LA ORDEN ROJA
Leonard dio una mirada al pequeño reloj colgado cerca del baño de su nueva celda en la Abadía. Eran las siete y quince minutos, hora local de Beulen. El péndulo se columpiaba lento y, en cada oscilación, reflejaba los últimos rayos solares que se colaban por los ventanucos en la pared del fondo.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Míriam.
—Podemos ir a la oración nocturna —respondió Leonard—. Luego cenamos y a dormir.
La idea era tan divertida como sonaba. Los religiosos en la abadía de Blizstrahl acostumbraban a levantarse y dormir desde muy temprano por falta de actividades más emocionantes. O al menos así era en tiempos de paz. Por lo tanto, vivir ahí o en una ranchería como montañeses casi daba igual.
De pronto, tres toquidos llamaron la atención de Leonard. Fueron tan rítmicos que hasta Míriam lo siguió para ir a abrir. Él no necesitaba derrochar ingenio para saber de quién se trataba. Abrió rápido. Un momento después, se topó con Aron Heker, vestido de hábito amarillo con borlas rojas en las mangas y una bolsa de papel bajo el brazo. Su peinado a lo mohicano, decorado con largas trencillas, y la cicatriz en el cachete que casi llegaba a la oreja rompían con cualquier solemnidad conferida por sus nuevas ropas. La capitana Rui Heker, su esposa, le había acompañado e incluso ella vestía prendas iguales. El ocaso iluminaba todavía más los pequeños ojos rasgados de la mujer.
—Caray, no los esperábamos —se adelantó a decir Míriam—. Pasen por favor.
—No, no —respondió la capitana Rui—. Con mucho gusto en otra ocasión. Venimos de paso para otra cosa.
—Bueno, los escuchamos.
Aron sacó dos hábitos diaconales de la bolsa bajo su brazo.
—Sólo vinimos a traerles esto —dijo extendiendo el brazo sin soltar la ropa—. El Sumo Sacerdote nos ha invitado a una cena en su honor.
—¡Qué raro! —soltó Leonard todavía sorprendido—. ¿Solo a nosotros?
—También estarán Sus Majestades, Bastian Gütermann y otros tantos que no conozco —respondió Aron.
—¿A qué hora? —pidió saber Leonard.
—Empieza a las ocho —informó Rui.
Los Heker se despidieron de Leo y Míriam tras admitir que también les sorprendía esa invitación en el último minuto. El Sumo Sacerdote hacía bastante por ellos alojándolos en la abadía durante los días previos a la repoblación de Soteria... así que de seguro la cena no era por pura cortesía. En especial si los invitaron junto con Bastian. Él ejercía como abogado en épocas de paz y, extraoficialmente, era consejero legal de los reyes. Claro que no le pagaban por eso último. O eso aseguraba. En cualquier caso, la velada quizá iba a ser soporífera.
Míriam cerró la puerta de la celda tan pronto Leo volvió adentro. Puso los hábitos doblados sobre la encimera de la chimenea.
—¿Quieres divertirte? —dijo él por lo bajo, con un movimiento arriba y abajo de las cejas y una sonrisa maliciosa.
Ella se despojó de su blusa roja preferida demasiado rápido para verla y la dejó caer. O disfrutar de la vista.
—Pero de pie —respondió ella mientras intentaba desabotonar el sostén—. El piso ha de estar cochino.
Empezaron con una sesión de besos, abrazados mientras uno agarraba las nalgas y la otra estiraba el cabello.
El roce de las lenguas entrelazadas entre los labios empezaba a calentar la habitación. Una mano velluda y de venas gruesas reptó sobre seda hasta apretar con suavidad un melocotón grande y jugoso. La reacción no demoró ni un poco. Unas uñas cuya manicura se había estropeado por falta de retoques palparon, con suma delicadeza, un pepino petrificado. Sin embargo, los eufemismos acabaron cuando algún aguafiestas tocó a la puerta. Lo ignoraron al principio. Pero, con tanta insistencia, prefirieron parar.
Leonard fue directo a abrir. Iba subiéndose la cremallera del pantalón de camino a la puerta. Míriam, por su parte, empezó a vestirse el hábito diaconal aprisa.
—¿Qué quiere? —exigió saber Leonard ni bien abrió de golpe.
—Entrar, papá —dijo Germán con los ojos muy abiertos.
—Bueno, pásate de una vez —contestó Leo a regañadientes—. Y revisa si sale agua en la ducha. Quiero que te bañes —agregó a la vez que lo cogía del hombro con cuidado para meterlo—; pero ya. Tenemos un compromiso a las ocho.
—¿Yo también?
—Sí. También. Y no protestes o te baño yo mismo.
Germán entró corriendo al baño y, momentos después, el eco de chapaleos en la ducha empezó a oírse mientras su padre instruía a su madre sobre cómo debería ponerse el hábito. También se dieron un duchazo rápido en cuanto el niño terminó. Lo hicieron juntos para ahorrar algo de tiempo. No obstante, perdieron lo ahorrado cuando empezaron a vestirse.
Lo más engorroso de los Hábitos Diaconales —y cualquier otro en general— consistía en las reglas para portarlo de forma decorosa. Al ser casados, Leo y Míriam debían asegurarse de que las borlas rojas de las mangas colgaran paralelas a los antebrazos y usar calzones largos bajo las prendas y ceñir todo con un leinengürtel doblado a la mitad, que era un cinturón de lino tan ancho como la mano de un adulto. La peor parte de todo era atar el leinengürtel con el Kupferstift, un prendedor largo de cobre como de veinte centímetros. Necesitabas colocarlo horizontalmente o, de otro modo, se te clavaría en la espalda o las nalgas. Como no tenían calzones largos a la mano, ambos idearon enrollar las perneras de sus pantalones.
Minutos después, los tres cruzaban el empedrado rumbo a la casa del abad. Leonard sentía cómo la mezclilla plegada bajo el hábito le arrancaba vellos de las piernas en cada paso. Además, los dos olvidaron colgarse una Biblia al leinengürtel antes de salir... aunque eso último lo acostumbraban sólo quienes tomaban votos de por vida. Gracias a Olam que el recorrido fue corto y ya había oscurecido cuando salieron de su celda. Así nadie notaría que a la túnica de Míriam le faltaban botones por detrás o los zapatos sucios de Germán.
La abadía contaba con eléktricidad desde hacía años. Sin embargo, los patios y el muro exterior aún se alumbraban con antorchas. Leo llamó a la puerta ni bien llegaron a la casa del abad. Pero nadie abrió. Esperaron ahí por lo que parecieron cinco minutos. Él insistió un par de veces, golpeando más fuerte en cada oportunidad. Recién Germán había pedido a sus padres volver cuando una cara familiar —reconocible por la enorme cicatriz en la mejilla— apareció al abrirse la puerta. El eco de risas y conversación ininteligible les llegó proveniente de alguna habitación del fondo.
—Perdón —dijo Aron Heker con seriedad—. No los oímos. Pasen por favor, todos está acá.
Los Alkef anduvieron en fila y callados, con él a la cabeza, directo hasta un pequeño corredor en el fondo de aquella sala apenas amueblada con bancos en las orillas. Las arañas de bronce, suspendidas de las claraboyas, alumbraban con una luz amarillenta que parecía cubrir el ámbito con una pátina cargada de nostalgia. Poco parecía haber cambiado en Blizstrahl desde que Leo fue recluta en Blizstrahl.
El angosto corredor por donde Aron los guiaba sólo tenía ventanas ojivales en el costado derecho. La pared izquierda estaba enlucida por un largo mural que representaba el Edén, incluidos Adamu y Ewe en pelotas. La única puerta en el muro se abría casi al fondo. Las voces de los otros invitados y alguna risa ocasional se intensificaron conforme el grupo se acercaba a ella. No se oía música en absoluto. De hecho, se contaba que un abad que vivió hacía muchos años prohibió toda aquella que fuese litúrgica.
—Aquí vienen —dijo de pronto una voz salida de un recipiente metálico.
Aron abrió la puerta despacio. El salón del otro lado quizá tenía cupo para unas doscientas personas, pero ahí sólo había una mesa redonda con diez comensales. Unas arañas de latón irradiaban la misma luz amarillenta de un rato antes sobre los invitados. La cabeza y espalda cuadradas de Bastian Gütermann fueron casi lo primero a la vista. Su esposa, una dama esbelta y de rasgos tan delicados como gatunos, casi se provocó una tortícolis por mirar a los recién llegados. Su Majestad Derek reía sin soltar su copa, tenía el peinado de raya al medio casi deshecho. Al parecer, fingía embriaguez para contar un chiste. La reina Nayara llevaba sus largos rizos caoba engalanados con una diadema de platino que simulaba una lauréola. Su mirada permanecía fija en el rey y brillaba de un modo atemorizante porque casi le derramó vino en el vestido de noche negro. El Sumo Sacerdote y el abad, sentados en el borde opuesto, sonreían; aunque quizá por compromiso, tal vez la broma del rey no les parecía graciosa.
—Y luego el otro borracho dijo "lo bueno fue que no la pisamos" —remató Derek entre risas.
Bastian empezó a reír por lo bajo.
—¡No puedo creer que contaras ese chiste precisamente aquí! —respingó la reina.
—No, hombre —terció Bastian—. Ese chiste ya era viejo cuando se inventó el caldo. Me dio más risa que no notaras la mirada de tu mujer.
—Buenas noches —Leonard agitó una mano como saludo— ¿De qué nos perdimos?
Supo que no había sido mucho en cuanto su familia y él se sentaron a la mesa. Germán se sentó en otra más pequeña, junto a Byrn y la princesa Sofía. Laudana Gütermann la persona más adulta junto a ellos.
El Sumo Sacerdote Húsar organizó el evento para celebrar su próxima ordenación. Incluso un periodista lo entrevistó más temprano; pero ambos optaron por terminar la conversación esa misma noche. A decir verdad, casi toda la entrevista consistió en preguntas acerca de cómo lo eligieron sin ser pariente de sus antecesores. Fue la primera vez en que el puesto se ocupó sin tal consideración.
—Ningún pariente de Elí Safán o Shmuel Mancini estaba calificado —aclaró Su Majestad Nayara—. Todos eran civiles seglares.
En otras palabras, no cumplían con el requisito de pertenecer al ejército o al clero. El Sumo Sacerdote en funciones era miembro de ambos. Pero los candidatos podían provenir de cualquiera siempre que al menos contara con un rango de General u Obispo.
Aron Heker soltó la misma pregunta que Leonard tenía en la punta de la lengua.
—¿Cómo eligieron a Su Excelencia entonces? —pidió saber.
—Fue una historia interesante, Maestre Heker —dijo el Sacerdote Húsar con una sonrisa de perlas—. ¿Conoce a la Orden Roja?
—El único miembro que conozco es a Sare —respondió Aron.
—Bueno, sí, es la misma Orden Roja. Pero él no participó.
Resultaba que Olam accedió a intervenir con la elección. Por ello, mandó que otro Ministro de la Orden Roja reuniese en la abadía a los candidatos seleccionados por Sus Majestades.
Los aspirantes debían presentarse cierta mañana para ser entrevistados uno por uno, a primera hora, con cualquier posesión de valor sentimental. Hubo sólo cinco personas en la fila. Un catedrático retirado de la Real Universidad de Elpis, doctor en teología, por cierto, fue el postulante con el currículo más voluminoso; mientras que un joven predicador itinerante de Cherton fue convocado aunque su hoja de vida apenas si superaba dos párrafos. Las entrevistas demoraron lo suficiente como para que Húsar Ariztimuño cabeceara mientras aguardaba su turno. Aun así, pudo notar que el doctor en teología salió del despacho prestado al entrevistador en menos de diez minutos, refunfuñando y maldiciendo entre dientes y quejándose de no haber entendido por qué le hicieron traer en balde sus pertenencias más preciadas. El predicador itinerante tardó como tres horas adentro. Salió de ahí, con los ojos enrojecidos, acompañado por otro diácono que lo confortaba mientras él repetía entre sollozos que acababa de tener la experiencia más hermosa de su vida.
—Ya era más del mediodía cuando me tocó pasar —prosiguió el Sacerdote Húsar con el relato—. El Ministro me hizo las preguntas de rigor. Ya saben: ¿Desde cuándo perteneces al Clero? ¿Puedes mencionar tus logros más importantes en cada puesto que has ocupado? ¿Cuáles son tus aspiraciones si te nombran Sumo Sacerdote? Luego me preguntó si alguna vez había intentado lanzar conjuros o caído en trance.
—Esas dos preguntas debieron ser un No —terció Derek—. ¿Cierto?
—Yo mismo se lo dije —respondió el Sumo Sacerdote—: No. Entonces el Ministro me pidió quitarme la argolla y entregársela.
—Esa es su pertenencia valiosa —dijo la reina.
En efecto, Su Majestad Nayara tuvo razón. Para el Sacerdote Húsar, su argolla nupcial era la pertenencia más valiosa por aquello que (y a quiénes también) representaba. A final de cuentas, el Ministro —el cual parecía una raíz de mandrágora gigante— llevaba consigo el antiguo báculo pastoral de Elí Safán. Acercó la sortija al bastón y ambas cosas brillaron durante al menos un minuto. Primero emitían un destello rojizo. Luego, la intensidad aumentó paulatinamente hasta que se pusieron al rojo blanco. La devolvió a su dueño en ese instante.
—No estaba caliente ni nada —continuó Húsar—. Por el contrario, quemaba de lo fría que se puso. Entonces ese Ministro-Mandrágora me dijo que nunca vio a nadie con tanta determinación. Dio por terminadas las entrevistas y se disculpó con los dos candidatos que faltaban de entrevistar. Yo no entendí nada. Creí que había pasado lo mismo con los otros que entraron antes de mí. Pero lo supe todo cuando se me apareció en mi casa de Mont d'or.
Leonard comprendió en ese instante que, en realidad, el báculo de Elí escogió a Húsar. El Ministro con forma de Mandrágora no hizo más que vincularse con el bastón sagrado para cumplir ese propósito y sólo utilizó la argolla como un catalizador. Lo mismo debió suceder con las pertenencias de los otros aspirantes.
Bastian había hablado poco durante un buen rato. Permaneció casi todo ese tiempo con un gesto pensativo y las manos entrecruzadas delante de sí.
—¡Ahora entiendo! —dijo serio— La Orden Roja son los propietarios originales de nuestras armas sagradas. Por eso el Ministro que entrevistó al Sumo Sacerdote pudo interpretar la elección del báculo.
—Yo no lo sabía —dijo la reina Nayara todavía más grave—. Siempre creí que Olam había escogido Ministros al azar para entregarlas.
—Es que los historiadores académicos no se ponen de acuerdo —respondió Bastian—. Algunos dicen que en verdad existen y otros alegan que es un mito. Yo supe de ellos por unos documentos antiguos que obtuve como pago de un cliente. ¡No imagino las caras de esos estirados cuando sepan que un aficionado tuvo razón!
Bastian Gütermann era también un historiador aficionado. Su biblioteca personal contenía numerosos documentos antiguos comprados en subastas o, como el caso que acababa de referir, entregados por algún cliente como pago por sus servicios de abogacía. Lo que a Leonard le impresionaba más de su colega era que realmente estudiase dichos papeles y no sólo los coleccionase.
Un reloj en un rincón alejado de la casa dio nueve campanadas. Apenas podían oírse. Pero sonaban con claridad.
—Pronto servirán la cena —anunció el Sumo Sacerdote—. Espero que disfruten. Y, por cierto, cité al señor Adam Weasley a esta hora para concluir una entrevista.
—Westlock —corrigió el rey Derek—. El corresponsal se llama Adam Westlock.
El señor Westlock viajó de ida y vuelta desde Soteria en varias ocasiones aquel día. O así lo aseguró el Sacerdote Húsar. Sus Majestades y él lo conocieron por la mañana. El Soteria Times había enviado su mejor corresponsal a cazar la primicia pues querían circular tan pronto empezara la repoblación. Leonard aún no conocía a Adam en ese instante preciso. Pero, desde ese día, se encontraron mucho más frecuentemente de lo que le hubiera gustado.
El Sumo Sacerdote propuso brindar todos juntos ni bien los camareros con la cara más triste del mundo trajeron vino en hielo. Al verlos, Leo solo pudo suponer que eran empleados muy mal pagados en un servicio de banquetes.
—¡Larga vida a Soteria! —dijo alzando la copa.
La cena llegó minutos después. Consistió en gruesos cortes de solomillo con verduras salteadas y una copa de helado como postre. Luego, un diácono calvo y regordete entró casi corriendo detrás de los camareros que servían para anunciar la llegada de dos visitantes. El Sacerdote Húsar quiso saber entonces por qué no los hizo pasar antes. El religioso se fue aprisa. Después, entró un joven alto, moreno, de ojos aceitunados. Llevaba un gafete atado al cuello con una delgada correa de cuero y vestía una sencilla camisa blanca con pantalones de pana negra. Ese debía ser el tal Adam Westlock. Y el otro visitante —por Olam Santo— era un tubérculo del tamaño de un hombre adulto embutido en un hábito negro. Al parecer, lo del Ministro-Mandrágora no era sólo alegoría.
El Sumo Sacerdote se puso en pie para acercarse al tubérculo e hizo una reverencia al saludarlo. El hábito de este último tenía un patrón bordado en hilo de oro conformado por cientos de ojos. Leonard notó entonces que esa planta gigante no era ciega, aunque carecía de rostro. Los ojos bordados se movían en todas direcciones cada tanto.
—¿A qué debemos el honor? —dijo Húsar Ariztimuño.
—Ya hablaremos de ello —respondió el Ministro de algún modo—. ¿Les importa si me siento?
Los camareros trajeron dos sillas adicionales para los recién llegados. Pero Leonard y Bastian tuvieron que mover sus asientos a un lado para hacerles espacio.
Era la primera vez en casi dos meses que Laudana comía una cena decente. No iba a dejar que nada arruinara el momento. Poco importaba si debió cancelar su cita con Bert para asistir a un evento tan ampuloso o haber terminado trabajando en su tiempo libre. El solomillo estaba de verdad muy bueno. Poco importaba si debía cuidar a cinco niños mientras lo degustaba; no permitiría que se le agriara la velada. ¿Qué decía su papá en ocasiones como esa? ¡Ah, sí! Los mayores placeres son, a menudo, también los más sencillos. Al menos para ella, la cena era el mejor acontecimiento de la noche.
Las medias de rejilla que se había puesto para esa noche eran las más cómodas que tenía. El liguero bajo la falda rosa plisada le daba comezón en la cintura y las medias en las piernas. Lástima que no podía rascarse.
Ushio, la hija de Aron Heker y la capitana Rui Okazaki, había traído su muñeca favorita a la mesa. Era un juguete de medio metro de alto, que usaba un vestidito azul rey de olanes y encajes blancos, la peluca rubia atada en coletas y una diadema parecida a orejas de conejo. Ambas vestían a juego, aunque la niña llevaba el cabello negro suelto.
—Ushio —dijo Laudana luego de tragar el bocado—, quita esa muñeca de mi vista. Me da muy mal rollo.
—Es cierto —terció la princesa Sofía—. Mi mamá me regaña cuando yo traigo mis juguetes a la mesa. Dice que están sucios.
—No, Laudana, por favor —respondió Ushio Heker con un tono suplicante—. Momoka estaba perdida y no hemos jugado en dos semanas.
—Bueno —concedió la chica— Ponla detrás de la silla o bajo la mesa. Sólo no quiero verla.
Ella tenía motivos de sobra para incomodarse. Hacía poco tuvo uno de sus trances más vívidos y alocados y, de hecho, lo detonó otra muñeca Amber. Esa era la marca comercial de Momoka. Desde entonces, la inquietaban los juguetes con figura humana y aspecto realista. Sentía que sus ojos vidriosos le taladraban el alma o que empezarían a andar por su cuenta en cualquier momento, como sucedió en aquella visión. De hecho, hasta le pareció un tanto irónico que el aspecto del ministro recién llegado no la intranquilizara, como sucedía a los camareros. Podía notar las miradas temerosas de unos y los intentos de otros por evitarlo. Quizá esa noche fue la primera vez en la cual esos pobres tuvieron a uno tan cerca.
Oye, Ushio —dijo de pronto Byrn—, ¿alguna vez has cambiado la ropa de Momoka?
—¿Por qué te interesa? —respondió Laudana seria.
—¡Es que siempre la viste igual! —dijo el chico rápido.
—Yo creo que te gusta Momoka —intervino Sofía—. Es igual de boba que tú.
—¡Momoka no es boba! —chilló Ushio entrecerrando sus ojos achinados— ¡Tú sí, Sofía!
—Tranquilícense por favor o tiraré a Momoka al mar —amenazó Laudana—. Hay una playa muy cerca y no asusta cruzar el bosque de noche.
Los niños siguieron comiendo. Joel y Germán, hijos del Sumo Sacerdote y el Maestre Alkef respectivamente, eran los que mejor se habían comportado en toda la noche. Sólo hacían chistes que —según ellos creyeron— nadie más entendía por hablar en otro idioma todo el rato. Para su mala suerte, el Sello de Olam tatuado en la pierna de Laudana no paraba de traducir para ella hasta el lenguaje de las flores. Las flores no hablaban en realidad. Ese era sólo un método de comunicación entre enamorados para expresar sentimientos complejos. Pero ella consideró que incluir a la floriografía en sus exageraciones era el mejor modo para expresar su frustración. Aún le faltaba mucho para dominar sus poderes de vidente.
Joel, Germán y Byrn eran los chicos mayores de la mesa. Y se notaba. Joel hizo señas a Germán para que se acercara un poco. "Esta tía sí que está buena —murmuró Joel en castellano— ¡Lástima que esté chalada!". Germán sonrió de forma estúpida. "Lástima", respondió el mocoso por lo bajo. Laudana sabía que se referían a ella. Por otro lado, Sofía aprovechaba para invitar a Ushio a su fiesta de cumpleaños. "¿En serio vas a cumplir ocho?", quiso saber la niña. Pero Byrn no despegaba la mirada de la muñeca. De pronto, se puso de pie y fue hacia la puerta. Se topó a medio camino con una camarera narizona de cabello muy corto (casi de hombre) y le preguntó algo que su hermana no oyó.
Laudana se levantó con cuidado de que su hermanito no la viese. Imaginaba a dónde iba. Salió del salón un poco después que él. Lo siguió en silencio por el corredor, luego hasta la espaciosa sala de visitas.
—¿A dónde vas? —soltó ella.
Byrn paró en seco y dio media vuelta casi de inmediato. Tenía los ojos tan abiertos como los platos de la cena y la espalda muy recta.
—Al baño —respondió el chico casi sin mover los labios.
—Pero si no hemos acabado la cena.
—Me cayó mal.
Laudana se le acercó despacio. "Sé más discreto para la próxima —aconsejó ella en voz baja—. Todos se dieron cuenta de cómo mirabas a Momoka". Las mejillas del pobre ardieron y se puso cabizbajo. Luego, empezó a desandar el camino hacia el salón donde cenaban. Entonces, su hermana lo cogió por el hombro con suavidad.
—Oye —dijo ella lo más calma que pudo—, no quería aguarte la fiesta. Ese Joel se cree muy listo y ahora ha de estar burlándose de ti con Germán. También se han reído de mí toda la noche. Por eso te pedí que fueras discreto.
—Pero ¿Cómo lo sabes? ¿Acaso entiendes lo que dicen?
—Sí.
—¡Guau! ¿Cómo lo haces?
—Tengo mis trucos. —Laudana señaló la pantorrilla derecha, donde tenía tatuado el Sello de Olam—. Pero escúchame, no quise avergonzarte. Eso no es nada malo. Sólo hazlo en privado de ahora en adelante. De preferencia, en casa. —Se acercó más a él y le dirigió una mirada cómplice—. He visto a Momoka sin ropa un par de veces —dijo por lo bajo—; viene de fábrica con un cuerpo tipo C.
Se despidió de él agitando los dedos de forma casual. Byrn quedó petrificado en medio de la sala. De seguro la revelación le sorprendió tanto como un baldazo repentino de agua helada en verano.
La muñeca Amber se comercializaba con tres tipos de cuerpo. El A correspondía a una niña púber. Los otros dos pertenecían a jóvenes bien dotadas. La diferencia consistía en que los senos del C eran más realistas. Incluso tenían pezones y llevaban las aureolas pintadas a mano y a juego con el tono de la resina celulosa con que las moldearon.
Laudana prefirió dejar solo a su hermano para no avergonzarlo más y permitirle hacer lo que quisiera. En cualquier caso, su papá ya había tenido con él cierta charla de hombre a hombre no hacía mucho. Por lo tanto, ahora ella podía tocar temas de adultos con el niño. Sólo esperaba que Byrn nunca tuviera la ocurrencia de comprar su propia Amber y meterla de contrabando a la casa... o peor aún: robar a Momoka. En fin, que el chico se diera un poco de amor a sí mismo no tenía nada de malo mientras no abusara de ello. O sus fantasías fueran perversas. De todas maneras, aún faltaba mucho para repoblar la ciudad. Al menos eso sabía ella en ese instante.
—¡Santa Madre de las Frituras! —masculló Laudana en el momento que abría la puerta de la sala donde celebraban el banquete en honor al nuevo Sumo Sacerdote.
Pensar en temas tan candentes le hizo darse cuenta de qué quiso decir su padre con lo de que los placeres más grandes eran también los más simples. Y no solo eso. Empezó a sentir un leve cosquilleo luego de recordar que —al menos hasta entonces— no había podido besarse con Bert tanto como a ella le hubiera gustado. Sólo podían pasar el rato juntos en el refugio, con toda la privacidad que sus respectivos lotes brindaban. Verse en otro lado durante los descansos a veces se complicaba. Los horarios y días no concordaban alguna u otra ocasión desde que él dejó las brigadas de reconstrucción para volverse Maestre.
La pobre de Laudana entró al salón con la espalda rígida. Caminó directo hacia la mesa donde cenaban los niños y se topó con la reina, la capitana Rui y la esposa de Leonard Alkef, que venían directo hacia ella. Las mujeres se desviaron hacia la puerta cuando casi habían quedado frente a frente con la niñera de sus hijas. "¡Qué bonita figura tiene la reina!", pensó la chica al admirar discretamente el vestido de noche que su patrona llevaba puesto. Y ya puestos, la capitana Heker tenía poco que envidiar a Su Majestad. La muchacha no sabía a dónde iban. Y prefería no satisfacer la curiosidad. Sólo esperaba que no sorprendieran a Byrn en el baño de los invitados.
La princesa Sofía y Ushio Heker parecían haberse unido contra los niños. Las chiquillas aprovecharon que sus madres las dejaron solas para poner a la muñeca en el regazo de Germán y tararear, de forma burlona, una marcha nupcial. Él se la pasó a Joel, el hijo del nuevo Sumo Sacerdote. Laudana fue directo hasta el chico y le arrebató el juguete.
—¡Les advertí que tiraría a Momoka al mar! —dijo seria.
Ushio brincó de su silla como impulsada por resortes.
—¡No! —dijo la niَña— ¡Te acusaré con mi mamá si lo haces!
—Y tu mamá me dará la razón —contestó Laudana—. Ahora, siéntense. Si todos acaban la cena en paz, tal vez te devuelva a Momoka.
La cena al fin prosiguió en un silencio roto cada cuando por sorbos a la crema de tomate servida a los niños. Luego, les sirvieron un postre con gelatina de uva. A Laudana le dieron una ración más grande. Comió despacio. Pero su hermano aún no volvía. Tampoco Su Majestad o la capitana. Incluso la señora Míriam regresó y se marchó de nuevo un par de ocasiones. A lo mejor no lo sorprendieron, pues cualquiera de ellas lo hubiera acusado con papá. En una de tantas, la puerta se abrió. Era Byrn.
—Creímos que te había tragado el inodoro —dijo Joel.
—Se tragó a tu mamá —replicó Byrn a secas y con el ceño fruncido.
En ese momento, Sus Majestad entró en compañía de la capitana Heker y Míriam Alkef. Pero se quedaron a la puerta del salón mientras hablaban de algo que Laudana no oyó. Un momento después, volvían a sus asientos e iban a pasar en cualquier segundo justo por detrás de la mesa donde ella cuidaba a los críos de todas. Laudana notó entonces que el vestido de la reina tenía una flor de tela blanca —que antes no estaba— en uno de los tirantes. De seguro por eso andaban las tres juntas. En todo caso, la capitana Heker era hábil con la aguja y el hilo al punto de confeccionar ella misma toda la ropa de Ushio.
—Pues tu mamá es tan fea que Helyel se santigua al verla —contestó Joel a las burlas de Byrn.
—Byrn, deja en paz a la mamá de Joel —intervino Laudana— Y tú —se dirigió ahora al otro niño—, no vuelvas a decirle a nadie que estoy buena.
Joel se volvió de piedra en ese instante.
—¿Creíste que no te entendía? —soltó Laudana con sorna—. La próxima vez que te sorprenda, retacaré con pan todos los agujeros de tu cuerpo hasta que te mueras.
—¡Sí! —dijo la princesa Sofía dando brincos en la silla sin levantarse— ¡Métele su pito a la boca!
Laudana se escandalizó al oírla. Cierto, las amenazas a Joel no eran actos de santo; pero, ahora la mocosa en verdad se había excedido. Sabrá Olam si la niña comprendía lo que acababa de hacer.
—¡¿De dónde sacaste esas ideas?! —respondió ella con su mejor tono de regañina.
—¡Fácil! —Sofía se encogió de hombros— Anoche vi que mi mamá se metió a la boca el pito de mi papá.
Su Majestad aún no había pasado por detrás de la silla donde su hija se sentaba. Pero andaba lo bastante cerca para oír todo. Y así sucedió. Al parecer, Sofía no notó la presencia de su madre a espaldas suyas. Y, sin mediar advertencia, la reina tironeó una oreja de la princesa y la sacó del salón de actos sin soltarla. "Si te da igual avergonzarme frente a todo el mundo —iba diciendo a la niña— a mí también me da igual avergonzarte". El tirante del vestido recién compuesto se desató de nuevo durante la reprimenda. El sostén negro quedó a la vista durante un instante brevísimo, hasta que ella lo cubrió con su mano libre. Al parecer, la flor de tela iba atada y no cosida. Si alguien podía esa noche mandar los protocolos al carajo, eran sin duda los reyes.
—Bueno —dijo Joel aún con cara pálida—, al fin cenamos tranquilos.
—En eso tienes razón —respondió Laudana.
Los adultos parecían haber hecho poco caso a la regañina de Su Majestad. O quizá no se atrevían a comentar nada mientras el rey Derek siguiera con ellos a la mesa. En todo caso, Adam Westlock, el periodista con el que Laura y Laudana conversaron más temprano aquel mismo día, entrevistaba al Sumo Sacerdote y casi a todos los demás invitados... excepto a uno. El Ministro de jengibre —como lo bautizó Laudana mentalmente— permanecía en un lado de la mesa donde nadie parecía hacer caso de él. O quizá eso prefería. En cualquier caso, se puso de pie repentinamente justo cuando la chica dio el último bocado y fue directo hacia ella.
—Ven conmigo —demandó el Ministro.
Laudana se levantó para seguirlo sin pensar en nada. No podía parar de preguntarse cómo podía hablar sin tener rostro o por qué se movían los ojos bordados hasta en el último rincón de su hábito. Salieron del salón. Recorrieron el corredor y, al llegar a la sala de visitas, podía oírse el rapapolvo que Su Majestad Nayara daba a su hija dentro de alguno de los despachos al rededor. "Te llevaré de vuelta al pabellón ahora mismo —dijo enérgica—. Dormirás temprano porque, a partir de mañana, irás conmigo a todos lados; ya no tendrás niñera". La niña sólo alcanzó a replicar con un simple Pero. "Basta, Sofía —interrumpió la reina con brusquedad—. Te lo has ganado. Lo que tu padre y yo hacemos a solas no es asunto de nadie. Estoy harta de que seas tan vulgar ni bien me doy vuelta." De pronto, el chasquido de unas nalgadas resonó acompañado de llanto infantil.
—¿A dónde vamos? —quiso saber Laudana.
—Con la hermana Heidi Braun —respondió el Ministro a secas—. Debías hablar hoy con ella, pero no lo hiciste.
Era bastante parco, aunque su voz sonaba cálida y profunda.
—Sí, perdón —admitió Laudana—. No pude ir donde ella porque se me hizo tarde para regresar a mi trabajo en la brigada. Pero iba a venir mañana.
—Lo sé. Por eso la verás ahora.
Salieron de la casa del abad. Laudana perdió cuenta de los patios empedrados que cruzaron a la luz de antorchas y la luna llena. Las estrellas tapizaban el cielo como los diamantes en polvo a la capa de armiño azul que la reina vestía en su retrato oficial. No pararon hasta llegar a un bloque de celdas junto a una arena de entrenamiento. Subieron callados la escalera en el centro del edificio, igual que en el trayecto. Una vez en la segunda planta, doblaron a la izquierda hasta dar con la última celda. La bombilla colgada en el techo del corredor alumbraba todo el ámbito con luz amarillenta y grasosa.
El Ministro se acercó a la entrada. Un delgado tallo bulboso brotó de la manga de su hábito y se estiró hasta que pudo dar tres toques a la puerta con él. Un hombre respondió "¡Espere un momento!" casi a gritos desde adentro de la vivienda. Bueno, en realidad dijo algo así como "warte mal". O eso creía Laudana porque prestó más atención a la frase traducida por su Sello de Olam.
El señor que estaba adentro abrió un momento después. Era considerablemente más joven de lo que sonaba. Llevaba puesto un pijama a franjas rojas y azules y el cabello blanco desgreñado.
—Buenas noches, herr Zikri; también a usted, mein fräulein —dijo—. Pasen por favor. Heidi los espera.
Una sábana delgada hacía de puerta entre la pequeña sala y la parte donde estaban el baño y los dormitorios. El hombre los hizo entrar y les trajo las sillas de alguna mesa en el fondo de la celda. Después, trajo otra más. Un momento más tarde, la hermana Heidi salió de ahí. Aún vestía parte de sus hábitos. Parecía que casi era su hora de irse a dormir, o al menos estaba preparándose para eso. Llevaba el cabello blanco suelto pero peinado. Las cicatrices de cortes que la recubrían de pies a cabeza no se notaban tanto a la luz de la bombilla en medio del techo.
—Mi nombre es Zikri —dijo el Ministro de jengibre—, soy líder de la Orden Roja. La hermana Braun me conoce desde hace algunos días. Esta es la primera vez en que tú y hablamos, Laudana.
—He hablado con otros Ministros antes —respondió Laudana—. Pero casi no sé nada de la Orden Roja.
—¿Qué sabes? —exigió saber Zikri en un tono calmo.
—Que... ¿Son Ministros de muy alta jerarquía? —contestó Laudana cargada de duda.
—Entonces no sabes nada —intervino la hermana Heidi Braun—. Pero es lo normal. Se supone que los humanos deberíamos desconocer la existencia de la Orden Roja.
—El mismísimo Olam y el Sumo Sacerdote nos han dicho que eres una vidente poderosa.
Laudana sintió que sus mejillas ardían por el elogio. Aunque no estaba segura de merecerlo. A veces le resultaba sumamente difícil ser ella quien controlara su don y no el don a ella.
—Yo... no sé qué decir. Creo que soy una muchacha común y corriente, a pesar de esto.
Enseguida, señaló el tatuaje en su pantorrilla derecha por encima de las medias. No sabía si era correcto quitárselas delante de Zikri. Sólo esperaba que su Sello de Olam pudiera apreciarse entre las diminutas rejillas del tejido.
—Puedes tocar mi hábito si quieres enterarte de todo —ofreció el Ministro.
Laudana quiso tocarle la manga. Pero sentía repelús porque los ojos bordados en dicha prenda no paraban de seguir su mano con la mirada. "Adelante", la animó Zikri. Entonces, ella agarró la tela tan rápido como pudo. Gracias a Olam, el toque no le provocó un trance. Sólo adquirió un poco de información de manera instantánea.
La Orden Roja era la jerarquía menos numerosa del Reino Sin Fin. Apenas si tenía diez integrantes. Eran inferiores a los Príncipes del Coro, aunque superiores a los Mensajeros y Espíritus Guerreros. Como sea, Olam les encomendó la molesta labor de impedir que los humanos echaran mano de cualquier poder —llámese conjuro, maldición, ciencia, casualidad— con el cual tratasen de convertirse en dioses. Claro que semejante estupidez resultaba imposible. Sin embargo, nada les impedía soñar con ello e intentarlo. En cualquier caso, la humanidad jamás logró siquiera imitar los atributos divinos. Nunca pudieron desprenderse de la mortalidad. Ni hablar de ser todopoderosos u omnipresentes u omniscientes. Si acaso, el mayor triunfo de toda su historia fue prolongar sus vidas indefinidamente... lo cual todavía no lograron por aquel entonces.
Laudana comprendió, luego de recibir toda esa información directo en su cerebro, que los diez miembros de la Orden tal vez no eran los más poderosos del Reino de Olam. No obstante, tampoco podías tomarlos a la ligera. La mejor muestra de ello eran el propio Zikri y casi todo lo vivido por ella aquel día. Al Ministro de jengibre le bastó recitar una sola palabra del Alto Rúnico para que cada acontecimiento sucedido y decisión tomada durante la mañana y la tarde condujeran a la pobre muchacha hasta el instante cuando se reunieron en la celda de la hermana Heidi Braun.
—Ya entiendo suficiente acerca de la Orden Roja —dijo ella seria—. Pero, todavía no sé por qué me citaron aquí.
—Porque queremos reclutarte —respondió Zikri—. Serás nuestro primer miembro humano en milenios.
—¿Y quién fue el último? —dijo Laudana con sanas dosis de cautela e interés.
—Juan el Bautista.
Laudana sabía quién era Juan el Bautista, como buena feligresa, aunque nunca imaginó que él fuera ese último integrante humano al cual Zikri se refería. Entonces de verdad habían pasado milenios desde que un mortal formó parte de la Orden Roja.
—Si aceptas unírtenos —prosiguió el Ministro—, deberás abandonar a tu familia y amigos de inmediato.
—¿O sea que voy a ser ermitaña?
De hecho, eso último terminó por suceder años después. Incluso tuvo un accidente durante su reclusión voluntaria y por ello era ciega al envejecer.
—No votos aún —respondió Heidi Braun—. Eres menor de edad. El reglamento prohíbe que los menores hagan votos o se recluyan sin supervisión. Por eso Uwe y yo seremos tus tutores y vivirás con nosotros hasta cumplir dieciocho.
—No serás ermitaña —agregó Zikri—, a menos que lo decidas cuando seas mayor de edad. El objetivo de tu diaconado en la abadía será perfeccionar tus dones de vidente. Elegimos a la hermana Braun por su experiencia.
—¿También es vidente?
—No —replicó la hermana Braun—. Pero asistí cuatro años al Sumo Sacerdote Elí Safán.
—Bueno —dijo Laudana pensativa—, sí que tiene experiencia.
La idea de volverse diaconisa para perfeccionar sus dones le pareció atractiva. Cierto, ahora tenía un poco más de control que cuando recibió el Sello de Olam tatuado en su pantorrilla. Papá y el Maestre Heker ayudaron un poco en eso. Gracias a algunos conjuros descubiertos y recitados por ellos, los trances al menos ya no se detonaban sólo porque sí. Pero ella sentía —de vez en cuando— que aquello en realidad era más represión que dominio. Algo así como taponar un caño viejo. El desperdicio de agua pararía al momento, sin embargo, la presión eventualmente lo rompería de nuevo por otro lado.
La estancia en Blizstrahl requería poca meditación. Papá la dejaría ir encantado y hasta orgulloso. Mamá quizá no tanto; aunque de seguro también acabaría por enorgullecerse. Abandonar las brigadas de reconstrucción tampoco suponía un obstáculo. Diariamente, muchos voluntarios las dejaban y nuevos se inscribían en igual medida; eso sin mencionar los cientos de Ministros y Arrianos aún enrolados. Además, por lo que Laudana pudo oír hacía menos de media hora antes, la reina había decidió prescindir de la "Niñera Real". Pero, ¿y Bert? ¿Deberían terminar su noviazgo?
Humberto fue claro cuando se le declaró. Iba muy en serio. Ella se negó la primera vez que él lo intentó porque lo hizo justo después de su primer beso, el cual (por cierto) fue castigo al perder uno de los tontos juegos de la princesa Sofía. Bert aceptó la negativa sin protestar; pero insistió pasados unos días. Cierta mañana, la chica le llevó torrijas a su lote para desayunar porque él se había desvelado corrigiendo un error en las ecuaciones para programar el Dispositivo de Acceso Multiversal. La besó de nuevo en los labios rápido tan pronto estuvieron cerca. "Sé que prometí esperar —dijo él—. Pero en verdad me interesas, así que te suplico terminar la espera". El consejo de mamá fue no aceptar ninguna propuesta de inmediato. Pero una súplica tan seria, al punto de parecer sacada de la mejor Novela Rosa, conmovió el corazón la quinceañera. Aceptó ser su novia ese mismo día.
Zikri trajo a Laudana de vuelta a la realidad con una sola pregunta.
—¿Qué has decidido? —dijo el Ministro muy serio, casi solemne.
—Sí quiero —respondió ella—, aunque antes quisiera pedir algo...
—Lo siento, niña —interrumpió Zikri con brusquedad—. No estás lista para pertenecer a La Orden Roja.
—¿Por qué? —contestó Laudana todavía sorprendida por el cambio de actitud— ¡Hace un momento le interesaba!
—No otorgamos concesiones a nadie, sea miembro o aspirante. Sólo quienes dudan necesitan concesiones.
—Lo siento. No creí que mi petición fuera una falta de respeto tan grave.
—No lo es. Sólo te falta madurar. Ya intentaremos de nuevo cuando pase. Por lo pronto, disfruta tu noviazgo.
Dicho eso, Zikri se volvió un montón de hojarasca en el suelo. Su hábito cayó encima de las hojas y ardió con tal violencia que las incineró en un instante. La muchacha se quedó contemplando las cenizas durante un rato. Creía comprender la causa del rechazo. Sin embargo, no estaba segura de por qué el Ministro consideró mejor sólo dejarla ser novia de Bert que otorgarle la dichosa membresía sin tener que terminar la relación.
Heidi Braun posó una mano cubierta de cicatrices en el hombro de Laudana.
—Lo lamento de verdad, mein Schatz —dijo la diaconisa.
—No hay nada que lamentar. Sé que él tiene razón de algún modo. Sólo que no me queda del todo claro.
—Si gustas, puedo acompañarte para que vuelvas con tus padres.
Enseguida, la hermana Heidi y su esposo Uwe iban junto con Laudana de regreso a casa del abad. Casi no hablaron de camino. La sinfonía de grillos y cigarras y brisa del bosque fue el único sonido que los acompañó al cruzar cuatro patios con suelo de piedra e iluminados por antorchas fijadas a las paredes inferiores de los bloques de celdas. Los esposos no entraron con ella cuando llegaron a su destino y le abrieron a la puerta. La diaconisa Braun sólo extendió los brazos para despedirse. Luego, ambas se abrazaron.
—Eres madura para tu edad —dijo la hermana mientras acariciaba el cabello de Laudana—, no importa opinión de ese Ministro.
—¿Por qué lo dice? —contestó Laudana.
—Yo no digo nada. Tu actitud ante el rechazo sí. Toma tu tiempo para entender qué ha sucedido hoy, ¿quieres?
—Lo haré, se lo prometo.
Laudana cruzó la sala de visitas y volvió a sentarse a la mesa con los niños a los cuales debía cuidar... y ahora su propia madre vigilaba por ella. Para ese momento —y su nula sorpresa— la princesa Sofía estaba sentada junto a la reina. La mocosuela no estaba enfurruñada. Más bien, parecía a punto de volverse catatónica a causa del aburrimiento mientras Su Majestad la mantenía sujeta por la mano.
—¿A dónde te llevó ese Ministro? —quiso saber la mamá de la muchacha tan pronto ella se sentó a su lado.
—Fuimos a visitar a una familia de diáconos. Iban a ayudarme a perfeccionar mi don.
—¿Y no quisieron?
—Nop. Dijeron que no estaba lista.
La madre de Laudana abrió mucho los ojos y puso un gesto escandalizado.
—¿Pues qué querían pedirte?
—Que fuera más independiente o alguna tontería así. La verdad es que no entendí.
—Bueno, entonces no te pidieron una tontería. Eres menor de edad y aun te falta madurez.
—Y que lo digas.
La señora Peninah Gütermann se marchó un momento después y volvió directo a la mesa donde cenaban los adultos. Joel, el hijo del Sumo Sacerdote, también se levantó de su asiento. Pero él salió del salón.
Laudana se quedó todavía con un poco de hambre. Pero los camareros habían recogido su plato mientras ella no andaba por ahí. Por suerte, uno de ellos se acercó a ofrecerle un flan. Mientras le traían el postre que pidió, se puso a reflexionar en las palabras de Zikri. Al parecer, su noviazgo con Bert tenía relación con la negativa a reclutarla en la Orden Roja. Sin embargo, no comprendía por qué debían terminar. O si en realidad tenían que hacerlo. ¿Por qué entonces le deseó disfrutar ese romance? ¿Acaso era puro sarcasmo? A final de cuentas, lo único que pudo sacar en claro fue que tal vez no se casaría con su novio. Estadísticamente hablando, eso no era una absurdez. Muchas chicas tenían hasta tres novios antes del matrimonio. Incluso más. Un buen ejemplo era Maripí, una de sus compañeras del colgegio.
El flan llegó mientras ella aún se devanaba los sesos. Joel también. Y, de pronto, le puso un ramito de claveles junto a la mano.
—¿Son para mí? —dijo Laudana dirigiéndole una mirada seria.
—Sí. Para ti.
—Gracias. Son muy bonitas.
Joel sonrió. Luego, se volvió para encarar a Germán. "¿Viste, tío? —soltó en castellano— "¡Te dije que lo haría!"
—Entonces te gusto después de todo —replicó Laudana—. ¿A que sí?
—¡Qué va! —dijo Joel enrojecido— ¡Sólo he perdido una apuesta!
—A estas alturas, ya deberías saber que no puedes engañar a una vidente.
—¡Está bien! ¡Me gustas mucho y quiero que seas mi novia!
Laudana sólo atinó a acariciarle la mejilla. Algo en su cabeza resonaba. Vio de reojo a una Ushio Heker con rostro de piedra y una mirada demasiado dura para una niña de su edad.
—Eres un monstruito adorable cuando quieres —dijo Lauana luego de estirar con dos dedos y delicadeza el cachete que tenía agarrado—. Pero soy muy mayor para ti. —Se le acercó un poco más para conferenciar en secreto—. Mejor hazle caso a Ushio —agregó en voz baja—. A ella le interesas mucho y también es linda.
El chico se retiró a su asiento. Siguió conversando con Germán y Byrn sobre el numerito que acababa de protagonizar. Se hacían bromas unos a otros y hasta terminaron por incluir a Ushio en sus juegos. Esta última hasta lo imitó y repetía la declaración con voz chillante y burlona.
—¡Qué tonta! —se dijo Laudana a sí misma— ¡Le presumo a un niño mis dones, pero no los aprovecho!
Si quería saber por qué Zikri retiró su ofertaen el último segundo, no necesitaba más que concentrarse un poco y tratar de inducirseun trance. Claro que no lo hizo ahí mismo, delante de todos los invitados a esacena. La expresión ausente de su rostro seguramente iba a espantar niños yadultos por igual. Decidió esperar hasta que regresara al lote junto con sufamilia. La gracia de su plan era realizarlo cuando todos durmieran.
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