LOS COSECHADORES
Leonard cerró de un portazo la celda donde él y su familia se alojaban en la abadía de Blizstrahl. El sol aun no alcanzaba el corredor, aunque ya caía con fuerza sobre las macetas de helechos colgadas del enrejado que hacía de barandal. Zikri, el Ministro de Olam que fue a sacarlo de la cama, se puso en marcha a paso veloz casi tan pronto Leo se dio media vuelta para encararlo. Fue directo a las escaleras en silencio.
—¿Qué le pasó a Laura? —pidió ser enterado Leonard ni bien alcanzó a Zikri.
—No quise decir nada allá arriba —respondió éste mientras bajaban a uno de los tantos patios empedrados de la abadía—, para no mortificar a tu mujer. Helyel ha ido a donde está tu hija. Olam acaba de informarme que quiere hacernos salir de Eruwa para obligarnos a traerlo.
—¿Y mi hija es la carnada?
—Algo así.
Leonard supuso que acababan de avisarle lo sucedido por algo más que pura cortesía.
—Supongo que quiere que lo acompañe —respondió a secas—. Aunque no sé para qué.
—Los Maestres pueden hacer más de lo que crees —dijo Zikri—. Lo verás pronto.
Literalmente, sólo Olam y sus Ministros sabían para qué eran útiles unos cuantos humanos armados con espadas sagradas... aparte de hacer el ridículo si peleaban contra el mismísimo Helyel.
En cuanto arribaron al patio, Leonard pudo distinguir que alguien más doblaba por la esquina del bloque de celdas, proveniente de las arenas de entrenamiento tras el edificio. O quizá de un poco más lejos. Eran tres Ministros a los cuales estaba seguro de no reconocer. Uno de ellos parecía una estopa en llamas, aunque su hábito no se quemaba; el otro era como un minotauro, pero sin cuernos; el último sólo tenía un gran ojo marrón ocupando todo el espacio donde debería haber una cara. Quizá el único conocido era Sare. Su armadura cloqueaba al moverse deprisa.
—Traje unos amigos —dijo el Ministro en armadura—. Y en la Tierra nos esperan más.
—Entre más seamos, mejor —respondió Zikri—. Dime, ¿estás aquí?
Sare alzó la careta de su yelmo para revelar que, en efecto, ahora no envió a ningún representante. Su rostro inexpresivo tenía rasgos un tanto andróginos. Casi daba la impresión de que sólo era piel adherida a una esfera de poliestireno.
—Liwatan nos encontrará allá —informó—. Andando.
Leonard siguió a los Ministros hasta el borde norte del patio. Luego, el grupo continuó recto en dirección a la casa del abad hasta cruzar otro empedrado. Y otro más. Incluso pasaron frente a la residencia. Siguieron así hasta llegar al antiguo Patio Norte, destruido hacía más de cien años por un conjuro mal recitado. Ahí fue donde se toparon con otros conocidos. Lo primero que él notó —porque resultaba casi imposible de ignorar— fue la cabellera verde de Jarno Krensher. El rey Derek estaba sentado sobre los restos de un pilar mientras Bert, con su aspecto de Karate Kid famélico, metía el muñón de su brazo derecho en la pieza correspondiente de alguna armadura que Sare tal vez le prestó. Una vez puesta, empezó a flexionarla y mover los dedos para comprobar el funcionamiento. Los tres humanos vestían el uniforme del Cuerpo de Maestres —gabardina de cuero, camisa blanca, pantalones negros y corbata a juego—; sin embargo el Viajero del Tiempo, no portaba una espada sagrada sino un par de destrales. Las dos hachuelas iban atadas a cada lado de su cintura con una especie de tahalí.
—¿Dónde está Atael? —quiso saber Zikri.
—Se fue hace rato por un portal —contestó Derek a secas—. Pensé que regresaría con ustedes.
Las palabras de Derek quizá invocaron al Ministro, pues de pronto apareció un portal en mitad del aire. Al otro lado había urinales, inodoros y losetas blancas sucias y cubiertas de grafiti hecho con marcador. O eso alcanzaba a distinguirse en la penumbra. Era como mirar el interior de un baño público clausurado a través de una tela rota.
Atael salió de uno de los inodoros, pero no cruzó; sólo asomó la cabeza —demasiado pequeña para su cuerpo musculado— hacia el universo de Eruwa.
—Rápido —dijo con su característica voz de flauta—, Helyel está afuera.
Zikri y Sare y los otros Ministros de Olam hicieron una fila en ese instante. Leonard y sus compañeros humanos se colocaron detrás. Luego, atravesaron el portal de uno por uno sin detenerse. Un momento después, todos quedaron amontonados delante de los inodoros. A juzgar por el olor a orines, las goteras que se oían caer, la tierra acumulada al pie de los muros y dentro de los lavamanos, debieron cerrar aquel sitio hacía mucho; pero el agua sucia de otro baño construido encima se filtraba hasta ahí por alguna tubería rota. Del otro lado, a espaldas de todos, una puerta de acero sellada con cadenas los mantenía encerrados.
—Así están las cosas —prosiguió Atael—: Podemos salir de aquí si nos damos prisa. No hay nadie afuera excepto Helyel y unos pandilleros que acaba de matar.
—De seguro eran los Cosechadores —murmuró Bert sin que nadie le pidiese la información.
—Así es —Atael movió la cabeza arriba y abajo rápidamente—. Otros Ministros lanzaron hace rato conjuros para alejar a toda la gente o evitar que salgan de sus casas o donde estén. Tenemos quince minutos antes de que aparezca la policía.
—¿Y qué harán los amigos de Sare? —pidió saber Derek.
—Yo retrasaré a la policía —contestó el que parecía estopa en llamas—; mis hermanos cerrarán los túneles del metro y las calles.
Atael abrió la puerta de un tirón que rompió la cadena con la cual mantuvieron cerrado el lugar. Otra vez salieron de ahí en fila y ahora Leonard iba detrás de Bert.
—Ese nombre suena más a un grupo musical cristiano —dijo serio.
—En realidad, no se llaman así —respondió Bert—. Les dicen así porque trafican órganos.
La estación del metro a la cual arribaron estaba prácticamente desierta. Había una escalera estrecha con peldaños de concreto pulido como a veinte metros del baño que recién dejaron. El andén por donde caminaban se bifurcaba, más o menos a la mitad, hacia un corredor bastante más amplio en el cual incluso se distinguían los aparadores de un Starbucks y una agencia de viajes. Todo aquello terminaba en una escalinata recubierta con losetas de basalto que iba a dar a la calle. Un conjunto de diez torniquetes cerraba el paso entre el andén y las expendedoras de boletos.
Leonard se extrañó al notar que era más temprano en Monterrey. Si mal recordaba, la hora de esa versión de la Tierra iba por lo menos unas seis horas más adelante que la de Blizstrahl; pero ahora era más o menos la misma hora en ambos mundos. Al pobre sólo le alcanzó el intelecto para suponer que había correlación entre los horarios si Atael quería. O tal vez nadie controlaba ese aspecto del viaje entre universos.
Soterianos y Ministros se separaron al pasar frente a los torniquetes. Los tres amigos de Sare se colaron entre los accesos y, a unos pasos de haberlo hecho, sus formas físicas empezaron a desvanecerse —como fantasmas al amanecer— mientras se alejaban del resto. Aunque esa desaparición no fue lo más extraño. Si Monterrey ya era de por sí una urbe super poblada en 2017, entonces ¿a dónde se había ido toda la gente ahora? El eco de los coches circulando apenas si sonaba como el oleaje de una playa lejana.
En esas, Leonard alcanzó a distinguir a una señora mayor que venía aprisa desde la calle hacia la escalinata. La anciana empezó a bajar con cuidado. Pero se detuvo en el tercer peldaño y se santiguó antes de dar media vuelta y marcharse.
—¿Esa viejita los habrá visto desaparecer? —dijo Jarno de pronto.
—Seguramente sólo nos ha visto a nosotros cuatro —respondió Derek—. Los habitantes del Mundo Adánico no perciben el bien y el mal como los de Eruwa.
—Creí que Sare ya te había enseñado eso —intervino Leonard.
—Yo no lo sabía —terció Jarno con un deje de extrañeza.
—Los adánicos sólo pueden vernos si queremos que nos vean —aclaró Atael.
Atael y Sare permanecieron en silencio, a la cabeza del grupo, hasta que se detuvieron al pie de las escaleras estrechas al final del andén. Bert alcanzó a insinuar que las personas se alejaron de las calles aledañas por culpa de los cosechadores, pero no pudo aclarar la insinuación.
—No hagan ruido —susurró Atael—. Sare irá primero a ver la situación de arriba.
El Ministro en Armadura subió las escaleras a paso veloz. La armadura cloqueaba conforme ascendía, hasta que llegó a la cima. Ni bien puso un pie en la superficie, una detonación bastante familiar lo hizo rodar hasta abajo, donde lo detuvieron entre Atael y los cuatro humanos que iban con ellos.
—Siguen arriba —informó Atael—. Déjenmelos.
***
Helyel contemplaba al pandillero desangrándose a sus pies. Le había obligado a abrirse la garganta con un bisturí hacía apenas unos instantes.
—¡Mierda! —se quejó Helyel dándose una palmada en la frente— ¡Le hice un bien en este mundo!
Se puso en cuclillas y repasó el índice en el charco donde el infeliz se ahogaba. Luego, se chupó el dedo para saborear la sangre de aquel infeliz. Pero la escupió casi de inmediato. El tipo era adicto a alguna droga sintética que él (¿O ella?) no reconoció. Sabía peor que la comida para perro.
El resto de la pandilla quedó tirado, con los sesos expuestos, en el pavimento y las aceras que rodeaban la plaza comercial donde Helyel apareció. No estaba seguro de por qué una torre de apartamentos tendría dichas instalaciones en vez de un lobby o recibidor. En fin, seguramente la Tierra-16 (o Verdún, como la conocía la Agencia sin Nombre) sufría sobrepoblación y escases de lotes. En fin, no le importaba eso ni los infelices que acababa de asesinar. Ahora debía localizar a los agentes y a Remuel. La única forma que se le ocurrió fue interceptar sus comunicaciones. Tal vez lanzar un conjuro para usar las orejas como antenas y dar con la frecuencia.
Sólo bastó murmurar una palabreja en rúnico: Whwisy, que significaba descifrar lo inaudible.
Los sentidos ultrasensibles de Regina, su nueva forma física, percibieron un pitido y estática en ese instante. Aguzó el oído tanto como pudo para determinar de dónde provenían. Se enderezó y empezó a caminar lento hacia la derecha, rumbo a la calle que pasaba frente. El ruido disminuía conforme se alejaba por la acera. Empezaba a desaparecer para dar paso a voces. Aquella operación resultaba parecida a sintonizar una radio en lo alto de una montaña. Pero tuvo que detenerse en la esquina, detrás de una taquería cerrada en aquel momento. Los coches—cuyos modelos desconocía— circulaban tan deprisa que hasta él o ella o lo que fuera dudaba en atravesar la avenida. Por suerte, había semáforos peatonales en la esquina. Se trataba de pantallas LED rectangulares y ultradelgadas que cambiaban de colores. Los del tráfico sólo se distinguían por ser más grandes.
No pasaron más de treinta segundos para el cambio de rojo a verde. Helyel no necesitó más tiempo para considerar a Verdún la versión de la Tierra más falta de colorido. Enseguida, atravesó una avenida llamada Gonzalitos —o eso ponían las señalizaciones— casi corriendo. Algunos automovilistas incluso sacaron la cabeza de sus coches como para verle mejor. De seguro no podían creer a sus ojos y hasta un viejo calvo, de bigote desordenado que parecía brotar directo de su nariz de patata, se atrevió a lanzarle un beso. Pero pagó caro. La ventanilla por donde asomó se cerró de golpe sobre su cuello hasta estrangularlo. Fue un conjuro tan simple que no precisó siquiera pensarlo.
Cierto, Helyel había encomendado a Remuel la tarea de hallar y capturar a la hija de Leonard Alkef. Pero decidió intervenir porque presintió que alguien importante vendría con el estúpido Maestre. No eran otros humanos. Casi estaba seguro de que era algún príncipe o...
—¡La Orden Roja! —masculló.
Claro, no pudieron vencerle la última vez que lo enfrentaron. Pero ahora él o ella tenía mucho menos poder y eso lo cambiaba todo. Si el cerebro electrónico de Regina —su cuerpo— tuviera un contador para esa capacidad, seguramente indicaría una fracción ínfima.
Los coches reanudaron la marcha ni bien Helyel pudo cruzar la avenida Gonzalitos. El del imbécil que le había lanzado un beso iba conducido en piloto automático. No fue difícil saberlo. El vehículo marchaba con la portezuela del conductor abierta y arrastrando a su propietario muerto, aún atorado en la ventanilla por el cuello. Fue gracioso al menos para él (¿o ella?).
Las torres de apartamentos que bordeaban ambos costados de la calle se extendían casi hasta donde abarcaba la vista. Todas tenían el mismo enlucido de vidrio y cemento sinchiste. Las voces que Helyel percibió un rato antes sonaban más claras ahora. Caminó hacia su izquierda. Rodeó el edificio que tenía delante hasta topar con la entrada de un aparcadero subterráneo. Fue ahí donde la estática desapareció y pudo captar la primera comunicación limpia de la Agencia Sin Nombre. "¿Alguien sabe adónde ha ido el señor Cabeza de Vaca?", preguntó un agente por el intercomunicador de las máscaras inteligentes.
—Estoy en Verdún —dijo Helyel grave.
—No —respondió alguien más en el intercomunicador—. Revisaré el circuito cerrado.
—Asegúrate de ver Auckland y Rabat; ahí andaba la última vez.
Al parecer, el conjuro de un rato antes sólo permitía percibir ondas de radio o similares. No iba a poder amedrentarlos. En fin, eso importaba poco. Lo importante era cuán cerca se hallaba de encontrar a los idiotas enmascarados. Al adentrarse en aquel estacionamiento, pronto descubrió que sólo había coches y una suerte de camión furgoneta. Quién sabe cómo los regiomontanos se ocultaban tan rápido y bien de los Cosechadores. Incluso el ascensor arrinconado en la orilla opuesta parecía bloqueado. O quizá eso indicaba el ícono rojo en forma de X encerrada en un cuadrado que titilaba en la barra luminosa sobre la puerta.
—Señores —se oyó en el intercomunicador—, estoy en Verdún y acabo de encontrarme a un subordinado del Señor Cabeza de Vaca. Dice que tiene órdenes suyas para localizar a una persona que podría tener información del Caso Orión.
—¿De qué delegación vino ese subordinado, Clinton?
—De ninguna. Es un robot, literalmente. Parece una quimera o algo así.
Seguramente Remuel halló a los agentes primero. Bien hecho.
Helyel apresuró el paso hasta toparse con un modelo de DeLorean que jamás había visto. Pudo reconocer la marca por el logotipo en la rejilla frontal y las portezuelas que abrían hacia arriba. Su dueño lo dejó abierto, mal aparcado y hasta olvidó un cesto de ropa tirado junto al coche. Al parecer, los habitantes del edificio temían a los Cosechadores al extremo de preferir abandonar sus pertenencias.
Los agentes emplazados en esa versión de Monterrey continuaron discutiendo sobre qué debería hacer el enmascarado como Bill Clinton al cual Remuel halló. Unos decían que siguiera sus órdenes mientras otros dudaban, pues hasta entonces no habían conocido a otros Legionarios... en especial a aquellos que poseyeron autómatas de combate para usarlos como forma física. Incluso hubo alguien —quizá de más jerarquía— capaz de exigir la ejecución de Remuel. A final de cuentas, terminaron accediendo por si acaso. Al parecer, no faltó quién mencionara a otros individuos que terminaron vomitando las entrañas por cuestionar o desobedecer a Helyel.
De pronto, el eco de un silbido en dos notas resonó desde la calle. Seguramente otros miembros de la pandilla descubrieron la masacre de la acera opuesta. Por suerte (para ellos) aún debían andar lejos.
De pronto, un enmascarado abrió el compartimento de carga del camión. El tipo usaba una máscara del presidente Lyndon Johnson y atravesó el lote corriendo. Fue directo hasta Helyel.
—¡Señor! —dijo el agente— ¡¿Qué hace aquí?! ¡Venga conmigo ahora!
Cogió a Helyel por el brazo. Pero éste se soltó.
—¡No necesito un niñero! —respondió de forma brusca él o ella o lo que fuera— Tú vienes conmigo ahora. Y trae un espectrómetro del camión.
—Señor, insisto, hay gente peligrosa en la calle.
—Sí, me los topé hace rato. ¿Y qué?
Alguien silbó en la calle otra vez. Pero ahora se oía más cerca.
—¡Son ellos! —dijo el falso presidente Johnson— ¿Es que no ha visto lo que hacen...?
—Bueno, vamos juntos al camión —interrumpió Helyel poniéndose en marcha—. ¡Anda!
Cruzaron el estacionamiento hasta llegar a la parte trasera del camión. El falso Lyndon Johnson abrió la compuerta rápidamente y trepó de una zancada. Pero Helyel necesitó que le tendiesen la mano para coger impulso. Regina, su forma física, no era tan alta como algunos de los agentes. La donante del ADN con el cual la fabricaron también medía un respetable metro con setenta centímetros, pero había ocasiones en las que la estatura le resultaba inútil. O no alcanzaba algo por ser demasiado baja o no cabía en ciertas partes por ser demasiado alta.
Ambos fueron hasta los únicos dos asientos, en el frente del vehículo. El espectrómetro del agente estaba guardado en la guantera. E incluso éste admitió, ni bien sacó el aparato, tanto no haberlo oído activarse como su sorpresa. Todo indicaba que en el edificio había alguien que tuvo contacto reciente con La Nada. Pero el enmascarado no quiso bajar hasta que los pandilleros se largaran. La cobardía de ese sujeto resultaba útil hasta cierto punto. Pelear contra la pandilla era una pérdida de tiempo, pues en cualquier momento vendrían más al ataque; sin mencionar que acostumbraban a pelear en montón. Una sola Desert Eagle no bastaba contra cinco o diez fulanos armados con escopetas, palos, navajas.
—Tal vez puedo hacer algo —murmuró Helyel—. Espera aquí.
Bajó del camión de un brinco desde la portezuela del copiloto. Pero permaneció quieta a un lado. Acababa de sentir la presencia de Remuel muy cerca.
—¡Puta madre! —gritó un hombre de pronto; a juzgar por su voz, era joven; y por el tono, parecía espantado.
Chillidos dolorosos, disparos, crujidos de huesos rotos, y el peculiar siseo de la carne rasgada siguieron a esa blasfemia. Luego, silencio. Remuel apareció trotando un momento después. Aún poseía, como forma física, el autómata de combate que Helyel le había dado la última vez que se vieron en Walaga. Un gran robot con forma de quimera. Las fauces de las cabezas de león y carnero goteaban sangre de la víctima mientras otro agente, enmascarado como Bill Clinton, lo montaba. Fueron directo hacia el camión y no pararon hasta estar frente a su amo y al falso Lyndon Johnson.
—Señor Cabeza de Vaca —dijo Clinton—, estoy a sus órdenes.
—Seguramente Remuel te ha explicado la situación —respondió Helyel—. Hay una persona en algún apartamento que ha estado expuesta a la energía del Caso Orión. Quiero que la encuentren y me la entreguen.
—No me lo tome a mal, pero en este edificio vivía Humberto Quevedo. Seguramente las lecturas son energía residual...
—Estoy segura de que no lo son. Johnson puede corroborar mis palabras. ¿Cierto?
Enseguida, el enmascarado como Lyndon Johnson se sacó de la chaqueta el espectrómetro que había cogido del camión antes y lo mostró a su compañero.
—Bush —dijo Clinton por el intercomunicador de su máscara inteligente—, ¿sigues en el apartamento?
—Afirmativo —respondió la voz de un hombre joven enronquecida por el tabaco.
—El señor Cabeza de Vaca ha encontrado a un sujeto positivo. Vamos en camino.
Enseguida, los cuatro se dirigieron al ascensor. Los agentes se quitaron las máscaras y las puertas se abrieron de inmediato. Lo desbloquearon por medio del sistema de reconocimiento facial. El agente Bill Clinton era un hombre de mediana edad, pelirrojo, que usaba una perilla recortada a la perfección; Lyndon Johnson guardaba cierto parecido al monumento del joven Mao Zedong, aunque más realista.
—Remuel, haz guardia aquí —ordenó Helyel—. Despedaza al que quiera molestarnos.
***
Laura aún sudaba frio cuando Sandra bajo del ascensor, en el piso treinta, y le hizo salir casi a rastras. Fueron por el corredor a paso veloz, sin soltarse de las manos. Quizá la chica del aparato de ortodoncia temía más a los Cosechadores de lo que aparentaba. De hecho, la tironeó un par de veces mientras pasaban frente a otros apartamentos que hasta las luces tenían apagadas, como para hacer creer a quien anduviese afuera que adentro no había nadie.
—Confiésate —dijo Sandra innecesariamente fuerte y sin parar—, ¿por qué te buscan los enmascarados?
—¡Vete tú a saber! —se quejó Laura— ¡Yo jamás los había visto!
—Qué casualidad. Dejé de interesarles en cuanto dije lo que sabia del invento de Bert. Pero, te apareciste en mi casa, y ahora la están escaneando con los mismos aparatos que usaron conmigo. Mejor dime si les debes algo; porque si no, te entregaré a la primera oportunidad.
Laura trató de soltarse, pero Sandra tenía un agarre demasiado fuerte para lo delicado que parecían sus manos.
—¡Es en serio! ¡Bert me hablo de ellos; pero te juro por mi madre que nunca los había visto!
Sandra paró delante de una puerta con el mismo recubrimiento metálico que la de su propio apartamento, aunque donde ahora estaban tenía un repujado que representaba a la Virgen María y estaba enumerada con un gran once pintado en la esquina superior izquierda. También ponía Familia Sánchez Manzano en letras mas pequeñas.
—Está bien —dijo seria—. Te doy el beneficio de la duda. Pero, créeme, no te conviene mentirme.
Dio cinco toquidos rápidos seguidos de dos más luego de una pausa. Debía ser una suerte de código, porque no pasaron más de diez segundos antes de que alguien abriera. Sandra volvió a coger a Laura por el brazo y la metió a ese apartamento. Adentro las esperaba un muchacho más bien bajito y algo regordete, de cabello rizado y pegado al cráneo y bigote ralo.
—¿Qué pasó ahora? —quiso saber el chico— ¿Te siguieron otra vez hasta tu casa?
—Peor —contestó Sandra—. Los enmascarados están ahí.
Aquel apartamento tenía más o menos la misma distribución del de Sandra. Pero donde ahora estaban contaba con una pequeña lavandería junto al balcón. O eso supuso Laura al ver cestos de ropa en el suelo, a través de la puerta entreabierta, y una máquina tan grande como una nevera cuya compuerta inferior de vidrio recordaba a las portillas de los barcos. Al parecer, esa cosa lavaba y secaba y planchaba en un mismo ciclo, porque del costado le salía una pequeña cinta transportadora donde reposaban camisas y pantalones doblados.
—¿Quién es a estas horas? —pregunto una voz varonil, destemplada, lenta, desde la habitación del fondo.
—Es Sandra, abuelito. Ya la conoces.
—Dile que no compro nada ni cambio de religión.
—Ya lo sé, don Pepe —dijo Sandra en un tono más relajado—. Usted es un filisteo que no quiere oír la palabra del titán colosal.
Laura no entendió nada. Quizá era un chiste basado en alguna anécdota personal. Así que prefirió no enterarse de los pormenores.
—Entonces —dijo el muchacho—, ¿estás segura de que los enmascarados no te siguieron acá?
Sandra respondió moviendo la cabeza arriba y abajo.
—Bueno, pásenle. Me llamo Eduardo.
—Laura —respondió ella luego de estrecharle la mano.
Ambas lo siguieron hasta la sala. Los sillones tenían una tapicería verde pistache combinada con unos cojines de un horrible tono amarillento, parecido al de la hepatitis. La barra americana que dividía sala y cocina tenía cuatro banquillos enfrente. Eran del mismo color que los sillones. Un delgado computador portátil reposaba en la mesa blanca, de aspecto plástico, del comedor. Eduardo les ofreció asientos en el comedor y él se sentó delante de la portátil.
—Vamos a ver que se traen los enmascarados —dijo Eduardo serio mientras tecleaba.
Enseguida, se colocó unos auriculares inalámbricos que había sacado de un estuche que llevaba en sus bolsillos y pidió silencio con un ademán. Permaneció callado, con la vista metida en la pantalla, durante un par de minutos que a Laura le parecieron infinitos.
—Buscan a Laura —respondió al fin.
Sandra entonces le dirigió una mirada aterradora.
—¡Pero yo no hice nada!
—Ya lo sé —intervino Eduardo—. Ahora cállense tantito por favor. A ver qué más oigo.
Paso otro rato así, serio; solo comentaba de vez en cuando lo que oía. Seguramente era un Hacker, porque sabrá Dios entonces como intervino las comunicaciones de los enmascarados. A final de cuentas, Laura se enteró así de que la buscaban por todo el edificio por órdenes de un agente al cual llamaban señor Cabeza de Vaca. Mencionaron también el Caso Orión, del que ella no tenía la menor idea. Finalmente, Eduardo se quito los auriculares y los metió de nuevo en el bolsillo.
—Tú no eres de por aquí —dijo el—. De este mundo, quiero decir. ¿Qué relación tienes con Humberto Quevedo?
—Somos amigos —respondió Laura—... bueno, también es novio de otra amiga.
Sandra se dio una palmada en la frente. ¿Acaso estaba celosa?
—¡Mira nomas! —dijo Eduardo con una sonrisa de dientes chuecos— ¡Hizo lo primero que dijo no iba a hacer si lograba viajar a otro mundo! Oye, ¿su novia es bonita?
—Ay, ya cállate —replicó Sandra.
Laura decidió aprovechar para tener un pequeño momento de venganza.
—Sí —dijo ella—, es tan bonita que aquí no vas a encontrar otra igual en ningún país.
Sandra le soltó una fuerte palmada atrás de la cabeza. En Mexico solían llamar zapes a golpes como ese.
—No le des cuerda, por favor.
—Bueno, tienes razón. Hay muchas muchachas como mi amiga Laudana. Ella es bastante normalita, si se lo preguntas a alguien nativo de allá. Pero, a las que allá consideran bonitas de verdad, no solo serán imposibles de encontrar aquí: también parecen esculpidas por los mismísimos ángeles.
—No puedes estar hablando en serio...
Enseguida, Laura sacó su teléfono móvil. Luego, buscó una foto donde aparecían Laudana y ella con Bert. Si mal recordaba, la tomaron cuando aún trabajaban en las brigadas de reconstrucción. Luego, se la mostró tras unos segundos de búsqueda. A Sandra se le cayó la quijada a la mesa mientras que los ojos de Eduardo saltaron de sus cuencas.
—No mentías —dijo serio e hizo una pausa durante la cual mantuvo la mirada fija en la foto—. Bueno —prosiguió en cuanto Laura apartó el teléfono de su vista—, el chiste es que los enmascarados piensan que puedes conducir al señor Cabeza de Vaca a donde sea que se metió Humberto. Creen que Bert encontró un mundo donde existe una fuente de energía infinita y quieren apoderarse de ella para resolver la crisis energética de su propio mundo. —Luego, se puso de pie—. Vengan por acá.
Laura no tenía idea al principio de quién era ese señor Cabeza de Vaca. Pero empezó a presentir que conocía la identidad de esa persona en cuanto Eduardo mencionó a Eruwa sin saberlo. A final de cuentas, tanto ella como Sandra lo siguieron hacia el corredor que conducía a las alcobas. Pero él las hizo esperar delante de una puerta que tenia pegado un enorme poster de una chica de cabello azul que vestía una suerte de atuendo ninja, pero con unos shorts ridículamente cortos y ajustados. Seguramente era ahí donde él dormía. Entró y volvió un momento después con un aparato como el que los enmascarados usaron para escanear el apartamento de Sandra.
—Ahora vamos a confirmar todo —dijo Eduardo,
El aparato permaneció callado cuando lo repaso por la ropa de Sandra. Pero empezó a dar pitidos en cuanto lo acerco a Laura.
—Felicidades —dijo Eduardo—. Eres positiva.
—¿Y eso que significa? —quiso saber Laura.
—Que has estado en contacto con la energía que ellos buscan.
Laura intuyó hacia dónde iba aquello. Pero antes quiso averiguar si acertó. A decir verdad, no era muy docta referente a la historia de Eruwa. Apenas si sabía que La Nada era una energía muy poderosa con la cual Dios creó todo y que Helyel deseaba poseerla para empezar una nueva creación más a su gusto. O eso le explicaron sus padres cuando era niña.
—¿Qué clase de energía es? —preguntó para confirmar su corazonada.
—¿Sabes qué son los rayos cósmicos? —contraatacó Eduardo.
—No si tiene que ver con la escuela.
—Me lo imaginaba —murmuró Sandra.
Pero, ¿por qué estaban tan seguros de que Laura podía llevarlos hasta allá? Entonces, tuvo una epifanía casi como las de su amiga Laudana. "¡Quieren hacerme rehén!", pensó. Querían usarla para atraer a su padre. Él o cualquiera de los Maestres que lo acompañaran podía ser el objetivo real.
De pronto, alguien llamó a la puerta del apartamento.
—¡Ve a ver quién es! —gritó don Pepe desde su alcoba, en el fondo del corredor.
—Esto no me gusta nada —dijo Eduardo grave y pálido—. Güelito, ¿dónde está la pistola?
—Bajo mi cama —respondió el abuelito de Eduardo. O al menos ese parentesco sugería el apelativo Güelito.
Eduardo se dirigió a la habitación en el fondo del corredor. Llegó ahí de dos zancadas y entró rápido. El viejo al cual Laura sólo había oído hasta entonces miraba Tom y Jerry en la televisión desde un sillón verde olivo. Pero estaba sentado de espaldas a la muchacha. Ella no pudo ver más que una corona gris y despeinada.
—¡Laura! —dijo a gritos quienquiera que estaba afuera del apartamento— ¡Soy yo!
—Es mi papá —contestó al reconocer la voz.
—¡¿El cine no existe en tu época o qué?! —dijo Sandra agarrándola con fuerza por el antebrazo— ¡Los malos han de haber obligado a tu papá a llamarte para hacerte salir!
Eduardo salió de la recámara armado con un revolver del Viejo Oeste. Iba colocando balas en el barril del arma mientras caminaba hacia la entrada. Luego, tocó la pantalla del portero electrónico junto a la lavandería. Estuvo un momento de pie ahí, con la mirada fija en el aparato. "Sólo hay una persona afuera —dijo mientras amartillaba la pistola—; iré a saludarla". Entreabrió despacio, sin hacer ruido.
***
Leonard ayudó a Sare a ponerse en pie. El hábito del Ministro quedó lleno de hoyos y la armadura ennegrecida en el sitio donde le dieron el escopetazo.
El tipo que le disparo apareció en lo alto de las escaleras. "¡Hay más!", aviso con gritos a alguien lejos de ahí.
—¡Surejai! —recito Sare.
Leonard percibió entonces un destello cegador tan grande que llegó al andén del metro donde arribó junto a sus compañeros de misión. Él no pudo mantener los ojos abiertos en aquel instante. Su Majestad Derek y Jarno Krensher quizá tampoco. No pudo verlos. Sólo alcanzó a oír que Atael, el Ministro especialista en viajes inter dimensionales, abriría un portal por órdenes de sus superiores, Sare y Zikri.
—Rápido, rápido —dijo Zikri—. El efecto dura poco.
Alguien —tal vez un Ministro— cogió a Leo por el brazo y lo hizo andar con sabrá Olam qué rumbo. Pero se detuvieron de pronto poco después. Luego, la misma mano que antes lo guio le empujó la cabeza hacia abajo de forma delicada, como para indicarle agacharse. A lo mejor querían esperar a que los tres humanos pudiesen ver de nuevo. O eso creía él. Quizá transcurrió un par de minutos antes de que su vista empezara a aclararse y aquella potente luz blanca dejase de ser lo único que sus ojos percibían. De hecho, "cegar" era la traducción más aproximada del conjuro de Sare.
Los Ministros y Maestres ahora estaban acuclillados en medio de un corredor bordeado con puertas recubiertas de latón o algo así. Atael debió abrir un portal directo desde los túneles del metro hasta algún corredor dentro de cierto edificio de apartamentos. Zikri pidió enseguida que todos se enderezasen.
—¿Vieron la luz directamente? —quiso saber Sare.
—No —respondieron Derek y Jarno al unísono.
—Yo sí —dijo Leonard.
—Venga acá, soldado, si no quiere quedar ciego.
Fue raro, porque Leonard jamás vio tan claro como aquella ocasión en toda su vida. En fin, mejor hizo caso. Se acercó a Sare. Éste de inmediato lo agarró por los carrillos con una mano mientras pasaba lento, delante de él, el índice de la otra. "¿Ve claramente mis dedos?". Leo contestó que sí. Enseguida, el Ministro le ordenó quedarse quieto; luego, le tapó los ojos un momento. Pero lo soltó tras recitar un conjuro incomprensible.
—Con eso bastará —informó Sare—. Atael, ¿adónde iremos ahora?
El aludido juntó sus índices y pulgares de manera que el espacio entre ellos formase un triángulo. Movió los dedos juntos, en esa posición, hacia el techo como si mirase a través del hueco entre ellos. Luego, repitió la operación con el suelo del corredor. Las baldosas de imitación basalto en gris y negro formaban un patrón en zigzag.
—Laura está en el siguiente piso —informó—. Arriba de nosotros.
Enseguida, sacó su segundo par de brazos e hizo un ademan como si fuese a romper un trozo de tela usando las cuatro manos. Pero Zikri extendió su brazo —parecido a una raíz de mandrágora— y lo detuvo.
—Que el padre de la niña suba solo, por la escalera —dijo serio—. Hay otros humanos con ella.
—¿Hostiles? —quiso saber Leonard.
Atael volvió a mirar hacia el techo a través de sus dedos.
—No —dijo un momento después—. Son la tal Sandra, un viejo y otro amigo de Bert —Luego, repitió el ademán de antes, pero ahora miró al suelo—. Sube al departamento once de una vez; hay hostiles en camino.
—Nosotros te cubrimos —dijo el rey Derek antes de desenvainar su espada sagrada.
Jarno lo imitó. Bert, por su parte, desenfundó los destrales que llevaba en las piernas y recitó un conjuro. Las armas enseguida cambiaron su aspecto de inmediato. Obtuvieron mangos damasquinados de platino y cabezas con filos más curvos y alargados. Claro que ese encantamiento no servía sólo para dar un aspecto guay a las hachuelas. Él mismo lo aclaró rápido. El Sello de Olam en su pecho permitía convertir objetos comunes en armas sagradas.
Enseguida, tanto Los Ministros como los humanos abrieron paso a Leonard. Éste corrió de inmediato hacia la escalera más cercana. Quedaba más o menos a mitad del corredor. La subió escalando los peldaños de dos en dos y pasó el rellano de una zancada. Quién sabe cuánto hubiera tardado si esperaba el ascensor. Como sea, la pared junto a la cima ponía que arribó al piso treinta en números muy grandes. No alcanzaba a cubrirlos con ambas manos. Por suerte, no resultó difícil dar con el apartamento que buscaba. Lo halló casi al final del corredor, a su izquierda; de hecho, la puerta era bastante llamativa. El recubrimiento de latón tenía un repujado de la Virgen María de tamaño natural.
Leonard llamó con tres toquidos. Pero nadie respondía. Insistió un par de veces más. Nada.
—¡Laura! —dijo casi a gritos— ¡Soy yo!
La puerta se abrió por fin. Aunque no se topó con su hija, como esperaba. Más bien, era un muchacho algo regordete cuyo bigote recordaba a las manchas dejadas sobre el labio al beber chocolate.
—Como que se equivocó de casa, amigo —dijo aquel sujeto.
Leonard no había reparado en que le apuntaba disimuladamente con un revólver, de no ser porque intentó mirar dentro del apartamento y el sujeto entrecerró la puerta hasta dejar sólo un resquicio por el que ahora asomaba el cañón del arma.
—Oye, baja esa cosa —respondió tan sereno como pudo—. Vas a lastimar a alguien.
—Esa es la idea.
—¡Alto! —gritó una voz lejana— ¡Entreguen a la chica!
La puerta del apartamento se cerró de golpe. Luego, resonaron detonaciones en el piso veintinueve y Leonard tuvo que volver allá corriendo. El rescate de su hija tendría que esperar.
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