MUDANZA A UNA ISLA CON FORMA DE RELÁMPAGO

Leonard se quedó plantado delante del portal que acababa de abrirse en medio de aquel túnel, en el refugio de las Islas Polares. Debía traer a Laura de adonde sea que se escapó. Ya llevaba con él alguien a una amiga de su hija que sabía cómo encontrarla. Sin embargo, el único Ministro al cual podía pedirle ayuda acababa de negarse. En su lugar, Atael ofreció conducirlos a la isla de Blizstrahl. Claro que irían allá. Fueron deseos de Sus Majestades e idea de su compañero Maestre Bastian Gütermann. Pero no ahora.

—¿Vendrán? —pidió saber Atael.

—¡Claro que no! —respondió Leonard— ¡Necesito que me lleves a donde Laura se haya metido!

Atael sacó la cabeza del portal. El resto de su cuerpo permanecía en un patio de la abadía de Blizstrahl. Apoyó los cuatro brazos en los bordes del portal.

—¿Y qué harás entonces? —dijo el Ministro con su vocecilla—. Te recuerdo que la Agencia Sin Nombre te atrapó junto con Bert —agregó tras una pausa hecha como para enfatizar su discurso—. Eso sin mencionar cuánto batallaron mis hermanos para rescatarlos. Si vuelves a ese lugar, a Laura le pasará lo mismo.

Leo apretó los dientes con resignación. Atael fue duro, pero tenía razón. No podían arriesgar la vida de Laura u obligar a ningún Ministro a abrir portales.

—Bien, tú ganas —resopló Leonard—. Iremos contigo.

Luego, cruzó aprisa el portal. Su esposa, Germán y Laudana, la hija de Bastian Gütermann, lo siguieron. Llegaron al patio Norte de la Abadía de Blizstrahl en apenas un instante. Quizá el aleteo de un colibrí hubiera sido más prolongado que el trayecto recién hecho. Pero así de extraordinario era el poder de Olam y sus Ministros. Imposible de medir o comparar. Para ellos, doblar el espacio y el tiempo para recorrer miles de kilómetros al instante era tan sencillo como el caminar lo fue para la humanidad. Por otro lado, la facilidad con la cual los humanos se acostumbraban a sus circunstancias también resultaba inmensa. Incluso los habitantes de Eruwa más capacitados, quienes al principio tuvieron gran curiosidad por el funcionamiento de los portales, prefirieron limitarse a sólo aprovecharlos al notar las intrincadas Leyes Físicas requeridas para violar capa tras capa de otras Leyes Físicas.

El patio Norte de la abadía era el más reconocible. Llevaba poco más de un siglo en ruinas por culpa de algún idiota que estornudó al pronunciar un conjuro. El sitio donde estuvo la arena de entrenamiento había sido reconquistado por hierbas y el bosque. Los adoquines arrancados del suelo y los fragmentos chamuscados de lo que alguna vez fueron cuatro bloques de celdas y un graderío de piedra conferían a esa parte del monasterio un aire tan sobrio como inquietante.

—¿Dónde está Bert? —quiso saber Leonard.

—No podemos interrumpirlo con su entrenamiento —respondió Atael—. Síganme. Iremos donde el Abad.

Se puso en marcha sin decir más. Míriam, Germán, Laudana y Leonard lo siguieron.

Mientras atravesaban los restos del Patio Norte, Míriam caminaba con los ojos muy abiertos y la boca tan apretada como un botón de rosa. Los hoyuelos de sus mejillas y el mentón se acentuaron con ese gesto. De cuando en cuando, movía la cabeza de lado a lado como para observar mejor la extensión de los daños.

—¿Cuándo reconstruirán aquí? —dijo ella con voz discreta.

—A lo mejor nunca —informó Leonard—. Este patio ya lleva así más de un siglo.

—Ciento cincuenta años en realidad —corrigió Laudana—. Mi papá nos contó esa historia a Byrn y a mí hace mucho. Un recluta vaporizó el lugar porque se equivocó al recitar un conjuro y mató sin querer a casi todos los diáconos que vivían de este lado.

—Estaba a punto de decírselo —se quejó Leonard—. El chiste es que nunca lo reconstruyeron para honrar a los desafortunados y como un recordatorio para todos los aspirantes a Maestre de las generaciones por venir.

—Papá —dijo Germán de pronto en español—, ¿este lugar también quedo así por la guerra?

—No, hijo —respondió Leonard en el mismo idioma—. Lo destruyeron accidentalmente mucho antes.

Entonces, contó al chico la misma historia. "Si un día aceptas volverte Maestre —iba diciéndole mientras caminaban—, recuerda lo que acabas de ver; jamás tomes a la ligera el poder de un conjuro. Siempre apréndete la pronunciación correcta antes de recitarlo." Pasaron junto a las paredes traseras del bloque de celdas que rodeaba al Patrio Principal para cuando él pronunciaba ese discurso. Eran las únicas cubiertas de musgo tierno en la base.

Atael los guio hasta la casa del abad por un camino pavimentado con piedras del río. La residencia parecía más villa que vivienda. Tenía un tejado muy alto de dos aguas que descansaba sobre arcadas, cuya parte superior alternaba franjas blancas y negras hechas de mayólica. Había también un gablete de ladrillo con un rosetón al centro. Los arcos resguardaban un porche con columnas de granito y una puerta amplia de dos hojas.

El Ministro musculado llamó a la puerta. Momentos después, les abrió una diaconisa de cabello blanco cubierta por cicatrices de cortes hasta donde el hábito amarillo y blanco dejaba ver. Leonard recordó conocerla, pero había olvidado su nombre.

—Hermana Heidi —dijo Atael con su voz aflautada—, ¿sigue ocupado el abad?

—Adelante —invitó la diaconisa a la vez que abría más la puerta—. Los recibirá en un momento.

La familia Alkef y el Ministro entraron a una sala espaciosa, aunque casi desocupada. Sólo había sillas con respaldos cubiertos en cuero teñido de rojo recargadas en las paredes, junto a las puertas de roble oscuro de cada oficina o habitación. La Hermana Heidi los condujo hasta el fondo de aquella sala. El grupo iba en silencio. Casi parecía que los únicos ruidos existentes en el ámbito eran el eco de las pisadas y el resoplar de la brisa en el bosque cercano a la abadía. La frugal decoración confirió a todo el lugar una tranquilidad densa, reverente, como si alguna Ley Divina condenase hablar. Pasaron una escalera con pasamanos de hierro fundido, casi al fondo, que se dividía en dos a partir de un rellano. Bajo el rellano —por detrás de la escalera— había un discreto cuarto de aseo. Frente al cuarto de aseo, se encontraba un despacho, cerrado en ese instante.

La diaconisa indicó a los visitantes que tomaran asiento en dos bancos de mimbre —uno frente al otro— cuyos espaldares iban a juego con los de las sillas afuera de las demás piezas.

La Hermana entró al despacho luego de llamar a la puerta y que una voz profunda le pidiese entrar. Lo hizo. Pero tardó ahí dentro lo suficiente como para que Germán empezara a cabecear y Míriam le ofreciera recostarlo en sus piernas. Mientras tanto, Atael no perdió tiempo e intentó convencer a Leonard de que Laura no corría peligro en la Tierra del año 2094.

—Muchos de mis hermanos vigilan el departamento donde se hospeda —aseguró el Ministro—. También a los agentes. Nadie dará con ella a menos que uno de nosotros aparezca por ahí.

—Pues hay algo que no cuadra —respondió Leonard—. ¿Por qué a ella no la detectarían y a nosotros sí?

—Simple —dijo Atale encogiéndose de hombros—. Ella no ha estado expuesta directamente a La Nada.

—Bueno, es cierto. Pero no creo que haya agentes plantados en las calles, escaneando a la gente en la calle esos detectores que usaron con nosotros.

—No necesitan hacerlo. Tienen uno de esos, más grande, montado en un satélite.

—¿Cuándo estuvimos expuestos a La Nada? —dijo Míriam de pronto, mientras acariciaba la cabellera de Germán.

—Tú, el día cuando murió la Reina Sofía —contestó Leonard—. Y yo muchas otras veces.

Leonard más o menos había explicado a Míriam qué era la Agencia Sin Nombre y su propósito, de dónde venía y por qué Helyel se interesó en ellos. Él y Bastian Gütermann pusieron al tanto a sus respectivas esposas tan bien como les fue posible, cuando ambas familias se juntaban para cenar en el Iglú B. Ambas mujeres era tan perceptivas como estudiantes adelantados. Aunque había hechos que hasta a ellos les costaba entender. En esos casos, optaron por omitirlos o sólo darles algunas gotas de información. Y el mejor ejemplo de esas omisiones era el cómo los agentes enemigos descubrieron La Nada.

—Te debo una muy larga explicación —dijo Leonard a Míriam.

—Espero que no demasiado —respondió ella a la vez que le guiñaba el ojo.

La hermana Heidi salió de la oficina del abad en ese momento.

—El abad y el nuevo Sumo Sacerdote los esperan a todos —dijo seria.

—Gracias —dijo Leonard a la vez que se levantaba de la banca y su familia y Laudana lo imitaban.

Leonard recordó en ese momento quién era esta diaconisa. Se llamaba Heidi Braun; fue asistente del Sumo Sacerdote Elí Safán —en paz descanse— varios años atrás, durante la guerra entre Soteria y Elpis. Quedó repleta de cicatrices porque la difunta reina Sofía I la torturó con una espada sagrada para obligarle a confesar la traición de su jefe y la suya propia.

Entraron en fila al despacho del abad. Atael y Míriam encabezaban; Laudana y Germán cerraban.

La oficina resultó más espaciosa de lo sugerido por la puerta ojival que la cerraba. Dos librerías repletas, puestas frente a frente, la recorrían de lado a lado. El inmenso escritorio curvo de cedro, al fondo de la pieza, ocupaba casi todo el espacio frente al ventanal. El mueble era tan grande que incluso tenía delante cuatro poltronas tapizadas en cuero carmesí. Una ya estaba ocupada. El hombre sentado en ella vestía el hábito esmeralda del Sumo Sacerdote. La mano con que sostenía la copa de licor parecía tallada en obsidiana. Pero no parecía pertenecer a un anciano. Tenía las venas muy marcadas y el agarre se le notaba firme.

—¡Adelante! —invitó el abad desde el escritorio, poniéndose de pie— ¿Qué tal el viaje?

—Muy bien —respondió Atael—. Hasta sus invitados lo disfrutaron.

Leonard no estaba seguro de haber entendido las circunstancias. Le parecía que ese dialogo era una suerte de contraseña o protocolo desconocido. Los recién llegados se acercaron hasta los asientos... más que todo por seguir a Atael. Seguramente toda la familia Alkef también dudaba de qué tanto podían aproximarse.

El Abad era un viejo colosal de dos metros, pecho amplio, bigote espeso, cuya complexión y brazos hacían pensar que tal vez practicó el culturismo en alguna etapa de su vida. O quizá todavía lo ejercía entonces. El hábito púrpura y blanco con borlas rojas le quedaba tan ajustado que sus músculos casi podían adivinarse bajo la ropa.

—Señora —extendió una manaza a Míriam—, permítame presentarme: Mi nombre es Elder Varsnav.

Elder Varsnav fue amigo del sacerdote Elí. Participó como experto del idioma Rúnico en aquel juicio patético con el cual el Tribunal del Reino intentó evitar que Su Majestades Nayara y Derek accedieran al trono tras el deceso de Sofía I. Él supo qué la mató con sólo escucharla hablar en un video. Ella literalmente le ordenó a La Nada —por error— que la destruyese cuando en realidad quería liquidar a sus oponentes.

—¿No se había jubilado? —dijo Leonard cuando llegó su turno de estrechar manos.

—Oh, sí —respondió el abad—. Me aburrí de enseñar teología en la Real Universidad. Demasiados alegatos sin sustento —meneó los dedos para enfatizar la idea de que esos alegatos eran más bien cháchara—. ¿Por qué no se sientan?

—Gracias. ¿No importa si usamos las poltronas?

—¡Adelante! Los veremos bastante seguido por aquí de todos modos.

El flamante Sumo sacerdote se puso en pie y cedió su asiento sin soltar la copa en su mano. También era un hombre bastante alto y más joven de lo que Leonard estimó al principio. Tenía el cabello hirsuto y muy corto, casi al ras del cráneo. Sus anchas fosas nasales se dilataban de un modo apenas perceptible al ritmo de su respiración. Si el religioso hubiera vivido en la Tierra, habría sido considerado un afrodescendiente. En Eruwa, a prácticamente nadie le importaron esos detalles nunca, por increíble que suene. Todos los humanos que habitaron aquel mundo durante la esclavitud arriana, anterior a la fundación de Soteria, se mantuvieron unidos durante ese periodo contra un enemigo común. E incluso después para fundar y construir los primeros reinos de aquel mundo.

German se apretujó, con gesto cansino, en la misma silla que su madre.

—Oye, chaval —dijo de pronto el Sumo Sacerdote en castellano con un acento cuyo acento sonaba como madrileño—, ¿te apetece jugar un rato?

El chico se volvió a encararlo con los ojos muy abiertos. "Venga —dijo el religioso con más ánimo—, mi hijo debe andar jugueteando por ahí; pediré a la Hermana Braun llevarte donde él." Luego fue directo a la puerta y llamó a la diaconisa. En cuanto ella se apareció en el despacho, le ordenaron llevar a Germán "donde Joel" (seguramente así se llamaba el otro niño) y así lo hizo ella.

—¿Cómo supo que hablamos castellano? —dijo Leonard curioso.

—Siempre investigo a quienes se asocian conmigo, Maestre Alkef —respondió el Sumo Sacerdote ahora en la lengua de Soteria—. Y también hablo castellano cuando no deseo que me entiendan —agregó guiñando el ojo.

Las Islas Balneras fueron habitadas originalmente por distintos grupos de españoles que cruzaron portales desde la Tierra por accidente, a finales del siglo XVI. El dialecto hablado en las islas siguió llamándose castellano, aunque Castilla había quedado para siempre fuera del alcance de aquellos fundadores.

—No se sorprenda tanto —agregó el Sumo Sacerdote—. Mis antecesores hacían igual.

Él no se había presentado aún. Así que estrechó manos con todos enseguida. Su nombre era Húsar Ariztimuño y Vidaurreta. Luego, aseguró no tener parentesco con Shmuel Mancini o Elí Safán, sus antecesores más inmediatos en el cargo. De hecho, la aclaración era innecesaria. Hasta antes de su nombramiento, había sido Obispo de la Diócesis Dorada, comprendida desde Mont d'or hasta su natal Sales. Él y su familia no radicaron en Soteria sino hasta meses después de recibir el nuevo cargo.

—Pero no han venido aquí para hablar de mí —dijo el religioso—. Así que vayamos al meollo. Hermano Varsnav, son todos suyos.

—Bueno, Maestre Alkef —prosiguió el abad Elder Varsnav—, supongo que usted y su familia han sido avisados de las órdenes de Su Majestad para alojarlos en la abadía. ¿O me equivoco?

—No se equivoca —respondió Leonard—. Pero, ¿por qué nos han traído justo ahora? Debíamos buscar a mi hija...

—Sabemos lo que hizo su hija y por qué —interrumpió el abad severo.

—Espere... ¿qué sabe de mi hija?

—¿Aparte de que se llama Laura y prefiere volver al Mundo Adánico?

Leonard dudó en responder. Parecían haberlos investigado mejor de lo que podía imaginar.

—Sí —dijo al fin—. Aparte de eso.

—Su Excelencia —dijo el abad al Sumo Sacerdote—, será mejor no ocultar más el secreto del refugio.

—Bien, Varsnav, déjeme aclarar todo. Aunque, me parece más información confidencial que secreto.

—¡Es lo mismo! —tronó Leonard.

—Hay diferencias que no pienso discutir ahora.

Enseguida, el Sumo Sacerdote Húsar reveló un detalle —en apariencia sin importancia— sobre la construcción del Refugio de las Islas Polares.

Cuando Olam ordenó levantar los iglúes, puso una serie de conjuros en ellos. La mayoría eran para fortalecer las estructuras y asegurar su estabilidad a pesar del tamaño colosal y el rigor de la intemperie en el polo norte de Eruwa, o de los millares de cocinas albergadas dentro, o del calor corporal de los habitantes. No obstante, los Ministros encargados agregaron otra batería de encantamientos. Estaba destinada a mantener la cordura y salud de los refugiados durante su estancia. Cierto, a todo el mundo se le exigió contribuir con la higiene del lugar; también recibían con frecuencia libros, juguetes y demás material de entretenimiento. Eso ayudaba. Aunque hasta un Ministro tan incompetente como Rashiel de seguro sabía que no iba a bastar. Los humanos tarde o temprano podían cansarse de la situación.

—Los conjuros secundarios no hacían nada espectacular —aclaró el Sacerdote Húsar—. Sólo estimulaban la producción de ciertas sustancias en el cerebro.

—Moléculas transmisoras —aclaró Leonard—. También las conocen en el Mundo Adánico. Pero allá las llaman hormonas.

—Creo que estudié algo de eso en clase de Biología —intervino Laudana—. Hay una que induce placer, sólo que olvidé cómo se llama.

—Es la endopioidisina, Laudana —agregó Atael—. Aunque en la Tierra se llama endorfina.

—Me han hecho sentir de vuelta en el cole —dijo al fin el Sumo Sacerdote con una sonrisa apenas visible—. El problema es que anularon los conjuros secundarios. La gente ha empezado a manifestar todas las emociones negativas almacenadas en ellos. Y es justo lo que ha pasado con tu hija. Todo el hartazgo que albergaba se desbordó y por eso decidió volver a la Tierra.

Leonard había comprendido parte de la información. Las intenciones de Olam claramente fueron evitar o disminuir al máximo el efecto pernicioso del encierro prolongado en un sitio remoto. Y al parecer había funcionado. No recordaba a nadie quejarse mucho de vivir en el refugio. Además, las pocas quejas que oyó no parecieron importantes en su momento. Desde luego, estaba seguro de quién y por qué anuló los conjuros secundarios. Sin embargo, aún le quedaba una pregunta.

—Creo entender qué pasa —dijo Leonard serio—. ¿Piensan reactivarlos?

—Suriel lo hizo el mismo día que quisieron matarte a hachazos —respondió Atael.

Míriam encaró de pronto a su esposo. Le clavó una mirada tan aterradora como alarmada.

—¡No me habías dicho que intentaron matarte! —protestó ella— ¡¿Por qué me escondes estas cosas?!

—Ya habrá tiempo para que aclaren sus asuntos —dijo Atael para zanjar esa cuestión—. Lo importante es que la reactivación de los conjuros secundarios no tendrá efecto rápido. De ahí que Sus Majestades y nosotros queramos repoblar ahora todas las ciudades que podamos.

—Hay personas más susceptibles que otras —dijo el abad—. Debemos darnos prisa, antes de que empiece a haber pleitos o algo peor en el refugio.

Míriam hizo entonces la que quizá fue la pregunta más sensata de la tarde.

—Bueno —dijo seria—, ¿Laura se quedará para siempre en donde sea que se fue?

—Oh, no, no —soltó el Sacerdote Húsar con un gesto casual— Es temporal. Creemos que hasta terminará volviendo por su voluntad. La señorita Gütermann le dio un poco de motivación con sus visiones. ¿No es así?

Las mejillas de Laudana ardieron con dos puntos al rojo blanco.

—Sí —dijo cabizbaja—. Pero todavía no domino mis poderes como quisiera.

—No seas tan modesta, hija. Sare me ha contado que eres una vidente extraordinaria.

—¿Qué hacemos entonces? —insistió Míriam— ¿Sólo esperamos que regrese y ya?

—Sí, eso es lo mejor —dijo Atael—. Necesita despejarse después de haber pasado tanto expuesta a los conjuros secundarios del refugio. Pero también le beneficiará hablar con uno de ustedes. Y sugiero que sea usted, señora.

—Lo cual nos lleva al siguiente asunto —terció el Sacerdote Húsar—: Su mudanza a la abadía.

Había poco que tratar sobre el asunto.

Leonard tuvo que resumir a su esposa sobre el pleito que él y Aron Heker tuvieron en la fila de los suministros con una familia de palurdos de Turian. El padre habló mal de Sus Majestades. Los dos Maestres le mandaron retractarse; pero el tipo respondió sacando un hacha de su carrito de herramientas e intentó matarlos.

—Sólo nos defendimos a puños —explicó Leonard—. Sin conjuros ni nada; no teníamos las espadas.

A final de cuentas, la mujer del sujeto y su hijo se metieron a la pelea y los tres acabaron muertos. Por suerte, Suriel estaba cerca. Fue él quien resguardó a los Maestres en la capitanía del refugio además de descubrir que los palurdos habían fallecido antes de aparecerse en el Refugio y armar la pelotera.

—Entonces —respondió Míriam—, ¿otra vez eres fugitivo?

—¡Claro que no! —dijo Leonard con una risita nerviosa— Venir acá fue idea de Bastian Gütermann.

Cuando volvió junto con los otros Maestres de su más reciente misión, en París, Sus Majestades aceptaron que los Alkef y los Heker se alojaran en la abadía para prevenir un eventual linchamiento. Pero a la ciudadanía se le iba a hacer creer —por un decreto publicado al día siguiente— que los Maestres eran prisioneros allá. Míriam frunció levemente el entrecejo y los labios y puso una cara pensativa ni bien su esposo acabó con las explicaciones. Ella no duró mucho con ese gesto. Aunque se sintió como si cada segundo fuera eterno.

—Quizá vivir aquí sea mejor que en el refugio —dijo al fin Míriam—. Aunque falta traer acá nuestras cosas.

—Ya enviaremos alguien por ellas —respondió el abad Varsnav—. ¿Por qué mejor no escogen una celda?

—La abadía es como un convento —aclaró Leonard apresurado, para evitar que su mujer malinterpretara esas palabras—. Las celdas son las habitaciones de los monjes...

—Ya lo sé —resopló Míriam—. Mi mamá era católica.

—Hermano Varsnav —intervino Atael—. Permítame atender a los Alkef y a la señorita Gütermann.

—Oh, sí —respondió Elder Varsnav—. Adelante, pero esta jovencita debe tener una seria conversación con la hermana Heidi Braun antes de marcharse.

Laudana tragó grueso.

—¿Yo? —dijo ella con la voz atenazada por el evidente nerviosismo.

—¿Hay más videntes en esta oficina? —respondió el Sumo Sacerdote en un tonillo divertido.

Atael permitió que Leonard y su familia agradecieran la hospitalidad del abad, antes que se despidieran y de llevarlos a donde iban a hospedarse. Los tres salieron de la casa del abad en silencio junto con Laudana. Pero, ni bien cruzaron el patio empedrado que rodeaba el edificio, el Maestre Alkef decidió satisfacer su curiosidad. ¿Cómo sabía el nuevo Sumo Sacerdote que Laura prefería largarse de vuelta a la Tierra?

—Yo les conté —confesó Atael.

—Así que esa fue toda su investigación —respingó Leonard.

—Pues tu hija no fue precisamente discreta —replicó Atael—. Incluso interrumpió el entrenamiento de Bert para pedirle que hiciera una llamada telefónica a la Tierra.

—Yo le dije a Laura que iba a terminar quedándose en Soteria para siempre —intervino Laudana—. Pero ella quiso irse de todos modos.

Atael paró delante de un bloque de celdas particularmente largo. Había secciones de la arcada en el segundo piso que no tenían enrejado. En otras, las flores asomaban entre las rejas y los helechos desbordaban las macetas hasta casi tapar las bombillas de la planta baja. La mayólica se había roto en algunos peldaños de la escalera más cercana a ellos y la pared estaba cubierta de una pátina sucia por encima de los pasamanos.

El Ministro puso una de sus cuatro manos enormes en el delicado hombro de la muchacha.

—Bien —dijo serio—, llevaré a Laudana con la Hermana Braun. A ustedes les tocó la celda veintitrés, en el segundo piso. Suban la escalera y vayan a la izquierda hasta el final del pasillo.

—¿Y nuestras cosas?

—No se preocupen. Alguien las traerá más tarde. Por cierto, ¿me prestarías un rato tu teléfono?

—¿Para qué?

Atael explicó que lo necesitaba para llamar a Laura. Sería una llamada muy breve, sólo para pedir a la chica que fuese a un lugar discreto a la hora que él le indicara. De esa forma, ella podría discutir con su familia, lo que hiciera falta, a través de un portal que se abriría en ese sitio. A final de cuentas, Leonard entregó su teléfono al Ministro sin más discusión.

—Nos veremos esta noche, en su celda —dijo Atael—. Laudana —hizo un ademán para indicarle que quería que lo siguiera—, ven conmigo. La Hermana Braun hace sus oraciones como a esta hora. Debemos encontrarla.

Enseguida, la muchacha se despidió de Leonard y Míriam. Luego, siguió a Atael por el patio empedrado hasta perderse de vista tras la capilla en el otro extremo.

—Bueno —dijo Míriam tras un largo suspiro—, veamos qué tal está el alojamiento.

Subió junto con su esposo a la segunda planta bloque de celdas adonde Atael los llevó. Pronto notaron que se trataba de un edificio familiar, pues casi chocaron con tres chiquillos que bajaban corriendo las escaleras cuando ellos ascendían. Leonard se dio cuenta de que las paredes del rellano fueron rayadas con crayones. Algún niño dibujó árboles, una casita que echaba humo por la chimenea, tal vez un caballo, un bulto sin brazos con una sonrisa estúpida que a lo mejor representaba a un humano. Todo hecho con crayón verde. Bajo esa horrible obra de arte, alguien firmó como "Potrinkis" (o eso entendió él) en grandes y espantosas letras. En el pasillo hacia la celda veintitrés yacía un regimiento de soldaditos de plomo. Seguramente los abatió la muñeca de trapo escondida entre las macetas o el tanque de asalto en miniatura volcado cerca de la balaustrada o la cuerda de brincar tirada en medio piso. Una diaconisa encinta arrullaba a otro bebé a la puerta de su propio cuarto. Las voces de más niños, provenientes de alguna otra vivienda, discutían a gritos acerca de a quién le tocaba lavar los platos de la comida.

—Aquí es —dijo Leonard por lo bajo a la vez que abría la puerta de la celda.

—Es un poco oscura —respondió Míriam a secas—. Pero al menos se molestaron en limpiarla.

Entraron juntos. Leonard rodeó con el brazo los hombros de su mujer.

—Mira el lado positivo —contestó—. No hace tanto frío y tenemos privacidad.

La vivienda carecía de ventanas cerca de la entrada. La poca iluminación disponible provenía de tres ventanucos abiertos en la pared del fondo. La pequeña chimenea de ladrillo bajo los ventanucos inundaba el aire con un tufillo a humo a pesar de que había sido limpiada. Dos habitaciones estrechas y alargadas, construidas frente a frente, servían como alcobas. Hasta contaban con un pequeño baño junto al cuarto más pequeño. Leonard explicó entonces a su esposa que casi nadie en la abadía acostumbraba a comer en sus celdas, porque muchas eran individuales. Aquellas equipadas solían destinarse para los cenobitas casados. "El clero de Soteria es diferente —aclaró—. Aunque la mayoría de los religiosos enclaustrados se casan sólo entre sí".

Las pertenencias de la familia Alkef seguían en el refugio a esas horas. Míriam quiso ir a preguntar por qué no las habían traído. Entonces, Leo debió recordarle que, si un Ministro de Olam te aseguraba algo, más valía confiar. En cualquier caso, ambos salieron de su flamante celda al patio de la abadía para dar un paseo turístico. Recorrieron los patios principales y secundarios. Pasaron cerca de las arenas de entrenamiento. Hasta se encontraron con Bert y Sare, que practicaban cómo lanzar conjuros con los ojos vendados; y a Rashiel y Lizet, quienes trataban de hacer levitar un monolito. De pronto, la roca se despegó del suelo unos buenos treinta centímetros. La muchacha festejó con tal entusiasmo que dio saltitos y hasta abrazó a su entrenador.

—Mira eso —señaló Leonard con el mentón hacia la hermana de Bert—. Muchos aspirantes a Maestres desertan porque no pueden hacer flotar esa piedra.

—¿Tú cuánto tardaste? —quiso saber Míriam.

—No me acuerdo bien. Paré de contar los intentos como al tercer día, pero fácilmente pudo haberme tomado unas... dos semanas. O un poco más. Si esos hermanos tienen menos de un mes entrenando, van por muy buen camino.

Lizet, la hermana mayor de Bert, llevaba puesto un chándal azul que la hacía lucir aún más flaca. Llevaba su cabello corto y asimétrico recogido en una diminuta coleta. Desde lejos podía notarse que estaba sudorosa por el esfuerzo. Volteó y agitó una mano para saludar a los Alkef. Rashiel, el Ministro que la entrenaba, llevaba encima su hábito negro pero sin ponerse la cogulla. Se veía un tanto extraño vestido así, con la barba mal recortada y el ojo derecho estrábico; pero aún más sonriendo. Él imitó el saludo de Liz y, enseguida, le recordó a ésta que su logro era sólo el primer paso de una extensa carrera.

Después de eso, Leonard condujo a Míriam hasta el que fue su lugar preferido durante su tiempo como recluta.

El bosque alrededor de la abadía desembocaba en una playa de arenas tan blancas como millares de caracolas hechas polvillo. Las aguas turquesas formaban crestas blancas y altas que se precipitaban a la orilla con fuerza. Por desgracia, meterse con ese oleaje no era para nada buena idea. El mar estaba picado ese día.

—Qué lástima —dijo Míriam.

—No tenemos más ropa limpia de cualquier modo —respondió Leonard—. Pero nadar no es lo mejor de esta playa. Ahora verás.

Enseguida, él se acuclilló y empezó a amontonar arena. Míriam se le unió luego de soltar una risilla. Trataron de edificar juntos. Pero la arena era tan fina que apenas si se mantenía en su sitio aun húmeda. Además, él intentaba construir una réplica de la abadía, y ella, un castillo. Al final, no lograron hacer nada. Terminaron por recargarse bajo uno de los árboles en el límite del bosque y la playa. La revelación de que cada uno intentaba levantar un edificio distinto resultó en un estallido de carcajadas. "Ya es hora —dijo Leonard cuando el sol se ocultaba—. Hay que regresar." Se levantaron y cruzaron el bosque de vuelta cogidos de la mano.

Durante el trayecto, Leo explicó por qué bautizaron a la isla Bliztrhal con ese nombre. Provenía de un dialecto local y significaba Relámpago. Él no supo que ese idioma era alemán hasta poco después de haberse ocultado en la Tierra. Fue cuando Rashiel se lo reveló.

Leo y Míriam cruzaron los patios de la abadía hasta el bloque de celdas cuarenta, el cual fue el que les asignaron al llegar. Germán comía un cono de helado junto a un niño de ébano y ojos como el mar de las costas de la isla Blizstrhal cuando estaba en calma. Ese otro chico de seguro era Joel.

—¿Dónde consiguieron el helado? —quiso saber Míriam.

Ninguno de los niños respondió. Tenían cara de no haber entendido. Así que ella repitió la pregunta en español.

—Nos lo han dado en el comedor —dijo Joel al fin—. ¡Los martes son el día más guay porque sirven helado!

¿Tan tarde era?

En ese momento, a Leonard se le ocurrió dio un vistazo hacia el segundo piso del bloque. Atael parecía esperarlos apoyado de forma casual en las rejas atornilladas en las balaustras. Era tarde y eso lo confirmaba.

—No coman mucho o terminarán empachándose —dijo Míram

—Ya es hora —informó Leonard a secas, luego se acercó hacia su hijo—. Te esperamos arriba.

Él y su esposa subieron la escalera. Ella se detuvo un momento en el rellano y soltó una risita al toparse con el dibujo firmado por el o la tal Potrinkis, y hasta murmuró ese nombre o pseudónimo o apodo o lo que fuera. Quizá era la primera vez en que ella lo notaba. Luego, recorrieron el pasillo hasta volver a su celda familiar.

—He traído sus pertenencias —informó Atael con su voz de flauta—. Ahora, vayamos adentro. Ahí haremos todo.

Entraron en fila. Luego de cerrar la puerta, el Ministro fue bastante claro al describir cómo contactó a Laura y de qué forma hablarían con ella.

Atael les devolvió el teléfono de Leonard. Le había lanzado un conjuro para aumentar sus capacidades y así poder llamar a Laura antes, sin importar que ella se encontraba en otro universo. Aseguraba haberla convencido de reunirse con ellos a las siete de la tarde, hora local de Beulen. Eso más o menos eran las diez de la noche en Monterrey, México, del año 2094. Si la Agencia Sin Nombre detectaba la llamada, terminarían por ignorarla al no poder descifrar el número originario o destinatario. De ese modo, creerían que se trataba de un error de la red telefónica. Ahora sólo precisaban abrir un portal.

El Ministro extendió sus cuatro manos y puso los veinte dedos como garras. Luego, arañó el aire. Un baño apareció delante de ellos casi al instante, como si tan solo mirasen a través de hoyo en la tela rota de un biombo viejo. El cuarto ante ellos no parecía tener nada de extraordinario. La única excepción era el inodoro. Recordaba un poco a esos retretes japoneses que incorporaban controles de temperatura e higiene íntima. Sin embargo, no se veía el depósito de agua por ningún lado. O más allá de eso. La hoja de una puerta doble (quizá perteneciente a un armario) tapaba la vista.

—No se les ocurra cruzar o traer a Laura de vuelta —dijo Atael—. Si lo hacen, atraerán la atención de esos agentes y de Helyel. No necesitamos eso ahora.

Pasaron algo así como cinco minutos contemplando la misma imagen. Leonard cruzó los brazos y empezó a tamborilear con los dedos de la mano izquierda. De pronto, la puerta se abrió y cerró sin que pudieran ver quién acababa de entrar. Incluso pudieron oír que alguien abrió el grifo del lavamanos.

—¿Laura? —dijo Míriam en voz innecesariamente alta— ¿Eres tú?

—¿Quién anda ahí? —respondió una mujer de voz ronca pero juvenil.

—Somos los papás de Laura. Estamos en el armario de las toallas.

La mujer en Monterrey se acercó y abrió el armario. Era más joven y fea de lo que Leonard esperaba. Llevaba un enorme aparato de ortodoncia que más parecía una careta de beisbol. Los labios estirados hacia arriba y abajo por alambres ponían al descubierto una dentadura alineada pero con encías blanquecinas por resequedad. Frunció el entrecejo un momento. Luego movió la cabeza arriba y abajo en un gesto aprobatorio.

—Oh, ya veo —dijo la propietaria del baño—. Ahora la traigo.

Enseguida, se perdió de vista. Leonard supuso que esa debía ser la tal Sandra amiga de Bert.

Alguien dio un portazo momentos después.

Leonard esperó hasta lograr ver a quien sea que entró. No tardó mucho en deducir la identidad de ese alguien; sin embargo, aún no sabía cómo iba a encararla. Aún no sabía cómo iba a reaccionar ella al verlo. Aún no sabía cómo iba a convencerla de regresar sin antes perder la paciencia. Por ello, sólo respiró hondo. Quizá eso le daría valor. O le disminuiría el coraje.

—Estoy aquí sólo porque un Ministro me lo pidió —dijo Laura ni bien estuvo frente al portal—. Si no...

—¿Si no qué? —interrumpió Leonard con brusquedad.

—Nada —dijo Laura bajando la cabeza—. No importa.

—Sí importa —se unió Míriam—. Fuiste a meterte a la casa de una desconocida porque ya no estas a gusto en el refugio y extrañas las comodidades. ¿Tanto te perjudica dormir en un catre y no tener conexión a internet? ¡Creí que eras más madura!

Míriam se adelantó a Leonard y eligió el papel del "poli malo". Ahora a él no le quedó más remedio que hacerla del "poli bueno". Debía mover sus fichas con todo acierto si quería tener a su hija de vuelta en Eruwa.

—Mira, Laura —dijo Leo aparentando serenidad lo mejor que podía—, tu mamá tiene razón. Yo creo que, a estas alturas, de seguro has caído en cuenta de eso.

—Sí, pero ustedes también entiéndanme. He perdido todo. Estar encerrada en el refugio me hacía recordarlo todo el tiempo. Ya no podía más.

—Tu mamá y yo también perdimos mucho —replicó Leonard—. Y lo mismo le pasó a Laudana, a su papá, a los Heker y a millones de personas tanto en la Tierra como en Eruwa. Dime si alguno de ellos se ha quejado.

—Pues... no que yo recuerde.

Laura terminó por admitir que su desesperación se acentuó desde el domingo más o menos, o eso dijo recordar. A decir verdad, la afirmación confirmaba las palabras del Sumo Sacerdote Húsar. Los Legionarios que se habían colado a Eruwa desactivaron la batería de conjuros secundarios aquel mismo día. Hicieron mucho más daño del que Leo había imaginado. Aún así, él no quiso revelar nada todavía a su hija. Prefirió seguir el consejo de Atael. Dejaría que la muchacha se quedara en la Tierra el tiempo necesario para despejarse.

—Bien, esto es lo que haremos —dijo Leonard al mismo tiempo que urdía un pretexto—: Todos necesitamos despejarnos del refugio antes de la repoblación de Soteria empiece. Así que te permitiremos quedarte ahí siempre que Sandra o como se llame no tenga inconvenientes.

—Pues según ella —respondió Laura—, puedo pasar una semana en su depa. Después veré si me quedo en Soteria.

—Nada de "veré si me quedo" —intervino Míriam—. Decidirás eso cuando pagues tu ropa, tu comida y puedas rentar una casa. Ahora eres menor de edad y pienso que ni siquiera deberíamos estar discutiendo esto contigo.

—Y aun así —contestó Laura llevándose las manos a las caderas—, voy a pasar una semana lejos de ti.

—Tienes suerte de que no podamos ir a por ti —replicó Míriam—. Pero has de volver.

—¡Basta las dos! —soltó Leonard entre dientes— Laura podrá quedarse una semana lejos. Decidiremos qué hacer con ella cuando vuelva.

Sandra entró de pronto al baño, quizá atraída por aquella discusión familiar. Se asomó por un lado del portal con un gesto curioso. "¿Puedo decir algo? —preguntó con serenidad". Leonard aceptó escucharla, aunque seguramente la opinión de la extraña serviría de poco.

—No tengo inconveniente con alojar a Laura por una semana —dijo ella—. Pero no puedo hacer más. Mis papás no saben que la invité a quedarse. Estoy segura de que, luego de unos días conmigo, valorará mucho lo que tiene.

—Bueno, ¿cómo piensas hacer eso? —pidió saber Leonard con un tonillo mordaz.

—¡Pero si es muy fácil! —dijo Sandra devolviendo la cortesía— Sólo la dejaré desengañarse.

Leonard arqueó una ceja, muy sorprendido. ¿Tan malo era el año 2094? ¿O acaso era peligroso?

—No entiendo —respondió ahora más serio—. ¿Qué pasa allá? No me digas que la pedofilia ahora es legal.

—¿¡Qué!? —Sandra soltó una risilla— ¡Nada de eso! El desengaño será dejarla descubrir que el futuro no es mejor, como creía la gente de antes.

—¿Nos llamaste ingenuos? —respingó Laura.

—¡Para nada! —respondió Sandra— Sólo digo que las comodidades no lo son todo, sin importar las épocas.

Leonard aun no comulgaba con la idea de dejar a Laura con una desconocida. Mucho menos con ésta que a él hasta le parecía machorra. Por otro lado, Atael aseguraba que era lo mejor para Laura. Si bien tal afirmación resultaba muy debatible viniendo de un Ministro —pues ninguno jamás crio hijos— todo cambiaba si se ponía a considerar las implicaciones con los conjuros secundarios de Olam en el Refugio. Leo apretó los dientes luego de reflexionarlo mejor. Un padre sensato se hubiera aventurado a la Tierra del año 2094 para traer de vuelta a su hija, pero tal acción quizá pondría en riesgo a toda Eruwa. Si la Agencia sin Nombre capturaba al padre o a la hija, los entregarían en el acto a Helyel. Y el susodicho podría entonces usarlos como moneda de cambio si no lograba usarlos de algún modo para abrir un portal directo entre ambos mundos. Todo indicaba que era más prudente dejar a la muchachita hacer su gusto.

—Bien —dijo Leonard al fin—. Laura se quedará una semana. Pero haré que las vigilen todo el tiempo. Si algo malo pasa, iremos por ella.

—Entiendo la desconfianza —respondió Sandra—. Aunque yo no soy el peor peligro para esta niña.

—Lo sabemos —interrumpió Leonard—. Pero mi decisión no tiene nada que ver contigo. Sé que cierto servicio de inteligencia tiene las manos muy metidas en donde vives por culpa de tu amigo Humberto Quevedo. ¿O me equivoco?

—¿Cómo lo supo?

—No importa cómo lo sé. Importa que no la dejes salir. Nosotros pagaremos de algún modo lo que necesiten.

A final de cuentas, Sandra aceptó las condiciones. El portal que intercomunicaba los mundos se cerró momentos después de eso. Míriam entonces le dirigió a su esposo una mirada que parecía significar "más te vale saber qué haces."

—No meteré la pata esta vez —dijo Leonard a su esposa.

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