse en pie.

—¡Hay que regresar al palacio! —dijo él innecesariamente fuerte.

—¡¿Qué?! —respondió la reina Nayara de igual modo.

Erik supuso que sólo oían pitidos a causa del conjuro que acababa de lanzar. Así que se adelantó hacia la explanada del palacio, pero se detuvo delante de ellos para indicarles a señas que lo siguieran adentro. Le siguieron hasta el portón. Ahí, Derek se topó con la capitana de la Guardia Real —que acudía demasiado tarde con refuerzos— y les ordenó casi a gritos que organizaran el traslado de los heridos a todos los sanatorios que estuvieran en servicio. Iba a ser un trabajo colosal. Fácilmente había una veintena de lesionados y cinco muertos a la vista. Olam sabía si quedaron más víctimas en las calles aledañas gracias a la huida en desbandada de un rato antes.

Para cuando los reyes de Soteria y el Gran Arrio Teslhar llegaron al vestíbulo, Sus Majestades fueron directo a la sala y se sentaron en el sofá más alejado de los ventanales quizá porque no soportaban los ruidos del exterior. Aunque, a decir verdad, sólo se oían las instrucciones gritadas por los oficiales de la Guardia Real a los subordinados que auxiliaban a los manifestantes lastimados.

Yun, el padre de Erik, iba bajando la escalinata tan rápido como podía. Se plantó delante de él tan pronto consiguió arribar hasta la sala cerca de la entrada.

—Será mejor quedarnos aquí... —iba diciendo Yun.

—¿Y qué hay de Nyrah? —interrumpió Erik con brusquedad— ¡No pienso dejarla en Elutania!

—Ni yo. Pero primero deberíamos contactar a Vilett. Ella nos ayudará a traerla acá.

—Olvídalo. Quédate si quieres; pero yo iré por mi mujer.

Erik se dio media vuelta y salió del palacio, decidido a volver a Elutania desde ni bien hallase un portal arriano por el cual cruzar. No había andado más de diez metros por la explanada cuando una mano se posó en su hombro. Era Derek. Se veía bastante serio, como si no pretendiera dejarlo marcharse.

—Debo irme —dijo Erik serio.

—Al menos déjame acompañarte —respondió Derek demasiado alto sin necesidad.

—¿Sabes siquiera a dónde voy? Porque dudo que me hayas oído discutirlo con mi papá.

—¡Claro que sí! Me pitan los oídos, pero no estoy sordo.

—Bueno —resopló Erik—, te lo agradezco. Y no te preocupes por la quiebra de tu reino, les prestaré el dinero que necesiten.

Hasta esa mañana, el Gran Arrio Teslhar pensaba en abdicar. Estaba convencido de que no conducía a Elutania de manera eficaz. Pero las evidencias que su padre le mostró después y el atentado sufrido aquel mismo día le dejaron en claro que cometería una seria equivocación. 

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