NYRAH


Ella posó la palma derecha en el vidrio helado del ventanal en su habitación y dio un vistazo hacia abajo. La calle estaba a tantos pisos abajo que batallaba para distinguir a los vehículos... bueno, si podía llamar así a las esferas flotantes que sólo dejaban borrones rojos o blancos en el aire cuando se desplazaban. Sólo podía verlas con claridad cuando estaban quietas. Y, aun así, aquel panorama le resultaba tranquilizador.

—Señora —dijo con voz de niña la inteligencia artificial que controlaba el apartamento—, hay visitas aguardando en la entrada. ¿Quiere dejarlos entrar?

—¿Quién es? —pidió saber Nyrah.

—El concejal Oresn. Viene acompañado de un oficial del ejército.

—Que se vayan. Diles que no estoy.

—Como ordene.

—Anya, di a cualquier visitante masculino que no estoy si mi marido anda fuera de casa —respondió Nyrah.

—Entendido.

Aquello fue raro. Los concejales nunca visitaban a Erik en casa; menos cuando él no estaba ahí.

Nyrah recordaba, que cuando vivía en Soteria, los vecinos chismosos empezaban con habladurías si un hombre aparecía de pronto en la casa de una mujer cuando estaba sola. Esa fue más que nada la razón por la cual no lo invitó a entrar. Pero en Elutania nadie hubiera chismeado. En primera instancia porque las leyes arrianas castigaban a los entrometidos; y, en segunda, los arrianos pocas veces miraban la infidelidad con malos ojos. De hecho, cuando sí o cuándo no fue por bastante tiempo una de las situaciones que a ella más le costó entender.

—Señora —insistió la inteligencia artificial—, el concejal y su acompañante acaban de marcharse.

—¿Puedes deducir qué querían?

—Temo que no, señora. ¿Desea que revise la video vigilancia para averiguarlo?

—Sí. Pero no tardes.

La inteligencia artificial avisó, un momento después, que al concejal parecía urgirle encontrarse con Erik o con Nyrah. Sin embargo, lo perdió de vista cuando entró en la sala de reuniones aislada del piso treinta. No pudo vigilarlo más ahí porque no había cámaras de vigilancia o micrófonos.

Entonces, Nyrah salió de la alcoba atravesando el cristal opaco que la cerraba. Recorrió el largo pasillo de paredes blancas y brillosas hasta llegar a la sala de aquel apartamento donde vivía con su marido desde que se mudaron a Elutania. Los tres sillones y el sofá —tapizados con una imitación de cuero púrpura— estaban decorados con cojines verde musgo y pequeños manteles bordados en punto de cruz que ella trajo de su casa en Turian. Nada de eso hacía juego. Pero así mantenía ella vínculos con su antiguo hogar, aunque ya no pudiese visitarlo cuando quisiera.

Otro pasillo se abría a la izquierda de la sala, junto a la entrada. Este llevaba a la ducha. Cierto, la distribución de las habitaciones resultaba curiosa. Pero, ¿qué se le iba a hacer? La Torre Nimrod fue construida como el edificio principal del gobierno arriano; jamás fue concebida como un complejo de apartamentos y Nyrah lo sabía. Ella y su marido vivían en ese lugar sólo porque él era el Gran Arrio... o sea, el rey de Elutania.

Nyrah se metió al baño. Había un mono de tela blanca limpio esperándola doblado sobre la tapa del aparato en forma de silla que hacía de retrete y bidet al mismo tiempo. Había olvidado que lo dejó ahí desde la mañana.

Mientras se desvestía, pidió a Anya, la inteligencia artificial que controlaba todo en el apartamento, que calentase el agua. La ducha se hallaba en un cubículo de paredes que parecían hechas de la misma celulosa con que se fabricaban juguetes en Soteria. Se metió ahí de un brinco. El agua empezó a salir en chorros desde dos lados. Aquello casi parecía como si tomara un baño en la fuente de una plaza, pero sin mirones... u oficiales de la Guardia Urbana que pudiesen arrestarla por exhibicionista.

—Señora —dijo de pronto Anya—, su esposo ha vuelto. La espera en la sala.

—Sécame —ordenó Nyrah.

El agua paró de mojarle la espalda y el frente. Ahora cuatro sopladores de aire tibio le secaron el cuerpo en unos segundos. Se puso el mono limpio y se ató el cabello en una cola de caballo. Luego, se puso sus prendedores favoritos, los que tenían forma de orejitas de gato. Salió del baño y volvió a la sala andando a saltitos. Pero tuvo que parar con la coquetería al encontrarse a Erik acompañado y con una cara tan seria que podía pensarse que volvió de un funeral.

—Buenos días, Majestad —dijo ella al recobrar la compostura e hizo una reverencia.

El rey Derek tenía sangre seca en la camisa y un corte aun enrojecido bajo el pómulo derecho. Su nariz ganchuda por alguna razón se veía más torcida de lo que Nyrah recordaba, aunque no parecía rota.

—¿Qué les pasó? —soltó ella arqueando una ceja, todavía sorprendida por la presencia del rey de Soteria.

Erik se adelantó de una zancada para cogerla por la mano con fuerza.

—Nada —respondió él a secas—. Debemos irnos ya.

—Pero ¿por qué?

—¡Porque peligras! —contestó Erik por lo bajo, entre dientes, como para disimular su desesperación evidente.

Nyrah no quiso objetar. Ambos fueron directo a la entrada del apartamento, seguidos por el rey Derek.

—Señora, el concejal Oresn ha vuelto —informó Anya, la inteligencia artificial.

—Cállate —le exigió Erik.

—El concejal vino hace rato —confirmó Nyrah—; pero no lo atendí.

Erik se llevó el índice a los labios como para pedirle guardar silencio.

—Espérenme aquí —dijo él—. Yo me encargo.

Atravesó el cristal de acceso con una zancada para salir del apartamento.

La discusión de Erik con una mujer y el concejal Oresn podía oírse desde adentro. Él los increpó porque fue atacado por autómatas durante una reunión en el palacio real de Soteria; ellos negaron de inmediato haber ordenado el ataque e incluso aseguraron que vinieron a advertirle de la conspiración en persona para evitar que alguien más descubriera que ellos sabían lo que pasaba. Pero hubo un momento en que parecían haber callado. O quizá murmuraban.

—Ojalá que Erik no se fíe de ellos —dijo el rey Derek por lo bajo.

—A lo mejor no —respondió Nyrah de la misma forma—. Ese concejal no es su persona favorita. Pero yo conozco a la mujer. Se llama Ymr y es mi única amiga por aquí.

—Cualquiera puede fingir amistad.

Erik entró de nuevo pocos minutos más tarde. Ahora le seguía un arriano joven con cabello marrón y blanco y ojos púrpuras. Era el concejal Oresn. Ymr entró detrás de ellos. Era tan alta que rozaba el marco del cristal de acceso y tan corpulenta que sus brazos cubiertos de cicatrices parecían troncos. Ella saludó a Su Majestad Derek con una leve reverencia, pero abrazó a Nyrah de tal forma que ésta sintió cómo se le salía el aire de los pulmones.

—Lo siento —dijo Ymr—. Me quedaría a chismear un rato, pero tienes que irte. Ahora.

—¿A dónde? —quiso saber Nyrah— ¿Y por qué?

—Acabo de sufrir un atentado —respondió Erik—. Y ellos venían a rescatarte.

Una sensación helada recorrió el cuerpo de Nyra en un instante para luego volverse una bola dura en su garganta.

—¿A dónde vamos? —pidió saber con la voz todavía ahogada.

—Los escoltaremos de regreso a su mundo —informó Ymr—. Hay un portal en el piso de abajo. Se irán por ahí.

Nyrah sabía que su esposo tenía rivales en el Consejo de Gobierno. Pero no imaginó que hubiera algunos dispuestos a eliminarlo. Hasta entonces, su inocencia llegaba al extremo de creer que los políticos arrianos no se prestaban a conspiraciones porque en Elutania no había nobles aparte de la Familia Real... que, por cierto, en últimas fechas prácticamente se había limitado a ella y su marido.

Erik se adelantó en ese instante a tomar a su mujer por la mano y salir juntos del apartamento. Los demás lo siguieron de inmediato. Corrieron todos juntos por el largo pasillo, de suelo negro y brillante. El concejal Oresn e Ymr habían sacado pistolas que Nyrah no había notado hasta que se le ocurrió mirar atrás.

Pararon casi de golpe al llegar al cristal de acceso del ascensor.

—Alguien viene —dijo Ymr seria mientras apuntaba al vidrio oscuro.

—¿No deberías tener algo así como la Guardia Real para estos casos? —quiso saber Derek.

—Sí que lo tenemos —respondió el concejal—. Pero no he visto a nadie. Seguramente son parte del complot.

El rey de Soteria tenía razón. Aquel piso de la Torre Nimrod —el centro de gobierno arriano— sólo estaba ocupado por el apartamento donde Nyrah y Erik vivían además de la jefatura de vigilancia.

El cristal del ascensor se volvió translucido antes de abrirse. Todos bajaron sus armas al encontrarse con una cara conocida. Era otra mujer arriana que llevaba el cabello azul y rojo atado en coletas. Llevaba un bolso de arpillera colgando del hombro y que apretaba contra su pecho con ambas manos. Pero no salió de ahí. Se quedó en el umbral, como para evitar que el aparato se cerrara y fuera al siguiente piso.

—¿¡Qué haces aquí, Bami!? —se quejó Ymr— ¡No vuelvas a asustarme así!

—Olvídense del portal de abajo —dijo Bami—. Vienen autómatas en camino.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —exigió saber Erik.

—Por lo pronto, Majestad, que todos corran al apartamento —dijo Bami.

Erik se puso tan pálido como el cielorraso encima de ellos.

—No irás a explotar el ducto —dijo él —. ¿O sí?

—Lo haré siempre que ganemos tiempo —respondió Bami seria.

Erik fue el primero en volar. Su esposa, Derek y los arrianos lo imitaron de inmediato. Enseguida, Bami se dio media vuelta, sacó apresurada algunas tabletas rojas del bolso colgado de su hombro y las arrojó dentro del ascensor. Luego, corrió detrás de los demás para darles alcance.

Nyrah sospechaba que esas curiosas tarjetas eran los explosivos. No obstante, confirmó la sospecha ni bien el cristal de acceso al piso quedó hecho astillas y el hueco dejado por la explosión vomitó escombros y una bola de fuego. El estallido hizo sonar alarmas en muchos niveles —incluido aquel donde ella estaba— y activó el sistema contra incendios del edificio entero. Esto sólo consistía en lanzar a presión un polvo anaranjado de consistencia parecida a la de ladrillos molidos. El lugar no se llenó de humo ni se propagó el fuego, como era lógico, pero hedía a chamuscado de todos modos.

Nyrah y Erik entraron primero al apartamento. Derek y los arrianos entraron aún casi corriendo. Bami los alcanzó un poco después.

—Eso mantendrá ocupado a todo el mundo —dijo ella hurgando el bolso colgado de su hombro.

—¡Carajo! —soltó Erik entre dientes— ¡Con lo caro que salió reparar el edificio la vez pasada!

Bami sacó barzaletes dorados del bolso, adornados con piedrecillas, y los sostuvo en una sola mano. Tal vez quería que todos cogieran uno.

—Lo siento en serio, Majestad —dijo—. Pero no había de otra. Pónganse los transportadores rápido. Se nos acaba el tiempo.

—¿A dónde vamos? —quiso saber Nyrah mientras se ponía la pulsera transportadora.

—A Eruwa.

—No, yo me quedo —terció Erik devolviendo la suya a Bami—. Debo enfrentar a los conspiradores.

El concejal, Ymr e incluso Bami discutieron con él apresurados, en voz baja. Trataron de convencerlo para que se marchara a Soteria. El rey Derek, por otro lado, dijo que iba a apoyarlo sin importar qué decidían y hasta se quedaría a pelear si elegía no marcharse. Nyrah entonces cogió a su esposo del brazo para que la encarara. "Acábalos —dijo ella— y, por favor, regresa vivo". No podía evitar que su marido enfrentara a los conspiradores. Ni hablar de unirse al combate. A duras penas sabía tirar con pistola. Sin embargo, ella no consideraba que largarse de Elutania fuera una huida sino una retirada estratégica. Vive hoy, lucha mañana.

Otro estallido en el piso inferior taladró los oídos de Nyrah. Todos se taparon los oídos casi al mismo tiempo.

—Escuchen —dijo Bami—, digan "Vado Ad". Los transportadores tienen destinos programados para cada uno.

El concejal, Ymr y Nyrah repitieron las palabras sugeridas por ella.

Las paredes blanquecinas y el suelo pulido desaparecieron en un parpadeo y fueron reemplazados por el suelo de madera de un pórtico enlucido con cantos rodados. Llegaron de noche a sea que donde los despacharon las pulseras transportadoras. Un camino de tierra comenzaba en un cerco de piedra, al otro lado del terreno, y terminaba en la fachada de la casa donde ahora estaban.

El concejal e Ymr eran tan altos que al llegar se materializaron a la intemperie, enfrente del pórtico de la casa de Nyrah en Eruwa. Incluso ambos tuvieron que agacharse un poco para poder pasar bajo el cielorraso de madera cuando se acercaron a Nyrah.

—¿Qué es aquí? —pidió saber Ymr.

—Se dice "¿dónde estamos?" —corrigió Nyrah.

—Eso mismo —terció el concejal—. ¿Dónde estamos?

—En la hacienda donde vivíamos Erik y yo... En Turian, Vayamos adentro, que hace frío.

—¿En serio? —dijo Ymr luego de soltar una risilla— ¡Si hace un montón de calor!

Tal comentario era comprensible si considerabas que en Elutania las temperaturas no sobrepasaban —fuera de los domos protectores— los diez centígrados bajo cero en un verano especialmente cálido.

Nyrah se acercó a la mosquitera de la entrada y estiró el brazo tanto como pudo para buscar la llave que su marido acostumbraba a esconder tras la moldura sobre el dintel de la puerta. Abrió despacio. La casa exhaló una bocanada de aire mezcla de olores afrutados y polvo. Nadie había limpiado desde que los reyes de Soteria decretaron la evacuación de todos los territorios, antes de la invasión arriana.

—Pasen —invitó Nyrah al concejal y a Ymr.

Ellos la siguieron a la pequeña sala de la casa. Pero tuvieron que pasar agachados bajo el cielorraso de madera del pórtico y la entrada principal. La luz de la luna llena se metía por la ventana más grande de la sala e iluminaba el lugar a duras penas. Las motas de polvo que se levantaron al abrir la puerta caían de nuevo como los primeros copos de una nevada. Comprensible, si recordabas que nadie había limpiado la vivienda en casi tres meses. El interruptor en la pared giraba, pero no encendía las luces. Al parecer, el servicio eléktrico no había sido restaurado aún.

—Iré a buscar las velas —dijo Nyrah—. Siéntense por favor donde gusten.

Fue directo a la cocina en medio de la oscuridad. Se guiaba a tientas para no tropezar con las sillas del comedor o la vitrina. Luego, buscó de igual modo la puerta de la alacena; la abrió y palpó los anaqueles hasta encontrar los fósforos y las velas. Pero sólo halló la última que tenía. La encendió rápido y volvió a la sala con sus invitados. La luz grasosa del pabilo daba a los rostros un aspecto fantasmal, como si flotaran en medio de la noche.

—Ustedes han de perdonarme —dijo seria mientras dejaba caer con mucho cuidado algunas gotas de cera fundida sobre la mesita en el centro de la sala—; ésta era la última. Siéntense.

—Viví bastante tiempo fuera del domo —contestó Ymr antes de sentarse en el sofá bajo la ventana—. Esto no es nada.

—Bueno —respondió el concejal Oresn acomodándose en que era el sillón favorito de Erik—, ahora sólo queda esperar a que el Gran Arrio vuelva.

—Sólo espero que no tarde —soltó Nyrah seria—. Oye, Ymr, nunca me contaste esa historia. ¿De verdad viviste fuera del domo?

—¡Huy! Fue hace mucho; yo todavía era una niña...

Nyrah no tenía la menor idea de cómo entretener a sus invitados, así que optó por hacer que ellos mismos contaran algo de sus vidas. Ymr era un perico, afortunadamente. No pasó mucho para que ella misma contara entre risas diversas anécdotas de la época antes de alistarse en el ejército. Hasta confesó no haber obtenido las cicatrices que la cubrían en combate sino por haber caído en una grieta del hielo cuando era niña. Pero al concejal Oresn apenas si podían sacarle monosílabos.

—Mi vida no ha sido interesante —resumió él—: estudié, me volví burócrata, escalé puesto gracias a mis habilidades políticas. No hay mucho que contar.

—Pero de seguro conoce alguna que otra historia turbia —replicó Ymr—. ¿O no?

—Oh, sí que las conozco —dijo el concejal con un cierto tonillo—. Pero tendré que matarlas si se las cuento. ¿Y usted, señora Nyrah?

—Bueno, yo no sé nada de historias turbias —respondió ella—. Aunque quizá les interese saber cómo una ama de casa se volvió consorte.

Sólo dijo aquello en son de broma. No obstante, y para su sorpresa, sus invitados aceptaron escucharla de buena gana. Sabía que en Elutania no se habían publicado novelas rosas durante bastante tiempo. En cualquier caso, nunca imaginó que alguna vez conocería a alguien con tanta hambre de relatos donde el amor triunfe. Casi no podía creerse la atención que parecían prestar a sus palabras cuando les relató que conoció a Erik el mismo día en el cual se rompió el sitio de Soteria. Ella era enfermera de profesión y fue voluntaria en un sanatorio improvisado donde atendían a los soldados tras la batalla para liberar la ciudad. Ahí se encontraron por primera vez. Más tarde, cuando terminó la guerra, él usó una suerte de control mental para convencerla de fugarse juntos a Turian; luego, vivieron ocultos ahí siete u ocho años como criadores de caballos.

Cierto, eso aparentemente no era nada romántico. Cualquiera podía pensar que en realidad fue un secuestro. Pero llegó un punto en el que a Nyrah dejó de importarle. Para cuando se dio cuenta de que fue controlada mentalmente por su esposo, también notó que podía oírle los pensamientos. Así descubrió no sólo la identidad real de su marido, también que él la quería en verdad. Las flores y obsequios casi diarios, las palabras tiernas y besos y caricias nunca formaron parte del método de control.

Pero la coronación de Erik como Gran Arrio de Elutania les puso la vida de cabeza.

Nyrah no tuvo tanta dificultad para adaptarse a la tecnología del nuevo mundo al cual se mudó con su marido. De hecho, ella incluso empezaba por entonces a hablar y entender el idioma local sin ayuda del procesador neuronal que llevaba oculto en los aretes. A veces podía sostener conversaciones enteras sin encender las letritas que aparecían en su campo visual para indicarle cómo contestar o mostrarle la traducción de lo que decía la otra persona. Incluso empezaba a acostumbrarse a lo directos que podían ser los arrianos. Pero eso último había provocado que Erik tuviese altercados casi diarios con el Consejo de Gobierno.

Tanto ella como él supusieron, desde su primer día en Elutania, que ostentar semejante cargo iba a ser bastante complejo. Por ello, siguieron la recomendación de reclutar a cuantos expertos pudiesen. Sin embargo, aún con toda esa ayuda, casi ninguna de sus propuestas obtenía aprobación del Consejo de Gobierno. Cuando Erik propuso detener el monitoreo a los procesadores neuronales de los civiles, la pega fue que el crimen pasaría de ser nulo a tener la peor escalada de la historia; la ocasión en la cual él planteó aumentar los salarios mínimos, el pretexto fue que encarecer la mano de obra dispararía todos los precios en forma exponencial, pues la economía arriana era delicada y estable a partes iguales. Fueron tantas las iniciativas desechadas que llegó al extremo de empezar a considerarse una autoridad ornamental. De hecho, el concejal Oresn llegó a afirmarlo en broma durante una sesión de debate del Consejo.

Nyrah, por suerte, no tenía tantas obligaciones al ser consorte del Gran Arrio. Sus funciones se limitaban a supervisar una institución benéfica a cargo de ancianos sin familia y otra al cuidado de los pocos centenares de huérfanos que existían en Elutania. Podía sonar a casi nada de trabajo. Pero en realidad tenía cierto chiste, en especial cuando considerabas que los arrianos vivían entre ciento cincuenta y doscientos años. Por lo tanto, al tener infancias y senectudes mucho más largas que las del humano común, requerían de cuidados durante bastante más tiempo... lo cual requería de un presupuesto bastante amplio. En cualquier caso, ella acababa por enterarse de las malas pasadas que el Consejo hacía a Erik porque él se las contaba antes de irse a dormir.

A final de cuentas, llegó un momento en el cual el Consejo de Gobierno aprovechó la inocencia política del flamante Gran Arrio para empezar a sesionar sin su presencia y sin que él o su mujer lo supieran.

Cierta mañana en la que Erik recibió su acostumbrado ejemplar electrónico del Gazetea Nogra —diario oficial arriano— se dio cuenta de que su propuesta para aumentar los salarios mínimos fue presentada de forma íntegra por el concejal Oresn y aprobada por unanimidad. Lo mismo sucedió con la suspensión del monitoreo a los procesadores neuronales. Hasta le dieron el beneplácito a la anulación de algunos impuestos y recuperar los ingresos que proporcionaban aumentando otros de forma imperceptible.

Nyrah nunca vio a Erik tan cabreado como ese día. Ella trató de calmarlo, pero él fue directo a confrontar al concejal y por poco pelearon a golpes.

El concejal interrumpió entonces la narración con un fuerte carraspeo.

—Bueno, mi señora —dijo serio—, las propuestas de Su Excelencia el Gran Arrio eran muy buenas; por eso no queríamos desperdiciarlas. Pero sólo podían volver a presentarse ante el Consejo si otro miembro las modificaba y hacía pasar como suyas.

—Es una cuestión de leyes que yo no entiendo mucho —aclaró Ymr—. El concejal puede explicarlo mejor...

—No, gracias —respondió Nyrah—. No hace falta.

—Lamento haber causado molestias al Gran Arrio —agregó el concejal—. Aunque no lo parezca, somos más los que preferimos ser gobernados por él. No me gustaría que Helyel volviera al trono.

—¿Y qué hacía entonces el Gran Arrio anterior? —quiso saber Nyrah.

—Prestarle su cuerpo a Helyel —respondió Ymr.

—Helyel era quien gobernaba en realidad —completó el concejal—. Sólo usaba al príncipe Osmar para tener forma corporal y no ser nada más un espíritu. No puedo creerme que todavía haya quienes aún le son leales y quieren su regreso.

Nyrah conocía más o menos la situación en Elutania antes de que su esposo se hiciera con el trono. Pero era la primera vez que oía quejarse a un antiguo sirviente cercano de Helyel. Ella no necesitaba un intelecto privilegiado para comprender quienes atentaron contra su marido en Soteria. No obstante, le resultaba casi inverosímil cómo pasaron desapercibidos durante meses. Debía poner a trabajar muy duro su cabecita pecosa y adornada con prendedores en forma de orejas de gato.

—A lo mejor Helyel tenía bastante mimado a ese grupito —dijo Nyrah seria.

Un golpe sordo en la planta alta hizo vibrar la pared detrás de ella.

—¿Oyeron eso? —dijo Ymr de pronto.

Nyrah se puso en pie y fue hacia las escaleras de piedra que separaban la sala del comedor. Ymr y el concejal la siguieron en silencio.

El estrépito de un ropero caído hizo que ella abriera mucho los ojos y fijara la mirada en las escaleras de piedra que separaban la sala del comedor. El ruido de más objetos derribados seguido de pisadas bajó del corredor entre las alcobas de la segunda planta. "Atrás todos", dijo Ymr al mismo tiempo que se ponía delante y desenfundaba —a velocidad cegadora— un arma de la pistolera en su pierna derecha. Las pisadas se desplazaban de forma pesada hacia la planta baja.

—¡Cuidado! —dijo Erik poniendo las manos en alto— ¡Esa cosa no es de juguete!

¡No vuelvas a asustarme así! —se quejó Nyrah.

—Bueno, ¿qué no te da gusto verme otra vez?

Enseguida, Nyrah subió los peldaños de dos en dos mientras que su marido los bajaba. Ambos se encontraron con un abrazo casi a la mitad de la parte inferior de la escalera. Ella sentía de nuevo la garganta cerrada pero, al mismo tiempo, que esa cosa intragable dentro de su cuello se volvía líquido y tomaba otro camino para escurrírsele por los ojos.

Erik le apretó la cabeza de su mujer con suavidad contra el pecho, hasta que esta oyó el golpeteo de su corazón.

—¡Es en serio! —dijo Nyrah— ¡Jamás me des otro susto así!

Su marido le dio un beso en la frente. Esos labios rasposos pero suaves siempre la reconfortaban.

—Te lo prometo —respondió Erik—. Oigan, ¿quieren saber cómo nos fue?

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