PELEA DE HACHAZOS
Leonard Alkef negó despacio con la cabeza. Su nuca rozó, con incomodidad, el espaldar del autómata de combate a bordo del que peleó su reciente misión y del cual aún no bajaba. Luego, caminó a paso torpe y pesado hacia sus compañeros. El eco de pisadas metálicas resonaba en aquel hangar subterráneo de Elutania a donde habían vuelto. Fue un milagro que los enormes pies de plástico metalizado del monigote no quebraron el suelo de concreto pulido. Había tanto espacio ahí como para guardar tres aviones comerciales uno al lado del otro. Dos naves ocupaban una parte, pero los otros y él aparecieron en el espacio desocupado en medio.
—Entonces —dijo Leonard serio y con un deje de enfado—, sólo hemos aplicado otra medida temporal.
No hubo respuesta. Probablemente porque nadie concordaba con su opinión.
Aron Heker y el Gran Arrio Teslhar contemplaban con aire cansino los autómatas en los que ellos combatieron al lado de Leo. Las máquinas quedaron tiradas, con la carcasa abierta, cubiertas del polvillo rojo que la inteligencia artificial de aquel hangar subterráneo les echó para extinguirlas un rato antes, cuando se incendió la de Teslhar.
—Será lo mejor por ahora —respondió Aron—. Espero que, con esto, ganemos bastante tiempo para terminar la reconstrucción el reino.
—Seguramente —dijo Teslhar dando palmaditas en el hombro a Aron—. Dudo mucho que Helyel pueda escapar.
En ese momento, Leonard notó que el estómago del Gran Arrio mostraba signos de la transición a barriga cervecera clásica. Quién sabe si gracias a los privilegios de ser gobernante. En todo caso, a lo mejor esas prerrogativas ya empezaban a pasarle factura. Leo tenía más canas en sus patillas y bigotes que él en toda la cabeza, pero unas incipientes patas de gallo enmarcaban los ojos marrones del gobernante de Elutania.
Aron se desperezó de forma ruidosa.
—Entonces —agregó entre dientes a la vez que estiraba los brazos—, creo que Leo y yo nos iremos.
Luego, empezó a rehacer su coleta formada por cientos de trencillas. A pesar de la cicatriz que extendía su boca hasta la oreja izquierda, estar casado con la capitana de la guardia real, y lucir una versión horrorosa del peinado mohicano con una trenza, muchas jovencitas Soterianas lo consideraban guapo. Leo no entendía por qué. De hecho, para esos momentos, había asuntos más importantes fuera de su comprensión.
Leonard Alkef hubiera preferido vencer a Helyel de una vez. Deseaba encerrarlo en el abismo por mil años tal como las Escrituras Sagradas de Olam profetizaron. Estaba convencido de que era lo mejor para todos. Al menos a su juicio, no bastaba confinar al diablo en una Tierra alterna contaminada más allá de los límites permisible y carente de fuentes energéticas. Pero la misión encomendada por Olam consistía en eso último. El deber de Leo y los otros como Maestres era seguir las órdenes de Dios o los reyes de Soteria. Y recién habían cumplido el objetivo. Ahora a Leonard no le restaba más que volver a su lote en el Refugio de las Islas Polares. Iría al lado de su esposa e hijos sin entender del todo la voluntad del Eterno, como el resto de los humanos vivos en aquel entonces.
—Me quitaré este cacharro de encima —soltó con desgano.
—Harías bien, viejo —soltó Teslhar con un tonillo divertido—. La espalda duele luego de un rato a bordo.
En realidad, se equivocaba. Leonard no sentía dolor por pasar horas dentro del autómata sino la sensación de que pronto se quedaría sin aire. El espacio interior era cómodo, aunque reducido. En todo caso, no le provocaba dejárselo todo el día puesto.
La carcasa se abrió de golpe tan pronto a él se le antojó salir. Bajó de un brinco y se puso en marcha hacia el centro del hangar. Aron lo siguió mientras terminaba de peinarse. Leonard consideraba dicho peinado nada práctico. Incluso Teslhar, cuando aún era Maestre, mejor solía raparse.
—¿Por dónde regresaremos? —quiso saber.
—Mis asistentes pueden conectarse a cualquier portal del refugio —contestó Teslhar caminando aprisa para darles alcance—. Me imagino que cada uno quiere ir a su propio lote, ¿cierto?
Leo y Aron respondieron en coro de forma contradictoria. Uno dijo sí y el otro no. Se miraron mutuamente por un segundo. El Maestre Heker tenía los ojos muy abiertos, como si quisiera pedir perdón con ese gesto porque las palabras no querían salir de su garganta.
—Acabo de recordar que debo ir a la Capitanía por provisiones —respondió Aron.
En ese instante, el cerebro de Leonard reconectó un cable suelto en algún escondrijo lejano de su memoria.
—¡Es cierto! —concordó Leonard chasqueando los dedos— ¡Nosotros tampoco las hemos recogido!
—Entonces andando que es gerundio —terció Teslhar quizá en un intento de causar gracia—. No quisiera que sus esposas les peguen por no conseguir comida.
—Mi esposa no me pega —contestó Aron por lo bajo sin necesidad.
Los tres atravesaron aquel hangar subterráneo de la Torre Nimrod, el centro gubernamental de Elutania, hasta llegar a la mesa de control donde los asistentes de Teslhar habían improvisado el centro de mando de la misión. Desde ahí abrieron un portal a Eruwa. Aron y Leonard cruzaron luego de abrazar a Teslhar como despedida.
El portal se cerró a espaldas de Leonard y Aron. Habían vuelto al Refugio de las Islas Polares.
Aquel sitio se conformaba por casi una veintena de iglúes colosales capaces de albergar a la población entera de las ciudades y países de Eruwa. De hecho, aquel mundo no poseía tantas naciones como la Tierra. Contaba con ocho, si acaso. El reino de Soteria ocupaba casi toda la superficie habitada mientras que Port Bleu era apenas más grande que el Vaticano. Tampoco existían continentes; sólo islas. Y Olam resguardo a los habitantes en aquel refugio polar poco antes de que Helyel y los Arrianos lograran invadir ese universo. Habían pasado unos dos o tres meses. O quizá un poco más. El caso era que, tras el ascenso de Teslhar al trono de los Arrianos, estos llevaron a cabo la reconstrucción de todo Eruwa y la versión alterna de la Tierra donde Leonard Alkef vivió por más de quince años. Tal obra fue parte de los acuerdos de paz.
Leo respiro profundo. La mezcla de olores a repollo hervido, axila, esteras sucias y agua jabonosa resultaba tan desagradable como la primera vez que lo percibió. Pero le recordaba que seguía vivo. Vivo y bajo el juramento de servir a Olam y los reyes de Soteria. En ese orden.
—¡Puaj! —dijo Aron en voz baja—. Creo que nunca me acostumbraré a este tufo.
—Pues tu casa no olía mejor —contraatacó Leonard.
Enseguida, se puso en marcha sin fijarse si su compañero le seguía. Dio un vistazo a la extensión del iglú donde se materializaron. Los catres cubrían casi todo hasta donde alcanzaba la vista. La mayoría estaban desocupados a esa hora pues sus dueños hacían una larga fila delante de una cabaña verde en el centro del lugar. Ese edificio era la capitanía del refugio. Pero aún quedaba gente recostada o sentada en algunas camas. La mayoría niños o muchachos.
—Ya lo sé —contesto Aron más serio—. Mi casa es un chiquero; pero al menos es mi casa... y yo la extraño.
—Te entiendo. No creas que estoy conforme con todo esto. Pero al menos estamos vivos y tenemos la seguridad de que la situación es temporal.
—Sí —dijo Aron—. Nosotros tenemos esa seguridad —Luego, agrego en voz baja—. Pero no podemos asegurar que toda esta gente también.
Leo respiro profundo. El frio ártico le entraba por los pies y se colaba hasta sus huesos mientras se acercaban a la fila de las provisiones.
El uniforme arriano que Teslhar les prestó se ajustaba a sus cuerpos como otra piel, aunque apenas si proporcionaba abrigo. Leonard sentía que casi andaba desnudo junto a Aron. Además, vestir de ese modo provocaba un efecto peculiar en ciertas jovencitas. Les miraban el trasero con poco disimulo. Y, casi cuando los dos Maestres habían llegado al final de la formación, alguien les pellizcó las nalgas tan rápido que no pudieron identificarle.
—Debimos cambiarnos la ropa en Elutania —murmuró Leonard.
—¡Calma! —dijo Aron— Estas niñas no ven hombres casi en cueros a diario.
—Juro que, a la próxima, le retorceré el pescuezo a Erik.
—No digas eso ni en broma —dijo Aron poniendo en su cara un gesto de reproche irónico—. Mejor agradece a Olam que regresamos vivos.
—No sé a qué viene ese comentario —se quejó Leonard—. Yo siempre agradezco a Olam cuando volvemos de cualquier misión.
Cierto, Olam les permitió volver a salvo luego de enfrentar una muerte casi segura. Y Leonard tenía tanta gratitud como tras otras batallas. Sin embargo, la reciente misión lo dejó un dolor sordo en su dignidad. Acababa de vencer a un montón de agentes enmascarados en Rabat a ojo cerrado gracias a los autómatas de combate prestados. No importaba si Helyel tenía nuevos amigos, hasta ellos merecían una lucha entre iguales. ¿Por qué Leo debía luchar con todas las ventajas a favor? Cayó en cuenta de ello tiempo atrás. Pero no había puesto atención a ese detallito hasta hacía algunos días. En fin, él se negaba a cuestionar a su Dios porque si bien iba a obtener una respuesta satisfactoria, quizá no sería directa o inmediata. Por otro lado, conocía por lo menos a diez individuos que podrían preguntar a Olam lo que él no se atrevía sin recibir evasivas.
Mientras Leonard rumiaba sus asuntos, Aron se puso a departir con un par de gemelas espigadas, pecosas, de cabello negro cortado a lo paje y la madre de éstas. Él había pasado un rato contándoles sobre la lucha de la cual acababan de regresar. Con pelos y todo. Luego, cambiaron el tema de conversación. Resulto que esas mujeres vivían en Elpis —una de las ciudades más grandes e importantes del reino de Soteria— antes de la invasión arriana. Y expresaron que, como su interlocutor, echaban de menos su hogar. Parecía raro, pero nadie más se formó en ese rato.
En realidad, Aron no era el único hablador en la fila. Otras personas también se entretenían con chismorreo mientras aguardaban para recoger provisiones. Pero Leo no quiso unirse a la chachara. Mas bien, siguió preguntándose porque no podía vencer a sus oponentes sin que Olam le diese ventaja. Y se quejó en silencio todo ese tiempo de haber vencido con ayuda divina en Elpis y Elutania, en la Rabat y en la fábrica de Walaga, hasta que fijó su atención en tres individuos que venían por el corredor a formarse detrás él.
Se trataba de un hombre tan gordo que casi ocupaba todo el espacio entre la fila y los catres al otro lado del corredor, barba puntillosa desarreglada y que no vestía nada aparte de su overol de denim manchado con sangre; su pecho estaba cubierto de moretones y, la cara, de arañazos profundos. Lo acompañaban una mujer embutida en un ajustado vestido marrón de una pieza, la cual ocultaba las canas bajo una pañoleta a cuadros. Ella tenía el labio inferior reventado y rasguños en el rostro. Sin embargo, el más llamativo era el muchacho que los seguía. Era casi tan inmenso como el primer sujeto, pero joven. Llevaba un pijama a rayas puesto al revés, además de un hilillo rojo que escurría desde la línea del pelo por la nariz. La mirada del joven permanecía clavada en el suelo mientras arrastraba un carrito armado con tablones rescatados de los escombros.
—¿Se encuentran bien? —quiso saber Leonard.
—Estamos perfectos —respondió el hombre gordo que parecía ser el padre de esa curiosa familia.
—Perdóneme por insistir, señor, pero me parece que no. Será mejor que vea un médico.
—¿Y usted quién es para decirme qué hacer?
—¡Sí! —dijo la mujer— ¡No se meta en lo que no le importa! —añadió tras escupir a un lado.
—Yo no soy nadie para decirle nada. Pero allá usted.
El fulano obeso aparto a la mujer y a su hijo con brusquedad y pasó por en medio de ellos.
—¡¿Qué quiere decir con eso de "allá usted"?! —dijo dando un empellón a Leonard— ¡¿Se cree que por ser un Maestre puede venir a mandonearnos?! —volvió a empujarlo— ¡Por culpa de ustedes y sus putos reyes el mundo entero quedó hecho mierda!
Para ese instante, muchos de los que estaban formados en la fila de las provisiones dejaron sus conversaciones para convertirse en público de aquel patético espectáculo. "¡Alguien debía decirlo, carajo!", señaló el gordo.
Leonard se quedó sin respuesta. ¿Cómo supo ese tipo que él era Maestre?
—Hablo por todos al decir que los reyes tienen la culpa de que termináramos metidos en este agujero —prosiguió el obeso—. Y el Cuerpo de Maestres también. Su trabajo era salvar al reino de Helyel. ¡Y no cumplieron! ¡No hay ciudad que no se haya arruinado...!
—Usted no habla por mi —interrumpió Leonard—. Y será mejor que retire sus palabras.
—Péguele de una vez, apá —tercio de pronto el muchacho con voz boba y casi arrastrando las palabras—, para que se calle.
—¡Tráeme acá el hacha! —ordenó el gordo a su retoño.
La mujer de la pañoleta que había llegado con los dos sujetos fue quien saco la herramienta del carrito y la dio a su esposo... o al menos esa creía Leonard que era la filiación de ellos.
—A ver qué hace sin su espada —dijo el hombre a la vez que deslizaba el pulgar por el filo del hacha.
La gente en la fila se desbandó aprisa, casi atropellándose entre sí para escapar.
El sujeto lanzó el primer hachazo directo a la cabeza de Leonard. Pero el Maestre lo esquivó con bastante facilidad y el instrumento se atascó en el suelo de piedra. El atacante era tan fuerte como lento. Bastó un tirón para que éste recuperase su arma. Volvió a lanzar más golpes que Leo evitó sin mayor trámite para contraatacar a puñetazos. El tipo era duro. Sacudía la cabeza con cada moquete, pero no parecía afectarle. Al instante trataba de asestar más tajos con el hacha.
Mientras tanto, la mujer y el hijo arrancaron pedazos del carrito apresuradamente para unirse al ataque. Aron Heker salió corriendo de entre la multitud que huía y puso fuera de combate al muchacho de un derechazo en la quijada. La señora alcanzó a darle un tablazo en la espalda. El Maestre Heker no precisó más que derribarla de un empellón para que se rindiese.
Leonard golpeaba al gordo con todas sus fuerzas. No conseguía noquearlo. Aunque logró despojarlo del hacha y arrojar lejos el arma improvisada. Le había cubierto el rostro de cardenales, la nariz y la boca del sujeto sangraban a raudales. A final de cuentas, el pleito se detuvo hasta que apareció el Ministro de Olam encargado de la Capitanía del Refugio. El hombre obeso finalmente cayó de espaldas. Su cuerpo hizo el mismo ruido que un fardo de cobertores y ropa sucia arrojado desde la planta alta de una casa.
El Ministro recién llegado tenía literalmente una melena de león en vez de cabello. Era Suriel, el encargado de la capitanía del refugio. Su hábito negro llevaba un patrón de vides y árboles bordado en hilo de plata. Las alas plegadas en la espalda eran cobrizas, carecían de plumas y estaban repletas de ojos. Sus ojos amarillos, brillantes, de pupilas verticales, iban de lado a lado y arriba abajo como recorriendo la escena.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —exigió saber.
—Este tipo intentó matarme —Leonard señaló al gordo tirado.
—¿Entonces lo mataste en defensa propia?
—¡¿Qué?! Yo no...
Leonard no reparó en la muerte del gordo hasta darse media vuelta y contemplarla en su horrible esplendor. Incluso Aron Heker se había inclinado junto a la mujer a la que empujó momentos antes. Trataba de encontrarle el pulso en la muñeca y el cuello. Un instante después, él la soltó y negó con la cabeza y puso un gesto de alarma. El muchacho que parecía ser el hijo de la pareja yacía sobre su costado con una expresión ausente plasmada en el rostro. Los ojos del joven parecían opacos, faltos del brillo de la vida.
Los curiosos empezaban a acercarse, como de costumbre, para ver quién se enteraba del chisme primero.
—¡No puede ser! —dijo Aron levantándose rápido— ¡La mujer y el otro tipo también están muertos!
Leo no se dio cuenta de cuándo Aron realizó al muchacho la misma prueba que a la mujer. Tal vez ocurrió mientras él aún peleaba con el jefe de esa peculiar familia.
—Esto es ilógico —respondió el Ministro—. No usaron sus espadas sagradas contra estos brutos —Luego, miró a un lado y al otro y frunció el ceño, como si le molestase tener observadores—. Espérenme en la capitanía —agregó a secas—, debo interrogar a esos tres.
—Los muertos no hablan —observó Aron.
—Sé lo que dije —replicó el Ministro grave—. Atranquen la puerta en cuanto entren.
Leonard no quiso discutir con un ángel de Olam. Y, ya puestos, no tenía caso. De seguro Suriel acabaría descubriendo la causa por la cual murieron esos tres.
A final de cuentas, los dos Maestres caminaron en silencio hacia la cabaña de la Capitanía, tal como les ordenaron un momento antes. Leo podía adivinar el recelo en las caras de algunos testigos; en otras, aparecían el temor o el reproche. Muchas mujeres murmuraban a su paso. Casi todos los hombres junto a los que pasaban se interponían delante de sus esposas e hijos. Él prefería evitar las miradas desafiantes de todos ellos. Pero se mantenía alerta, por si acaso se atrevían a lincharlos. Aunque, tal vez nadie osaría intentarlo mientras el Ministro estuviera cerca.
—Rápido —susurró Aron—. No me gusta cómo nos miran.
—Bueno, creen que no les falta razón.
Apretaron el paso hasta casi correr. Leonard dio un vistazo atrás. Suriel seguía inclinado junto al hombre gordo muerto a puñetazos. Por el serio gesto con el cual el Ministro contemplaba el cadáver, y el modo como repasaba la barbilla con una de sus cuatro manos, seguramente confirmó algo de bastante mal rollo.
El recorrido faltante se sintió como como si caminaran sobre una cinta que se desplazaba en sentido contrario. Al cabo de unos instantes, arribaron al porche de la cabaña. Aron abrió la innecesaria mosquitera de la entrada y se metió aprisa. Leonard lo imitó y atrancaron las puertas de afuera y adentro. No hallaron a nadie más. De pronto, el ruido de un vidrio roto los hizo sobresaltarse. Un hombre acababa de arrojar una papa al ventanal de enfrente. Y esa misma persona trataba de instigar a gritos al resto para que le ayudasen. Quería obligar a los Maestres a salir. Pero, al parecer, los otros no lo escuchaban. Quizá no se le unían porque temían represalias del Ministro que andaba cerca de ellos.
—Será mejor sentarnos en la escalera —dijo Leonard—. Al menos ahí no podrán vernos desde afuera.
Ambos rodearon el mostrador que ocupaba casi todo el frente y se sentaron en los peldaños cerca del rellano.
—¡¿Qué carajo acaba de pasar?! —soltó Aron de pronto.
—Pues eso mismo quisiera saber también —contestó Leonard—. Soteria ha sido devastada y reconstruida dos veces en diez o quince años. Es lógico que la gente se enfade. Pero hasta ahora sólo había pasado en la capital; nunca en todo el reino...
—Bueno —Aron se encogió de hombros—, es lógico que la gente de otros territorios se cabree si les afecta lo que sea que pase en la capital. Y es peor aún si consideramos que el reino casi se extiende por todo el mundo.
—Tienes razón. Era inevitable que el mundo entero nos odiara.
—Pues... ahora que la destrucción se extendió por Eruwa y el Mundo Adánico, no me sorprendería si ellos nos declaran la guerra.
—No lo creo. Además, en la Tierra nadie sabe siquiera que este mundo existe. Y seguramente nunca lo sabrán.
Leonard tenía razón en eso último. Si bien la invasión Arriana empezó en la Tierra, sus habitantes ignoraban que los invasores en realidad usaban su mundo como puente para llegar a Eruwa. Sólo estaban conscientes de que espoliaban los recursos del planeta. No obstante, al subir Teslhar al trono de Elutania, las hostilidades pararon e inició la reconstrucción de los tres mundos. Dos materialmente y el tercero, en sentido político. A final de cuentas, Olam ordenó que los terrícolas fuesen puestos en un sueño profundo y extenso hasta que terminara la reparación de sus ciudades. Entonces, despertarían de nuevo en sus casas, con las memorias alteradas para olvidar el acontecimiento.
—Pues como sea —dijo Aron—, siento que no tarda en cocinarse una rebelión contra Sus Majestades.
—¿En serio piensas eso? —soltó Leonard.
Enseguida, reflexionó un poco más sobre su reciente pleito a hachazos y las opiniones de Aron.
A decir verdad, era comprensible el malestar de los supervivientes. No importaba que Sus Majestades y el Gran Arrio Teslhar hubiesen despachado cuadrillas de reconstrucción a todas las ciudades de Eruwa y la Tierra —o que éstas trabajasen sin parar diariamente—, en todos lados existían pérdidas irremediables. Y no todas consistían en bienes. Empezando por las víctimas del Iglú B, que fue destruido por Helyel cuando logró llegar hasta el Refugio durante la invasión arriana. Por ello no resultaba descabellado pensar que, tarde o temprano, los ciudadanos empezarían a inconformarse. El enojo del gordo del hacha y su familia lo probaba. Por otro lado, la reacción violenta de la familia que atacó a los Maestres parecía fuera de lugar por sabrá Olam qué razón.
—Hay algo muy raro en todo esto —dijo Leonard aún pensativo.
—¿En serio lo piensas? —contraatacó Aron con un tonillo molesto— ¡Me sorprendes!
—Si también notaste que ese rollo del gordo fue muy exagerado, entonces yo soy el sorprendido.
—Que alguien quiera matarte a hachazos siempre será exagerado, ¿o no?
—Bueno, sí —dijo Leonard a la vez que estrujaba sus neuronas—. Quiero decir, estoy consciente de que hubo pérdidas materiales por todos lados. Pero, se salvaron muchas vidas. ¿No se suponía que por eso Olam construyó este refugio y nos hizo evacuar todas las ciudades?
—Ajá. ¿Y luego?
—Luego, si el gordo y su familia perdieron casa y demás posesiones, pero no a ningún ser querido como sí pasó con los habitantes del Iglú B, entonces todo ese parloteo y lo del hacha fueron una exageración.
Aron puso un gesto meditabundo en ese preciso instante. Asintió despacio.
—O sea —prosiguió Leonard—, si no murió ningún familiar de ellos en el derrumbe del Iglú B, no deberían tener motivo para querer asesinar a un Maestre...
—¿Y cómo sabes que no perdieron a ningún familiar ahí?
—¡No lo sé! Es que no comprendo por qué se arriesgaron así, especialmente sabiendo que asesinar miembros del ejército se paga con Pena Capital. ¡Todo el mundo lo sabe! He ido al Iglú B una y otra vez en semanas sin que nadie me reproche. ¿Por qué de pronto alguien intentó matarme?
—Ya entiendo —dijo Aron asintiendo—. De seguro también notaste que ellos sabían que somos Maestres sin habernos visto jamás... y casualmente todo pasa cuando no tenemos nuestras espadas sagradas.
—¡Exactamente!
De pronto, Leonard oyó que la puerta se desatrancaba. Se levantó aprisa y corrió para evitarlo.
—¡Soy yo! —dijo Suriel a la vez que entraba a la cabaña— Pude oírlos desde afuera.
Aron se asomó desde la escalera.
—¿Qué tanto? —quiso saber él.
—Todo —respondió Suriel mientras cerraba de nuevo —. Y Leonard tiene razón.
—¿Ah, sí? —dijo el aludido— Pero, entonces... ¿qué pasará con Aron y conmigo?
Suriel se volvió para encararlo después de que puso la tranca de nuevo. Su expresión era tan sombría que hasta Leo pudo oír cómo Aron tragaba grueso.
—Nada —respondió al fin el Ministro—. Esas personas ya estaban muertas cuando los atacaron.
—¿Eran Legionarios? —interrumpió Aron.
—Así es. Lo descubrí ni bien eché un vistazo a los cadáveres.
—¡Carajo! —soltó Leonard— ¡Debieron colarse por los portales!
—No saques conclusiones tan rápido —dijo Suriel—. Los portales sólo permiten el paso a Ministros, arrianos y humanos. Un Legionario no podría cruzarlos así como así. —Luego, suspiró cansino—. De seguro hay más cadáveres en otro lado.
—¿Y qué hiciste con los tres de hace rato? —quiso saber Leonard— ¿Ya están en la morgue del Iglú P?
—No pensaron que iba a dejarlos a la vista de todos. ¿O sí?
El iglú P funcionaba como sanatorio. Pero no era el único en poseer morgue. Todos tenían una, aunque no a la vista de los habitantes. Los Ministros las mantenían ocultas con conjuros para evitar que nadie visitase a los muertos sin autorización. Sobre todo, querían prevenir robos a los cadáveres. Por lo cual no podías entrar a menos que conocieses al difunto y todo se hiciera bajo estricta vigilancia.
En ese momento, la puerta sonó como si alguien la martilleara. Pero los toques no eran simple ruido. Parecían más un código Morse que Leonard no logró descifrar.
—Tranquilos —dijo Suriel a la vez que iba a desatrancar la puerta—, es un amigo.
Enseguida, otro Ministro ingresó rápidamente a la cabaña. Llevaba puesta una armadura bajo el hábito negro; la careta del yelmo tenia un damasquinado peculiar, en forma de calavera sobre dos fémures. Leonard lo había visto un par de veces antes. Pero ahora fue la primera vez que observó el patrón del hilado en las ropas del ángel. Aparte de las consabidas ramas de vid, las mangas llevaban un diseño circular conformado por manos y ojos el cual iniciaba en los codos.
—¿Ustedes pelearon con los tres muertos? —dijo el Ministro en armadura. Su voz sonaba como salida de una lata.
—Sí —respondió Aron.
—¿Notaron algo raro en ellos?
—Venían muy golpeados y sucios —señaló Leonard—. Uno de ellos sabía que somos Maestres.
—Sé que uno de ustedes dos tiene un anillo de Hawad. ¿Quién es?
—Yo —respondió Leonard.
—¿Y no tuvo curiosidad de mirarlo, soldado?
Esas palabras confirmaron la sospecha de Aron y Leonard. Leonard, sin embargo, no miró el anillo de perlas en su mano derecha porque en esos momentos intentaba evitar que le partieran el cráneo de un hachazo.
La familia que los atacó estaba muerta desde antes y sus cadáveres posesos anduvieron por ahí, como si nada, hasta que Leonard se los topó en la fila de las provisiones. Si él hubiera visto el anillo, habría notado que se puso gris, lo cual indicaba la presencia de individuos influenciados por Helyel o sus Legionarios. Por otra parte, el conocimiento de lo desconocido era otro signo evidente de una posesión. Y el hecho de que el gordo supiera que Leo y Aron eran Maestres, a pesar de que nunca los había visto, encendió suspicacias pues los ridículos uniformes arrianos no bastaban para delatar el cargo de sus portadores.
—¡Lo sabía! —soltó Aron al mismo tiempo chocaba el puño con su otra mano— ¡Eran Legionarios!
—Esto es grave —dijo Suriel—. ¿Qué más descubriste, Sare?
Entonces Sare, el Ministro en Armadura, refirió sus hallazgos.
Los infortunados que sirvieron de disfraz a los intrusos eran voluntarios en brigadas de reconstrucción. Trabajaban en Turian, la misma ciudad donde vivían. Ese día tocaba reparar un templo, en lo cual se ocuparon hasta que una pared mal apuntalada los aplastó. O esos fueron los últimos recuerdos que Sare pudo extraer de los tres difuntos. La familia apellidaba Scharn en vida, y eligieron esa encomienda en especial por ser devotos feligreses de la Catedral del Adviento.
—Esperen —dijo Sare levantando una mano para enfatizar la interrupción —, Olam quiere revelarme algo.
Enseguida, el Ministro sacó su segundo par de brazos del hábito y unió sus manos para elevar una plegaria.
Suriel pidió silencio con el ademan de llevarse el dedo a los labios y adoptó la postura de su compañero. Leonard se encogió de hombros por toda respuesta. No pensaba hablar, en cualquier caso. Tras unos instantes casi inacabables de mutismo, Sare finalmente bajó la mano e inclinó un poco la cabeza. Quizá había adoptado un gesto serio bajo el yelmo. Pero era difícil saberlo con certeza si la careta le tapaba el rostro.
—Tendremos que avisar de inmediato a Sus Majestades —dijo con su voz de lata aún más grave—. Y hacerles repoblar las ciudades cuanto antes.
—Pero —intervino Aron—, aún falta mucha reconstrucción.
—Que empiecen con los que se pueda —terció Suriel—, sean distritos o ciudades enteras. Pero que lo hagan ya.
Leonard creía entender la razón tras la urgencia. Supuso que sus actos bien podían causar la germinación del descontento entre la población. Por ello, repoblar las ciudades tal vez distraería al populacho. Aunque quizá no lo suficiente. Hacía menos de veinte minutos alguien rompió un ventanal de la Capitanía tirándole papas, además de que intentó azuzar a los demás contra él y Aron. Pero no sucedió nada más porque seguramente nadie hizo caso. ¡Quién sabe después! Muchos soterianos acostumbraban a portarse de manera fría cuando oían rumores o chismes por primera vez; pero esa frialdad se diluía conforme el chismorreo intensificaba.
—Por cierto, Leonard —dijo Suriel—, será mejor que Aron y tú vuelvan a sus lotes.
—¿Será seguro salir? —quiso saber Aron.
—Yo los escoltaré —ofreció Sare—. Debo asegurarme de que se preparen para su próxima misión.
Leo notó que Aron fruncia el ceño tras el anuncio. No sólo imaginaba el porqué. Hasta estaba de acuerdo con él.
—Acabamos de volver de otra misión —protestó Leonard con serenidad—. Además, no somos los únicos Maestres. ¿Qué hay de Jarno o Bastian Gütermann?
Sare se plantó frente a él hasta quedar cara a cara... o, más bien, cara a yelmo.
—¡¿Qué ocurre, soldado?! —soltó el Ministro de forma enérgica mientras machacaba el índice en el pecho de Leonard y su armadura cloqueaba con cada movimiento— ¡¿Acaso otra misión le parece mucho?!
—No —respondió Leonard—. No es eso...
—¿Qué entonces?
—No se preocupen —intervino Suriel—. No será hoy, pero deben ir antes del martes.
Entonces, el Ministro refirió que había un lugarteniente de Helyel que estaba por comprar una farmacéutica en Francia. Olam le reveló a él y a Sare que fue ese lugarteniente quien coló a los Legionarios al Refugio. Aquel día era viernes. Por lo tanto, Leonard y Aron apenas si iban a tener tiempo para descansar y sanar las heridas del último combate.
—Sare les dará los pormenores en el camino —concluyó Suriel.
Leonard hubiera querido decir "¡qué remedio!" tras un largo suspiro de desgano. Pero prefirió abstenerse. No sólo porque era una grosería. Casi en ese preciso instante tuvo una idea para fortalecerse, no depender de ventajas o milagros... y no deseaba estropear cualquier oportunidad de que los Ministros accedieran a su pedido.
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