LAURA EN MONTERREY, Y ALGUIEN MÁS

Laura saltó al baño del otro lado del portal, y éste se cerró de pronto a sus espaldas.

Apenas necesitó un vistazo discreto para decepcionarse del año 2094. Aquel cuarto a donde llegó no parecía muy distinto al de la casa donde vivía antes del desmadre por el cual huyó a Soteria con su familia. Casi podía jurar que había vuelto al Monterrey del cual escapó. Las únicas cosas que rompían esa sensación eran el inodoro con un reposabrazos lleno de botoncitos y la cinta de leds adherida entre el cielorraso y el borde de las paredes que iluminaba el lugar en vez de bombillas. Aunque quizá era demasiado pronto para juzgar. Hasta ahora, sólo había visto el baño de un apartamento. Ni hablar de los habitantes del universo al cual recién había llegado. De ellos sólo conocía a la reina del sarcasmo. Justo ahora estaban frente a frente.

Una amiga de Bert —llamada Sandra— accedió a hospedarla unos días en su apartamento. Laura desconocía los apellidos de esa mujer y no le importaban. Sólo estaría ahí unos días. Como sea, no tardó en descubrir que era una tipa desagradable. Y su aspecto descuidado no ayudaba. Tenía piernas tan delgadas que parecían dos hilachas saliendo de su short rojo sucio. Casi de seguro no llevaba nada bajo la blusita de tirantes blanca. Y a lo mejor hasta era innecesario. Era plana como una niña, aunque debía tener cerca de los treinta. O quien sabe. El aparato externo de ortodoncia que usaba, más parecido a una careta de beisbol, la hacía verse como un asesino de película.

—Ahora escucha, Laura o como te llames —dijo Sandra mientras sacaba una cajetilla de un cajón bajo el lavamanos—. Esta es la casa de mis papás y yo la estoy cuidando mientras no están —cogió un cigarrillo entre su índice y anular con uñas mordisqueadas—. Me importa una mierda de dónde vienes o quiénes son tus familiares. Si rompes cualquier cosa, te asesino.

—Óyeme, no soy ninguna niñita...

—¡Ay, no me digas! —interrumpió Sandra con una risita desagradable— Seguramente abandonar a tu familia de cavernícolas porque extrañas las comodidades del futuro demuestra muchísima madurez.

Laura bajó la cabeza enseguida. Lo reconocía: Sandra era un rival duro, capaz de hallar tus susceptibilidades con poco esfuerzo y herirte donde más doliera. Una genuina reina del sarcasmo. Y la reina del sarcasmo encendió su cigarrillo. Luego, dio una larga calada.

—¿Cómo lo sabes...? —dijo Laura todavía cabizbaja.

—Soy muuuy perceptiva —dijo Sandra alargando la U innecesariamente.

—Sí. Se eso nota.

Sandra rodó los ojos hacia atrás e hizo una mueca antes de fumar otra vez y mover la cabeza de lado a lado.

—Bert me lo dijo todo —aclaró con aspereza—. Ahora espérame afuera —demandó enseguida—. No querrás estar aquí mientras hago lo mío.

Laura salió al corredor afuera de aquel baño sacada casi a empujones.

El departamento de Sandra resultó pequeño, aunque acogedor. Consistía en una sala equipada con un largo sofá negro sin cojines frente a dos sillones del mismo color. Las paredes, enlucidas con un patrón de grandes círculos blancos huecos alternados con otros pintados de rojo y todo encima de cuadros negros y grises, carecían retratos de la familia habitante en aquel lugar. Los taburetes en la encimera que dividía la cocina y el comedor parecían hechos de un plástico negro brillante y pulido. Las sillas y la mesa compartían ese mismo aspecto.

—Este lugar no tiene nada sorprendente —se dijo Laura en voz baja

Un fuerte pedo, distorsionado por la acústica del inodoro, le recordó que no estaba sola.

—¡Ay güey! —dijo Sandra casi a gritos desde el baño— ¡Estoy pariendo cuates!

—¡Cállate! —se quejó Laura a la vez que daba un golpe con el puño a la puerta del baño— ¡Eso es asqueroso!

—¡Tú también!

Laura volvió a golpear la puerta antes de alejarse. Le pareció de muy mal gusto que alguien comparara el estreñimiento con un difícil parto de gemelos. Prefirió ir a dar una miradita por la ventana tras el sofá de la sala en vez de oír más pedos. Literalmente. Se acercó por un costado del mueble y miró hacia afuera. De ningún modo iba a treparse. Sabrá Dios cómo se lo tomaría la loca si la hallaba encima de los cojines al salir del baño.

En cualquier caso, a Laura el exterior le pareció raro y familiar en igual medida. Se topó con grandes torres de apartamentos u oficinas y avenidas congestionadas. Bueno, ¿qué más podía esperarse de una mega urbe en cualquier época? Como sea, el apartamento estaba en un piso muy alto. Ella trató de contar hacia abajo; pero lo encontró difícil pues todo el exterior estaba recubierto de cristal tintado y delgadas vigas de acero recubiertas de una especie de esmalte blanco plástico. O algo así. Las farolas y las luces de los coches alumbraban las calles con suficiente intensidad como para distinguir el aspecto del pavimento desde las alturas. El asfalto parecía nuevo o al menos recién lavado a consciencia. Sin embargo, no reconocía los modelos o marcas de los vehículos que pasaban frente al edificio. Si acaso, lograba distinguir camiones. Algunos arrastraban contenedores que, vistos desde arriba, daban la impresión de ser más largos y altos de lo que ella recordaba haber visto en toda su vida.

—Las ventanas están selladas —dijo de pronto una Sandra venida de ningún lado.

Laura se dio media vuelta, como impulsada por resortes, debido al sobresalto. Por distraerse mirando afuera, no notó cuándo su anfitriona salió del baño. Ahora la loca se había plantado en medio de la sala, con los brazos cruzados y una pierna medio flexionada y aun sosteniendo el cigarrillo y con una sonrisa desagradable.

—¿No me digas que quieres saltar? —agregó Sandra llevándose las manos a la cadera

—¡¿Qué te pasa!? ¡Claro que no!

—Le harías un favor enooorme al mundo.

En ese instante, Laura deseaba tener un bate a la mano para machacar la careta de beisbol que Sandra usaba como aparato de ortodoncia. Claro que esa loca la trataba así con toda intención. Pero ella no iba a ceder. Sólo metida en un cajón la echarían del apartamento.

—¿Qué quieres entonces? —exigió saber Laura.

—Decirte que debo salir un rato —respondió Sandra.

—¿Puedo ir contigo?

—Claro que no. Pero tampoco te detendré si quieres regresar con tus papás en una bolsa de cadáveres.

—¿Me estás amenazando? —soltó Laura mientras apretaba los puños para resistir la tentación de írsele encima.

—No sabes lo que hay afuera. Yo sí. Por eso no irás conmigo ahora.

—Bueno, entiendo. Es una ciudad peligrosa. ¿Qué hago mientras regresas?

—Te quedarás en el cuarto al fondo del corredor —dijo Sandra antes de dar una calada a su cigarrillo—. Calienta cualquier cosa de la nevera si tienes hambre. Si quieres ver el televisor, sólo di "encender televisor" o "apagar televisor".

—¿Y si quiero navegar en internet?

—Dices "activar navegador en televisión". Fácil, ¿no? Ah, y antes de que se me olvide: es la última recámara. ¡Ni se te ocurra meterte a la otra!

Sandra se dirigió a una puerta que parecía hecha de acero pulido y decorada con un repujado en forma de flores de Liz y enredaderas. Debía ser la que daba al corredor de aquel piso. No había un picaporte. La chica sólo colocó el pulgar sobre una plaquita negra atornillada al marco y salió de ahí. No dijo a dónde iba.

A Laura le desagradaba el trato que le prodigaron en aquel sitio. Pero, si esa iba a ser la última semana de su vida con acceso a tecnología, lo mejor era hacer de tripas corazón y aprovechar. Claro que residir en Eruwa no significaba volver al medioevo, aunque vivir como a fines del siglo XIX tampoco le resultaba atractivo. En fin, luego de considerar sus perspectivas, dio media vuelta, fue directo a la puerta que estaba frente a la del baño y entró ahí. Debía ser la recámara que iban a prestarle. En efecto, había dos habitaciones más —aparte de aquella— en el corredor: una al fondo y otra entre la primera y el baño. Quién sabe qué guardaban los habitantes del apartamento en la otra pieza. Pero ella estaba convencida de que no le sorprendería descubrir que eran caníbales y en ese cuarto refrigeraban a sus víctimas. Valía más no averiguarlo.

En cualquier caso, en la habitación para Laura había una cama King Size que ocupaba casi todo el espacio en aquel lugar. Sólo quedaba sitio para el closet y una mesita de noche junto a la ventana de cristal tintado.

—¿Dónde está el televisor? —murmuró para sí misma.

Decidió pronunciar las palabras recomendadas por Sandra, a riesgo de que fuesen otra broma. Sin embargo, funcionaron. Seguramente los propietarios (o quizá los constructores del edificio) instalaron el aparato en la pared a espaldas de Laura, disimulado de tal forma que la transmisión parecía proyectada sobre el muro. La nitidez de las imágenes le sorprendió. Fue como mirar a través de una ventana.

No obstante, aquella primera noche en el Monterrey del año 2094 acabó siendo algo aburrida. Si bien sólo bastaba decir "siguiente canal" para cambiar de emisora, la programación nocturna ofrecía tan poca variedad que resultaba preferible irse a dormir. Encontró noticiarios en varios idiomas, además de descubrir que en ese mundo sólo circulaban siete monedas: dólares, euros, yenes, rublos, libras, reales, pesos; a parte de esos programas, había cuando menos un ciento de canales donde emitían películas viejas y en ellos vio una porción de Regreso al Futuro... pero protagonizada por el actor que interpretó a Daniel-San en Karate Kid. Halló también un anime peculiar —cuyo título olvidó porque era muy largo en japones y carecía de traducción— en el cual todos los personajes tenían aspecto andrógino; si acaso supo el sexo de dos, fue porque admitieron cuál era. Sólo le interesó un programa. Se titulaba Aces del cielo: las aventuras de Johny Koffin. Se trataba, más o menos, de una reinvención de Mad Max pero con avionetas.

Quizá la revelación más chocante para ella fue darse cuenta de que México y Norteamérica prácticamente se habían despedazado a mitad del siglo XXI. El noreste mexicano —que antes incluía a Monterrey— ahora formaba parte de la República de Texas. También existían los Estados Unidos y Estados Confederados de América y la República de las Californias. Sólo Canadá se salvó. ¡Bendito History Channel por aún existir en esa época!

El cansancio terminó por vencer a Laura al punto de quedarse dormida con el televisor encendido. A duras penas resistió ver dos episodios de Johny Koffin en su lucha conta el Papa Nequam. La cama era una nube de algodón. Tan suave que causaba la sensación de ser empujada en el cielo por la brisa. No obstante, un rato después, alguien tundía la puerta para despertarla.

—¿¡Qué te pasa?! —se quejó Laura al abrir— ¿¡Se quema la casa o qué?!

Sandra había sido quien la despertó. Sabrá Dios cuándo volvió de adonde sea que fue.

—¡Ya quisieras! —respondió burlona— Deja de jugar a la Bella Durmiente y ven al baño ya.

—¿A qué si no tengo ganas?

—A hablar con tus papás. Se me aparecieron de pronto dentro de un portal en el closet de las toallas. Y parecen muy enojados.

Laura comprendió entonces qué sucedía. Seguramente algún Ministro abrió una ventana entre Eruwa y la Tierra donde ellas estaban. Sandra tal vez había concluido que Bert abrió el paso entre ambos mundos con su Dispositivo de Acceso Multiversal... aunque no tenía pruebas de ello. Enseguida, ambas salieron del cuarto; pero una fue a la cocina y la otra al baño.

El baño tenía, frente al inodoro, un pequeño closet plástico pintado de forma que parecía hecho de madera. Sandra lo dejó abierto y retacó las toallas del entrepaño superior en el de abajo. Leonard y Míriam Alkef, padres de Laura, tuvieron que asomarse muy juntos desde Eruwa por el portal para que su hija pudiese verles las caras. Sus hombros casi se tocaban de lo cerca que se pusieron uno del otro.

—Estoy aquí sólo porque un Ministro me lo pidió —dijo Laura ni bien estuvo frente al portal—. Si no...

—¿Si no qué? —interrumpió Leonard con brusquedad.

Laura bajó rápido la cabeza. No se esperaba que fueran a darle una regañina tan dura.

—Nada —dijo a secas—. No importa.

—Sí importa —agregó Míriam—. Fuiste a meterte a la casa de una desconocida porque ya no estas a gusto en el refugio y extrañas las comodidades. ¿Tanto te perjudica dormir en un catre y no tener conexión a internet? ¡Creí que eras más madura!

Era cierto. Aunque la falta de comodidades fue más bien el colmo para Laura.

Si bien a ella le gustaba considerar Eruwa parecida a un parque temático centrado en la era victoriana, había ocasiones en las cuales el ambiente festivo que a menudo se respiraba en Soteria o Elpis —las únicas ciudades de aquel mundo que visitó por entonces— era fingido. Podía con frecuencia ver cómo ciertas personas demudaban el gesto triste tan pronto notaban la cercanía de otros. Como sea, lo toleraba porque también existía gente y lugares así en la Tierra. Además, eso acentuaba su fantasía. Le gustaba imaginárselos como empleados que debían meterse en el personaje al venir la clientela. Sin embargo, cuando ocurrió la invasión arriana, pudo ver un poco de los horrores de una guerra contra enemigos capaces de borrarte del mapa sin esfuerzo. Al menos Dios tuvo piedad y quiso evacuarla junto con los habitantes de todas partes de Eruwa. Y, de hecho, estaba muy agradecida por ello. Pero el Refugio de las Islas Polares (al menos a ella) le provocaba una vaga presión mental. Todo el tiempo supo que debía cabrearse por haber perdido familiares, amigos, casa, pertenencias en la Tierra debido a una conflagración con alienígenos que más tarde también invadieron el mundo a donde fue a ocultarse. No obstante, eso no ocurría. Cambiaba de opinión casi sin pensárselo. Parecía tener un mecanismo dentro de la cabeza que le impedía cuando menos disgustarse.

—Mira, Laura —dijo su padre con aire sereno—, tu mamá tiene razón. Yo creo que, a estas alturas, de seguro has caído en cuenta de eso.

—Sí, pero ustedes también entiéndanme —replicó ella—. He perdido todo. Estar encerrada en el refugio me hacía recordarlo todo el tiempo. Ya no podía más.

—Tu mamá y yo también perdimos mucho. Y lo mismo le pasó a Laudana, a su papá, a los Heker y a millones de personas tanto en la Tierra como en Eruwa. Dime si alguno de ellos se ha quejado.

—Pues... no que yo recuerde —dijo Laura pensativa.

Por más que escarbó en sus memorias, no pudo sacar más recuerdos aparte de una vez en la cual Laudana Gütermann, su mejor amiga, apenas si habló una o dos veces acerca de volver a Soteria.

—Mamá tiene razón —admitió—. A la mejor no soy tan madura como creía.

—Bueno, al menos lo reconociste —respondió su madre con acritud.

—Es que... no sé —dijo Laura—. El Refugio se me hace raro y deprimente.

—¡Ah, pero claro! —interrumpió su mamá— ¡La señorita no puede vivir sin Facebook! ¡Con razón estar viva te parece raro y deprimente!

—¡No es por eso! —contestó Laura más duro de lo necesario— Sé que Dios hizo el Refugio de las Islas Polares para que todo el mundo sobreviviera. No iba a haber maripositas ni duendecillos brincando allá y acá. Pero, me parece tan extraño no poder enojarme y, un día, todo el coraje que debí tener antes apareció de la nada.

—A ver —intervino Papá—, explícate. ¿Qué tiene que ver con el refugio con que no puedas enojarte?

—Bueno —procedió Laura—, piénsalo. Un día, tu planeta es invadido por alienígenos y tienes que huir, no puedes llevarte nada o despedirte de nadie porque te matarían. Primero está tu vida, así que huyes. Dios te concede irte a otro mundo donde no hay guerra; pero, a los pocos días, los invasores te alcanzan allá y destruyen todo a su paso. Lo único que queda es refugiarte en un lugar frío y desolado. Cuando llegas al refugio, de pronto notas que deberías estar al menos triste o enojado por todo. Pero no puedes sentirte así. Tus pensamientos se cambian de pronto por ideas como "al menos estoy vivo" o "los bienes perdidos se recuperan, la vida no". Y eso es lo raro y deprimente. Te consuelas con esas ideas; pero sabes, muy en el fondo, cuáles deberían ser tus emociones. Las que experimentas ahora no parecen genuinas, como si algo o alguien te las hubiera implantado.

Papá le hizo una señal con la mano para que parase.

—Me parece entender qué pasa por tu cabeza —dijo él—. Nunca fueron las comodidades sino vivir dos invasiones una casi inmediatamente después de la otra. ¿Verdad?

Laura sólo respondió moviendo la cabeza arriba y abajo. Papá resumió casi acertadamente lo que ella opinaba.

—¿Quieres contarnos algo más? —dijo Mamá en un tono más sereno.

—Creo que ya lo dije todo. No me importa si Dios me castiga, no pienso volver.

—Dios no te va a castigar —replicó Mamá—. Pero pudiste contarnos antes qué te pasaba.

—Ya lo intenté, y empezamos a pelear.

—¡Ay, es cierto! —dijo Mamá— Es que todo fue tan repentino...

—Pues no sé —respondió Laura encogiéndose de hombros—. Me sentía más o menos bien hasta el domingo. A partir de allí, fue como si hubieran guardado en otro lado todo lo que no pude sentir antes y luego me lo hubieran echado encima de repente.

—¿El domingo? —dijo de pronto Papá con cierto deje de extrañeza en la voz.

—Sí... si la memoria no me falla —confirmó Laura.

—Bien, esto es lo que haremos —dijo Papá—: Todos necesitamos despejarnos del refugio antes de la repoblación de Soteria empiece. Así que te permitiremos quedarte ahí siempre que Sandra o como se llame no tenga inconvenientes.

—Pues según ella —respondió Laura—, puedo pasar una semana en su depa. Después veré si me quedo en Soteria.

—Nada de "veré si me quedo" —intervino Míriam—. Decidirás eso cuando pagues tu ropa, tu comida y puedas rentar una casa. Ahora eres menor de edad y pienso que ni siquiera deberíamos estar discutiendo esto contigo.

—Y aun así —contestó Laura llevándose las manos a las caderas—, voy a pasar una semana lejos de ti.

—Tienes suerte de que no podamos ir a por ti —replicó Míriam—. Pero has de volver.

—¡Basta las dos! —soltó Leonard entre dientes— Laura podrá quedarse una semana lejos. Decidiremos qué hacer con ella cuando vuelva.

La puerta del baño se abrió lento y, casi al mismo tiempo, dejó escapar un rechinido tétrico. Era Sandra. Parecía haber acudido atraída por la discusión familiar. No dijo nada en aquel instante. Sólo se acercó al closet donde estaba el portal a Eruwa y metió un poco la cara. Laura trató de alejarla. Pero no pudo.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Sandra con serenidad.

Laura estaba segura de que su anfitriona en Monterrey iba a cagarla con lo que fuese a decir. Sin embargo, ésta dio una muestra de solidaridad muy a su manera. Aseguró no tener inconveniente en alojarla por una semana, aunque sus propios padres ignoraban que ella la había invitado. No ofreció más tiempo porque eso era lo que sus familiares iban a tardar en volver y ella no quería que se diesen cuenta de nada.

—Estoy segura de que, luego de unos días conmigo —prosiguió Sandra—, valorará mucho lo que tiene.

—Bueno, ¿cómo piensas hacer eso? —respondió Papá con un tonillo mordaz.

—¡Pero si es muy fácil! —dijo Sandra devolviendo la cortesía— Sólo la dejaré desengañarse.

Laura quiso protestar. ¿Desengañarse? ¿De qué? Pero se detuvo en el último instante. Podía esperarse que la versión del año 2094 donde acabó no fuese perfecta. Nada hecho por humanos lo era, ya puestos. Por ello, juzgó más pertinente esperar a que la estúpida de Sandra soltara más la lengua. Tal vez podía sorprenderla con la guardia baja tan pronto soltara alguna de sus perlas de sarcasmo.

Leonard Alkef, el padre de Laura, puso de manifiesto su extrañeza haciendo y una cara tan seria que espantaba.

—No entiendo —respondió éste—. ¿Qué pasa allá? No me digas que la pedofilia ahora es legal.

—¿¡Qué!? —Sandra soltó una risilla— ¡Nada de eso! El desengaño será dejarla descubrir que el futuro no es mejor, como creía la gente de antes.

—¿Nos llamaste ingenuos? —respingó Laura.

—¡Para nada! —respondió Sandra— Sólo digo que las comodidades no lo son todo, sin importar las épocas.

Leonard asintió despacio, con un aire pensativo.

—Bien —dijo al fin—. Laura se quedará una semana. Pero haré que las vigilen todo el tiempo. Si algo malo pasa, iremos por ella.

—Entiendo la desconfianza —respondió Sandra—. Aunque yo no soy el peor peligro para esta niña.

—Lo sabemos —interrumpió Leonard—. Pero mi decisión no tiene nada que ver contigo. Sé que cierto servicio de inteligencia tiene las manos muy metidas en donde vives por culpa de tu amigo Humberto Quevedo. ¿O me equivoco?

—¿Cómo lo supo?

—No importa cómo lo sé. Importa que no la dejes salir. Nosotros pagaremos de algún modo lo que necesiten.

—Mejor si ese modo es dinero.

—Pásame tus datos bancarios y ya veremos.

A final de cuentas, Sandra salió del baño y volvió justo a tiempo para evitar que los padres de Laura reanudaran el sermón. Traía en la mano su teléfono móvil. "Tome una foto si tiene con qué", dijo mientras desbloqueaba el aparato y abría aplicación tras aplicación. Leonard Alkef acercó entonces el suyo al portal entre los mundos para fotografiar la pantalla del otro. Luego de eso, los cuatro se despidieron y el acceso que intercomunicaba Eruwa y la Tierra se cerró un instante más tarde.

Enseguida, Sandra se cruzó de brazos. Un gesto triunfal apareció en su cara. O eso parecía, pues el aparato dental en forma de careta de beisbol estorbaba para verle bien la cara.

—Me debes una —dijo Sandra.

—¿Ah, sí? —replicó Laura— Pues no tengo con qué pagarte.

De pronto, el teléfono de Sandra emitió un sonido como el de una caja registradora antigua.

—Tus papás ya lo hicieron —dijo ésta meneando la mano con que sostenía el aparato—. Ahora ven acá. Es la hora de cenar.

Enseguida, salió del baño y anduvo por el corredor hasta llegar a la cocina. Laura la siguió casi de inmediato. Aún le costaba creer lo rápido que le depositaron el dinero a su anfitriona. De seguro hicieron algún truco parecido al que Bert y ese Ministro en armadura usaron para llamar a la Tierra desde Eruwa. Como sea, importaba poco. No lo entendió la primera vez que lo atestiguó, tampoco ahora. En esos momentos, la única preocupación que deseaba tener era que la cena no estuviese envenenada.

El sonido de cebollas sofriéndose en la sartén y el olor a carne de cerdo inundaron en un santiamén todo el ámbito del apartamento. Pero no había humo a pesar de que la cocina y el comedor sólo estaban divididos por una barra americana. Si tenía encendido el extractor, no se notaba. A Laura no le molestó para nada que su anfitriona no preguntase qué quería comer. De cualquier forma, ella no era vegetariana ni profesaba una religión que prohibiera el consumo de carne. Fue a sentarse en el comedor a esperar. Y lo haría jugando con su teléfono. Sin embargo, casi todos los juegos instalados en el dispositivo fallaron al iniciar porque no podían acceder a internet. Parecía que no eran compatibles. Por suerte, quedaba uno que no necesitaba conexión. Lo abrió enseguida. Sólo consistía en resolver rompecabezas. Y no por ello era aburrido. Sobre todo porque los niveles finales resultaban especialmente desafiantes; ya puestos, en el último te tocaba enfrentarte a la Noche Estrellada de Van Gog.

De pronto, un plato y cubiertos aparecieron ante ella. Sandra acababa de traerle una chuleta de cerdo antes de sentarse en el puesto de enfrente. Comieron en un silencio casi lúgubre. Si prestabas bastante atención, podías oír cómo los cuchillos cortaban las fibras musculares de la carne cocida.

Sandra acabó de cenar primero.

—¿Qué onda? —dijo con una sonrisa— ¿Te gusta?

—Sí. Está sabrosa. Muchas gracias.

—Bueno... es carne humana.

Al oír la confesión, Laura sintió los labios hormiguear y frío en todo el cuerpo. El alma se le fue a los pies y la sangre se le congeló en las venas. El mundo parecía moverse tan rápido que quiso bajarse de él para vomitar. No podía ver bien su cara reflejada en el cristal de la mesa, pero seguramente se le puso lívida como papel.

Sandra se echó a reír en cuanto su invitada escupió el bocado.

—¡Oye, cálmate! —dijo entre carcajadas— ¡Era broma!

—¡Con razón pensé que tu familia y tú eran caníbales! —respondió Laura con los ojos llorosos.

—Bueno, no lo somos. Pero, en serio, esa carne me costó una fortuna. Así que no vuelvas a escupirla.

Resultaba que la carne vendida en los supermercados de esa época era sintética. En esencia, se trataba de grasa vegetal con saborizantes y colorantes y algunos aditivos para darle la consistencia correcta. Todos inútiles en opinión de Sandra. Sin embargo, la que ella había cocinado esa noche era natural. Según explicó, existían granjas donde aún se criaba ganado en vez de cultivar soya para producir la carne artificial.

—El cerdo o vacuno real es mucho más caro —agregó—. Igual que el pollo. El precio sube al triple como mínimo, pero todavía quedamos algunos pendejos dispuestos a pagar por un bocado más sabroso.

De hecho, un rato antes, cuando se fue sin decir a dónde, había bajado hasta la pequeña plaza comercial en la planta baja de la torre de apartamentos en la cual vivía. Sólo tenía que recoger un pedido que encargó hacía semanas a una de esas granjas; pero terminó cabreada porque pasó bastante rato discutiendo con el repartidor. El sujeto quiso cobrarle la entrega (que se suponía iba a ser gratuita) sólo porque el dron de reparto no volvió de una de las tantas entregas que realizaba y el destinatario negó saber cualquier cosa luego de obtener su pedido.

—Ahora hablemos de un tema serio —dijo Sandra—. ¿Cómo conociste a Bert?

Laura titubeó un poco. No podía hablar de Soteria a la ligera. Sabía que los Legionarios de Helyel espiaban por todas partes; no sucedería nada bueno en cuanto notaran que alguien venido de Eruwa anda a sus anchas por sus territorios. Además, ella de seguro no le creería media palabra. Lo mejor era echar mano de sus dotes como aspirante a mangaka.

—Pues —contestó con su mejor cara inescrutable—... en el patio de mi casa.

—No mames.

—Es en serio. Literalmente se metió al patio de mi casa. El coche volador donde tenía montado su invento apareció de la nada. Trató de aterrizarlo en la calle, pero iba muy rápido; derrapó y echó abajo la barda del patio.

—¡Ay, no! Le advertí que no siguiera usando el Terrafugia... Bueno, ¿y luego?

—¿El qué?

—El Terrafugia... o sea... la marca del coche volador. Se hicieron muy populares hace como veinte o treinta años, pero los prohibieron por accidentes como el que tuvo Bert.

—Me imagino. Como sea, todos salimos al patio cobrarle por los daños.

—Entonces fue de noche, ¿verdad?

—Sí, estábamos a punto de irnos a dormir cuando ¡ZAZ! Oímos ruidos en el patio.

Laura tejió el engaño lo mejor que pudo, evadiendo las preguntas que Sandra hacía quizá para pescarla cuando contase alguna mentira. Aún así, el resto de la historia pareció convincente. Inventó que Humberto (Bert para amigos y colegas) se las había ingeniado para conseguir algo vendible en el mundo del cual ella vino y dio el dinero en metálico; no supo qué vendió, él sólo volvió a los tres días con la plata y la propuesta de participar en su investigación sobre viajes a realidades paralelas. Desde luego, la familia Alkef no iba a tomar parte gratis. Las cifras ofrecidas bastaron para convencerlos. Lo complicado fue lograr que ese cuento coincidiera con las verdades a medias relatadas por Bert cuando llamó por teléfono a su propio universo. La invasión de la Tierra por los arrianos y la huida de los Alkef a Soteria era una de esas; el hecho de que él terminara involucrado en una guerra interdimensional fue otra.

—Pues, de cualquier modo, se me hace raro que él nunca te haya mencionado hasta ahora. O a tu familia de cavernícolas. Y menos que hubiera encontrado ese otro mundo que dices.

—Iba a hacerlo. Es que aún no lo ponía en su investigación. La guerra empezó antes y quedó atrapado con nosotros.

—Lamento escuchar tu triste historia —dijo Sandra encogiéndose de hombros—. Me voy a dormir. ¡Fuera luces!

El departamento quedó en tinieblas ni bien dio la orden. Se puso en pie, dio media vuelta, se alejó por el corredor que conducía al baño y entró en la puerta que estaba frente a la del baño. Debía ser su recámara.

A final de cuentas, Laura fue directo y a tientas hacia la recámara que le prestaron. No perdió tiempo en buscar un interruptor para encender la luz. Aunque tampoco sucedió nada cuando imitó a su anfitriona y dijo en voz alta "encender luces". Se le ocurrió entonces que el comando "Luces fuera" no permitía encender ninguna bombilla hasta la mañana o quizá se usaban otras palabras.

—¡Oye! —soltó Sandra casi a gritos cuando ella pasó frente a su alcoba— ¡No se te ocurra abrir la otra puerta!

—¡Para lo que me importa!

En cualquier caso, Laura prefirió ir directo a la enorme cama King Size que ocupaba casi toda la pieza que le prestaron. Mejor se iba a dormir también. ¿Qué caso tenía desvelarse viendo televisión porque no podía acceder a internet? ¿Dónde estaba? ¿Acaso era 1994? Hasta ahora, el futuro la había decepcionado. Bueno, al menos la cama era una nube de algodón. Tan suave que causaba la sensación de ser empujada en el cielo por la brisa. Ella rara vez batallaba para dormir; y así fue durante casi toda su vida. Pronto se sumió en un sueño denso, del que no despertó hasta que Sandra fue a tundir la puerta por la mañana.

—¿¡Qué te pasa?! —se quejó Laura al abrir— ¿¡Hay un incendio o qué?!

Sandra parecía sonreír. Podía suponerse por el modo en el cual arrugaba la nariz. Aunque, quién sabe. Ese aparato dental que usaba la mantenía con los labios separados y las encías al descubierto de manera permanente.

—Vístete —respondió a secas—. Iremos de compras.

—¿No se supone que debo quedarme aquí? —dijo Laura.

—Hay un centro comercial en la planta baja —informó Sandra—. Vamos a comprar algunas cosas que necesito y el desayuno.

—Bueno, no sé. Me gustaría conocer la ciudad. Aunque...

—Mira, será rápido —replicó Sandra—. En diez minutos o menos estamos de vuelta. Además, necesito un par de manos extra; no puedo subir todo acá yo sola.

Enseguida, entregó a Laura una muda de ropa y cerró de un portazo sin darle tiempo de réplica. Ésta terminó por aceptar la oferta pues, en realidad, no tenía que pensárselo mucho. ¿Qué podía ocurrir en tan poco tiempo? Helyel no andaba cerca, según sabía.

—De seguro le echó polvos picapica —se dijo a sí misma mientras contemplaba la ropa en la cama.

Pero no parecía el caso. Lo sospechó tan pronto acabó de tentar la blusa de tirantes por dentro. De hecho, esa prenda y los shorts que acababa de recibir olían a suavizante de lavanda. Se puso la ropa limpia y luego salió al corredor, donde su anfitriona la esperaba. Quizá ésta no querría dejar el apartamento si Laura seguía pareciéndole primitiva. Como sea, dejaron juntas del apartamento sin decir palabra.

Como era de esperarse, afuera sólo había un corredor bordeado por puertas metálicas. Parecían hechas de acero pulido y decoradas con un repujado en forma de hojas y enredaderas. Los números de los apartamentos eran de plástico pintado como madera. El de Sandra era el 426 y tenía el dos roto por la mitad. Las fachadas vecinas estaban enlucidas con tiras de pizarra negra mientras que las losetas del suelo imitaban un mosaico de granito blanco y rojo. Éstas formaban un patrón similar a flores de Liz envueltas en ramas de bejuco.

El ascensor se ubicaba al fondo. Se abrió ni bien ellas estuvieron a menos de un metro. Hasta ahora, nada había sorprendido a Laura excepto la estética tan rara de aquella época. Podía conseguir más o menos los mismos materiales en donde ella vivía, aunque nunca se le hubiera ocurrido mezclarlos de ese modo. Sin embargo, pronto empezó a darse cuenta de por qué el futuro no era un lugar mejor.

Ellas abordaron el ascensor en el piso veintidós. Luego, el artefacto hizo una parada en el catorce para permitir que subiera una pareja. Se trataba de un hombre muy alto y esbelto, vestido de chaqueta y corbata, barbado y con cabello entrecano y peinado con raya al medio. Su acompañante —o quizá novio— caminaba junto a él, a cuatro patas, desnudo, sujeto por el cuello con una correa para perro; sus orejas fueron deformadas quirúrgicamente para darles aspecto canino y su columna vertebral había sido extendida de algún modo con el fin de añadirle un rabo que se movía de lado a lado. Laura intentaba ser tan discreta como le era posible. Evitaba mantener contacto visual con cualquiera de los dos. Pero no conseguía parar de mirarlos de reojo. Un leve codazo en las costillas le hizo notar lo vano de sus esfuerzos.

—Hola, ¿qué hacen? —dijo sonriente el hombre de chaqueta y corbata.

—Llevo a mi amiga a conocer la ciudad —respondió Sandra como si nada.

—Bueno, vayan con cuidado. Los Cosechadores ya andan trabajando desde estas horas.

—¿Qué son los Cosechadores? —quiso saber Laura.

Sandra meneó la cabeza despacio.

—Lo peor que le ha pasado a esta ciudad —respondió el señor a secas.

Laura sintió una leve respiración entre las nalgas. Ya sospechaba qué era. Pero, aun así, miró hacia abajo para corroborarlo. ¡La mascota de aquel sujeto le olisqueaba el trasero como lo hubiera hecho cualquier perro! Así que lo espantó a manotazos y recibió un mordisco a cambio. "¡Nerón! —soltó el tipo— ¡Compórtate!". Enseguida, dio varios correazos a Nerón y lo apartó de ella.

Sandra tomó la mano herida de Laura para examinarla. Unas enrojecidas marcas de dientes humanos quedaron impresas en el dorso tras el ataque.

—Bueno, no hará falta pasarnos por la farmacia —informó Sandra a secas—. Sólo fue el susto.

—¡Perdóneme, señorita! —suplicó el propietario de Nerón poniendo las manos delante de sí— ¡Mi perro nunca se comporta así!

—¡Aléjelo de mí! —interrumpió Laura entre dientes— ¡Esa cosa ni siquiera es un perro!

Por suerte, las puertas del ascensor se abrieron en ese instante. Si, por suerte; aunque quien sabe si era buena, porque el aromatizante de lima dio paso a una mezcla de fragancias hechas con pollo añejado y cebolla dorada en aceite reusado y vuelto a reusar. La plaza comercial en la planta baja les daba la bienvenida con un beso hediondo.

Sandra sacó su teléfono del bolsillo trasero de su short y cogió por el brazo al dueño de Nerón para evitar que se largara "¿A dónde con tanta prisa?", dijo ella. Luego, él también extrajo su móvil del interior de su chaqueta con parches de cuero en los codos. Enseguida, ambos dieron toques muy rápidos a las pantallas de sus aparatos. Un momento después, el tipo se despidió llevándose consigo a su extrañísima mascota. Laura supuso que tal vez el sujeto transfirió dinero electrónico para indemnizarlas por el susto que Nerón le causó... si acaso ese era su nombre real.

Enseguida, Laura y Sandra dejaron el ascensor. Había salidas hacia la calle a la derecha e izquierda de ellas. Según el reloj holográfico proyectado en el suelo, eran las ocho y veinte de la mañana con una temperatura de treinta y siete centígrados. Las dos avenidas que alcanzaban a verse desde ahí ya sufrían embotellamientos desde temprano, sin embargo, casi no andaba gente a pie. El propietario de Nerón se dirigió hacia las escaleras mecánicas del metro entre una tienda china y una sucursal del Pollo Frito Kentucky. Pero, antes de bajar, tuvo que hacer una parada junto a una lata de basura desbordada, junto al restaurante, para que su imitación de perro meara. Mientras tanto, una rubia bajita con un afro colosal subía cogida de la mano de un chico rapado, cuyo cabello fue sustituido con piercings y tatuajes indescifrables.

—Los trans-especie son todo un rollo, ¿no crees? —dijo Sandra casi a gritos para hacerse oír por encima de la gritería de los cláxones.

—¿Trans qué? —replicó Laura todavía sobándose la mano mordida.

—Trans-especie. O sea, aquellos que se identifican como animales en vez de humanos. Igual que Nerón, el perro del señor de hace un rato.

Laura prefirió cambiar el tema en cuanto Sandra mencionó la existencia de páginas en internet dedicadas a la adopción de estas mascotas exóticas. Mejor no, gracias. Entonces, mientras la seguía hacia un corredor que pasaba junto al local del pollo frito, decidió preguntarle acerca de los Cosechadores.

—¡Chist! —la acalló Sandra tapándole rápido la boca— ¡Cómo se nota que vives con cavernícolas!

—¡Perdón! —contestó Laura casi en un susurro— ¡No sabía que estaba mal hablar de ellos en público!

—Está bien. Yo te explico más tarde. Ahora apúrate o los conocerás de cerca.

Laura supuso entonces, a juzgar por lo que Sandra acababa de decir, que los Cosechadores debían ser maleantes de la peor calaña. La forma en que su anfitriona empezaba a tratarla quizá se debía a la promesa que hizo con sus padres acerca de cuidarla, no a que realmente fuera buena onda. En fin, siguieron adelante por el corredor hasta toparse con un local de electrónica y una pequeña taquería; de ahí provenía el olor a cebolla dorada. Un trío de oficinistas comía sentado en los taburetes alrededor del negocio junto con unos veinte muchachos de algún colegio cercano que seguramente faltaron a clases. Los que no alcanzaron asiento, devoraban de pie los tacos. Laura no podía creerse que, aún en esa época, las escuelas secundarias todavía exigieran el mismo uniforme horroroso con pantalón y camisa kaki de 2017. O que a los descendientes de mexicanos nunca dejaron de gustarles los tacos callejeros.

—Ahorita compramos dos órdenes —informó Sandra.

Pero no fueron a comprar comida sino directo a la tienda de electrónicos.

Laura vio, a través del aparador, que aquel negocio sólo consistía en un cuarto cuyas paredes cubiertas de anaqueles bajos exhibían auriculares, teléfonos móviles, computadores portátiles, cepillos de dientes eléctricos, afeitadoras y otros dispositivos inidentificables para ella. No había cajero. Un hombre joven y dos niños eran toda la clientela. La puerta de cristal se deslizó para darles el paso a ellas y, ni bien entraron, Sandra fue directo al anaquel a la derecha de la entrada. No interactuó con los otros clientes. Sólo cogió un par de auriculares y salió sin más. ¿Qué clase de ratero se lleva el botín sin disimular?

—¿Qué? —dijo Sandra desde afuera— ¿Vas a quedarte ahí?

—¿No vas a pagar? —respondió Laura plantada en el umbral de la puerta.

Sandra dio dos zancadas y cogió a Laura por la mano con brusquedad.

—¡No seas cavernícola! —contestó Sandra mientras la tironeaba para hacerla andar— ¡La puerta tiene un sensor que detecta mi teléfono y mis compras para cargarlo todo a la cuenta de banco!

—¿Y qué pasa si no tienes fondos?

—No puedes salir y luego viene la policía.

Por fin se dirigieron a comprar el almuerzo. Pero iban a ordenar para llevar. Un chico en patineta venía por el corredor y casi las arrolló. El tipo vestía unas bermudas de mezclilla deslavada y una camiseta sin mangas cuyo estampado recordaba a una pared recubierta de grafiti y no se disculpó por lo que acababa de hacer. Sandra paró en seco para evitarlo y dejar que se fuera. Laura no alcanzó a comprender qué empezaba a ocurrir en esos momentos. Su anfitriona dio media vuelta y dejó salir un escueto "vámonos". Incluso los oficinistas de hacía un rato y los chicos de la escuela secundaria que almorzaban en la taquería se agolpaban en la caja para pagar tan rápido como podían. Incluso quienes lo habían conseguido se alejaban de ahí corriendo para subir a algún coche o perderse entre el tráfico. El señor de la tienda de electrónicos cogió a los niños (quizá sus hijos), salió de ahí con ellos y cruzó la avenida hasta llegar a la torre de apartamentos del otro lado.

—No te separes de mí pase lo que pase —informó Sandra—. Mira hacia todos lados y mantén los ojos en las manos de todo el mundo.

Laura comprendió entonces que estaban en peligro, aunque no le quedaba claro aún en qué forma. Así que apretaron el paso y fueron hacia el ascensor casi corriendo. Sólo se le ocurrió que el de la patineta era uno de esos Cosechadores de los que nadie quería explicar nada. Luego, Sandra sacó aprisa su teléfono y lo deslizó ante una placa negra plástica junto a la puerta. "¡Ándale, apúrate!", masculló mientras la pantalla led en lo alto indicaba que la caja venía del piso quince.

El único empleado de la taquería bajó una cortina de acero desde adentro para cerrar su local tan pronto el último cliente pagó. Un trabajador del Pollo Frito Kentucky hizo lo propio en esa sucursal. Hasta la pareja de ancianos chinos, a cargo de la tienda junto al restaurante, se las apañó para trabar aprisa la puerta de su local con una cadena y tres candados. El eco de un silbido largo, que iniciaba con una nota alta y terminaba con una baja, se oyó desde el otro extremo del corredor. Un instante después, comenzó a resonar una patineta que se deslizaba sobre las losetas de la plaza comercial.

—¡Ay, no! ¡Ay, no! —exclamó Sandra la vez que golpeaba el ascensor con el puño.

El tipo de patineta y camiseta de grafiti apareció sobre su patineta por el mismo corredor que a ellas las condujo hasta el ascensor. De seguro notó que ellas trataban de escapar, porque bajó un pie para darse más impulso. Empujaba cada vez más rápido y, cuando Laura pudo apreciar mejor la cara surcada de arrugas y cicatrices, éste sacó de un bolsillo de las bermudas algo parecido a una pequeña lima de uñas. Lo apretó haciendo puño la mano en preparación para clavarlo a una de ellas. O a las dos de ser posible.

—¡Ahí viene! —soltó Laura alarmada—. ¡Vamos al metro!

—¡No seas pendeja! ¡Eso es peor!

El ascensor abrió justo a tiempo para que Sandra brincara dentro y metiera a Laura con un tirón de la blusa. La puerta se cerró —gracias a Dios— antes de que el fulano ese pudiera evitarlo.

Las dos muchachas permanecieron abrazadas hasta pasado el piso siete. Luego, Sandra se soltó aprisa del abrazo para ir a arrinconarse en una esquina. Estaba tan pálida como la víctima desangrada de un vampiro. Soltó un largo suspiro de alivio, apoyó la nuca en el espejo que recubría la pared del ascensor y se llevó la mano al pecho.

—Son traficantes de órganos —explicó—. Los Cosechadores, digo; eso son. Te sacan el hígado, los riñones, el corazón, los sesos o lo que necesiten ahí donde te encuentran.

Laura tragó muy grueso al oírlo. Apenas podía creerse que, menos de cinco minutos antes, ambas casi la palmaron.

—¡Qué horror! —fue cuanto pudo a decir con la garganta anudada por la angustia.

—Un segundo más y ahora nos tendrían a las dos abiertas en canal.

—¡¿Y todos los días pasas por esto?!

—Ahora entiendes por qué el futuro no es mejor, ¿verdad?

—¡Es horrible! —dijo Laura a la vez que limpiaba sus primeras lágrimas— ¿¡Cómo puedes salir de tu casa sin saber si volverás!?

—Te acostumbras a la larga —respondió Sandra con serenidad—. No siempre andan por aquí. Pero aprendes a notar cuando vienen acá. ¿Por qué crees que todo el mundo se fue?

En ese instante, Laura cayó en cuenta de que el tipo de la patineta en realidad empuñaba un bisturí, no una lima de uñas como creía. A lo mejor los Cosechadores se llevaban sólo aquello que podían sacar en buenas condiciones de una víctima tras forcejear con él o ella... o lo que fuera, como en el caso de Nerón. Sin embargo, aún no comprendía cómo no se dio cuenta de todo hasta que fue demasiado tarde. ¡Con razón Papá quería que permaneciera en el apartamento! Entonces, Sandra se acercó despacio para rodearle los hombros con un brazo de un modo que casi pareció maternal. "Ya pasó —dijo en voz baja—. Estamos a salvo". Luego, apoyaron sus cabezas sien con sien.

El ascenso hasta el piso veintidós trascurrió de ese modo, envueltas en un silencio roto por el latido de sus corazones.

—Quiero regresar con mis papás —dijo Laura a secas.

—Como quieras. O puedes aburrirte encerrada en mi depa toda la semana. Ahí tú sabes.

El ascensor abrió las puertas en cuanto arribaron a la planta del edificio a donde pretendían ir. Sin embargo, Sandra presionó el botón del piso treinta casi de inmediato. Laura apenas si alcanzó a ver que dos sujetos vestidos de traje, enmascarados como Bill Clinton y George Bush, se habían plantado en la entrada del apartamento. En medio de ellos, un tercer hombre sostenía en cuclillas un pequeño aparato que emitía ruidos como los de un contador Geiger.

—Parece que los Cosechadores saben dónde vives —susurró Laura.

—No —respondió Sandra—. Esos son otros vatos.

—¿Y a dónde vamos ahora?

—Con otro amigo de Humberto. A ver si él puede ayudarnos. Pero antes dime, ¿hay algo que no me hayas contado? 

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