HOTEL MADEMOISELLE
Leonard se encogió de hombros luego de escuchar a Sare. No le sorprendió que lo considerasen para participar en más misiones. Pero, aun no entendía la relación entre el atentado del día anterior y la misión en curso aparte de que fueron órdenes de Mamón.
El calor empezaba a concentrarse aun más dentro de aquel café parisino donde se habían reunido. La electricidad quizá iba a permanecer cortada el resto de la tarde. O tal vez hasta la mañana siguiente. En esa Tierra, donde el petróleo se agotó décadas atrás, las fuentes de energía alterna no daban abasto aún en países considerados ricos, como Francia.
—Si esta tan desesperado por entender —soltó Sare—, esos Legionarios que quisieron matarte ayer le llevaban cierta información a Mamón. Por suerte, los hemos aprisionado antes de que regresaran aquí.
—Supongo que no me contarás nada aún —respondió Leonard.
—No, soldado. El tiempo apremia. Pero sabrá todo en su momento. Ahora solo resta pagar y reunirnos con los demás.
Sare se puso de pie sin decir más y salió del local. Leonard también se levantó. Pero el camarero que les había el tomado pedido un rato antes se interpuso de forma discreta pero rápida y sacó un teléfono móvil del bolsillo cosido a su delantal. El tipo de seguro creía que se irían sin pagar. Estaba equivocado, desde luego; sin embargo, al Maestre le resultó un tanto comprensible tal reacción. Seguramente muchos clientes abusivos aprovechaban los frecuentes cortes de energía en esa versión de la Tierra para largarse antes de que les cobraran la cuenta.
—¿Cuánto debo? —quiso saber Leonard.
—Trescientos yuanes —respondió el camarero de modo amanerado—. También aceptamos efectivo si tu móvil se ha quedado sin batería.
Leonard desbloqueó el teléfono que Mikail le entregó rato antes. Abrió la aplicación de pagos con un toque.
—No tengo problemas con eso —dijo.
El camarero acercó su móvil al de Leonard para aceptar la transferencia de dinero y saldar la cuenta.
—¡Gracias! —respondió el empleado— ¡Vuelvan pronto!
Leo salió del café y, una vez afuera, cruzó la acera y la calle a zancadas hasta el bazar chino donde sus compañeros y los Ministros lo esperaban. La tienda ocupaba toda una esquina. Pero tenía un aparador curvo junto a la angosta entrada en el cual exhibía tres maniquíes de plástico blanco, sin facciones, vestidos con prendas tan estrambóticas como las que hicieron vestir a los Maestres para camuflarlos como terrícolas. Los adoquines del pavimento recordaban equívocamente a las avenidas de Soteria. El anuncio del local consistía en cursivas, de unos treinta centímetros, que ponían Le petit Hunan. Las letras se encendieron de pronto a pesar de que aún era de día. El corte de energía acababa de terminar.
Uno de los Ministros salió del bazar, quizá para asegurarse de que Leonard hubiera salido del café. No tardó nada en descubrir de quién se trataba.
—Date prisa —dijo Atael con su vocecilla de flauta—. Sólo falta pagar.
Leonard apretó el paso y de dos zancadas entró a la tienda. Bastian, Aron y Jarno hacían fila delante de un mostrador bordado de Mandalas tallados la madera y que abarcaba el local de lado a lado. Una joven rubia de ojos azules diminutos esperaba el pago con las manos en la cadera y gesto impaciente. Otros cuatro dependientes atendían las demás cajas registradoras y pedían —casi con gritos— a los otros clientes liquidar sus cuentas con ellos.
—Lo siento —dijo Leonard en perfecto francés—. Tuve problemas para pagar en el café de enfrente.
—Pues espero que aquí no los tenga —replicó la joven luego de dar un resoplido.
De pronto, la voz de ronca de otra mujer resonó desde la trastienda. Parecía quejarse de algo, pero Leo no entendía el idioma de esa señora. Enseguida, la cajera se volvió hacia la pared a sus espaldas y respondió a quien estuviera detrás en voz alta y la misma jerga.
—Lamento que oyeran eso —se disculpó enseguida ella—. ¿Paga en efectivo o con banca electrónica?
—Descuida —respondió Aron sonriente—. No entendimos nada de cualquier modo.
—Te recuerdo que eres casado —intervino Leonard mientras se sacaba el teléfono del bolsillo; luego, se volvió para encarar a la cajera—. Banca electrónica por favor.
Sólo bastó abrir la aplicación de pagos y acercar el móvil a la caja registradora. Enseguida, los soterianos y los Ministros salieron del bazar en fila.
Sare, Mikail y Atael llevaron golosinas y un robot de juguete mientras que Jarno, Aron y Bastian cogieron cuatro maletas y ropa. En realidad, los ángeles apenas si tenían otros motivos para su compra aparte de que les llamó la atención. Era casi increíble que tres de los guerreros más feroces del Cielo fueran tan inocentes como niños de parvulario. De hecho, Leonard no quería pagarlo en un principio. Pero aseguraron que lo necesitarían para el "evento" de más tarde. Mikail incluso trazó comillas en el aire al referirse a ello.
Luego de que empacaron aprisa todo —excepto el juguete— se dirigieron al hotel tan deprisa como les permitían los transeúntes que se apretujaban a su alrededor. Cargaron las bolsas plásticas en las que les entregaron la ropa por una manzana enter a, hasta que pudieron echarlas en el primer (y ya de por sí retacado) basurero a la vista. En ese instante, Mikail dijo al resto del grupo que iba a separarse de ellos ahí mismo y cogió el robot. A final de cuentas, él aseguró que quería usarlo para infiltrarse al sistema informático del hotel. Leonard no imaginaba cómo. Sólo pudo suponer que la circuitería del juguetito desempeñaría un papel crucial en el ataque cibernético. Y eso era lo que a los Ministros les interesó en realidad.
Recorrieron otra manzana en la cual se sucedían escaparates de restaurantes y barberías y agencias de empleos y bancos. Todo ello decorado con grafiti, perros callejeros descansando a la sombra de los locales, las filas de clientes que aguardaban afuera de algún negocio.
Sare paró de repente poco antes de llegar al Hotel Mademoiselle. Se dio media vuelta.
—En media hora entran a la recepción —dijo serio.
—Está bien —respondió Leo—. Usaré la alarma del teléfono.
—¿Qué hacemos mientras tanto? —quiso saber Bastian.
—¡Yo qué sé! —refunfuñó Sare— ¡Pónganse creativos!
Luego, se adelantó junto con Atael y los dejó solos en el Décimo Distrito de París.
—¿Y ahora? —dijo Bastian en voz baja.
—Supongo que podemos turistear —contestó Leonard encogiéndose de hombros—. Pero sin alejarnos.
Había poco que ver en ese distrito. Además, resultaba molesto que los transeúntes rozaran los hombros o codos con ellos o incluso los empujaran un poco por tratar de pasar al lado. En cualquier caso, Leonard programó la alarma del teléfono móvil para que sonara en media hora. Se metió a un bar y ordenó cerveza. El resto pasó a una tienda de antigüedades en el local de al lado.
****
Mamón observó el programa abierto en su computador portátil. Mostraba en pantalla un ícono que simulaba un led rojo encendido. Eso indicaba que la conexión entre la Tierra-16 y la Tierra-2 se había interrumpido por décima vez en aquella tarde. Bien podía culpar del problema al pésimo servicio de Internet del hotel o a la incompatibilidad entre la tecnología arriana y la de los humanos. ¡Sólo al gran señor Helyel se le ocurre ejecutar Software programado en Elutania desde Hardware fabricado en Taiwán!
El escritorio donde situó computador su portátil se sentía muy caliente. Sólo esperaba que no fuese a arder.
La habitación donde Helyel los dejó hospedados no era tan amplia como prometía la publicidad. Pero al menos el espacio bastaba para el poco equipo de cómputo que llevaron. Además, el personal no parecía haber reparado en el afrodescendiente de mediana edad y el joven rubio de barbilla frágil que se hospedaban junto al hombre de cabello crespo y nariz ganchuda del cuarto piso. Eran tres clientes. Y se suponía que el sitio era sólo para dos. Nadie subió a comprobar cuántos había dentro.
—¿Alguno de ustedes tiene acceso a Internet? —exigió saber Mamón mientras giraba la silla donde pasó sentado toda la mañana y parte de la tarde.
—Yo sí —respondió Renfán, el afrodescendiente que machacaba la pantalla táctil de su teléfono móvil en el sofá.
Quemos, el otro ayudante de barbilla quebradiza que Helyel dejó en el hotel, se acercó a su compañero de mediana edad y echó un vistazo al móvil de éste.
—No seas pendejo —dijo Quemos—. Apaga la conexión celular.
A final de cuentas, resultó que el hotel no tenía problema con su servicio de internet. O esa fue la conclusión después de que q hiciera lo sugerido por Renfán. Lo que causó la desconexión, seguro pasaba en la Tierra-2. Por suerte, tan sólo faltaban cincuenta millones de yuanes para completar la suma objetivo y esa sería la última transferencia de fondos. Desde luego, no podían transferir el dinero entre universos. Pero el oro abundaba en la Tierra-2 y era tan barato y fácil de adquirir que sólo precisaban un representante, alijadores, un portal para traerlo a una bodega que Mamón alquilaba en un muelle de Piombino. Además, los certificados de procedencia legal que las autoridades francesas requerían para importar los metales desde Italia eran idénticos en ambas versiones de la Tierra.
La aplicación con la cual tenían dificultades solamente permitía acceder sitios de internet emplazados en otros universos. De ese modo, compraban oro en la Tierra-2 con fondos localizados allá. No precisaban más que un proveedor de banca electrónica ubicado esa versión del Mundo Adánico.
—Bueno —dijo Mamón poniéndose en pie—, esa era la última transferencia de todos modos. Aprovechemos para dar los toques finales al contrato. ¿Quién tiene la copia de trabajo?
—Está en la portátil de Renfán —dijo Quemos.
Renfán depositó el computador de Mamón en la cama —que ninguno usó— y puso el suyo en el escritorio. Abrió el documento en el cual se detallaban los pormenores de la compra de la Corporación Féraud. Habían buscado huecos legales o condiciones poco satisfactorias una y otra vez durante días. Pero, hasta ese momento, la oferta y las cláusulas parecían convincentes. Los accionistas y propietarios actuales no podrían alegarse víctimas de una compra hostil ya que se les daría oportunidad de someter a votación la decisión de venta. Aunque, seguramente accederían por la suma ofrecida y varias cláusulas favorables para ellos.
El estribillo de Amerika, melodía popularizada por Rammstein en el año 2004, sonó en el teléfono móvil de Mamón. La tenía programada como aviso de llamada entrante de su amo que, en aquel momento, se hallaba en las lunas de un exoplaneta a más de quinientos años luz.
—Espero que tengas buenas noticias —dijo la voz femenina e intimidante de Helyel.
—Sí, gran señor —respondió mamón—, excelentes noticias. La suma para la compra de la Corporación Féraud está casi completa. Hoy transferiremos los últimos cincuenta millones de yuanes y nos iremos del hotel.
—Está bien. No me decepciones.
Colgó.
Bien, al menos el móvil de Mamón aún permitía establecer comunicación con otros planetas. Semejante proeza no hubiera sido posible sin la tecnología que su amo, Helyel, hurtó a los arrianos.
A él u otros Legionarios no les importaba que su líder adquirió la forma física de una joven rubia. Pero los humanos reaccionaban de formas extrañas. Claro que era hermosa. El ADN a partir del cual crearon ese cuerpo nuevo provino de una soteriana. Cualquier nativo del mundo de Eruwa era más hermoso que el máximo ideal de belleza concebido por los terrestres. En fin. Quizá el gran señor Helyel hallaría cómo aprovechar ese atractivo. Tal vez era inútil contra las mentes cuadriculadas de los accionistas —y la de Mamón, ya puestos—; pero de seguro funcionaba con hombres de menor prestigio.
El objetivo primordial del Proyecto Regina consistió en fabricar un clon —inmortal pero sin voluntad— para que el gran señor Helyel poseyese. No importaba el origen del ADN. Sólo precisaban reproducirlo en un laboratorio. Y la Corporación Féraud se encargó de financiar las investigaciones y la construcción de una instalación especial. Sin embargo, el gran señor Helyel necesitaba el control total de dicha compañía para la siguiente etapa. Producir cuerpos y armamento a gran escala para sus Legionarios no sería fácil con tanto directivo escrupuloso a bordo.
—Prosigamos —ordenó Mamón a sus asistentes.
—¿No cree que deberíamos poner nuestros cuerpos a dormir un rato? —dijo Renfán.
—Es cierto —terció Quemos—. Si seguimos así, los voluntarios podrían morir.
Era verdad. Los tres Legionarios tenían forma corporal en esos momentos gracias a los voluntarios se ofrecieron para ser poseídos por ellos. No necesitaban dormir o comer, a diferencia de los infelices humanos que les servían de recipientes. Pero no habían abandonado la habitación ni hecho ninguna de esas cosas en dos días. Solo bebieron agua.
—Los pondremos a dormir cuando acabemos con esto —remató Mamón.
Continuaron con el análisis del contrato e hicieron un par de correcciones tras discutirlas. Pero debieron parar el trabajo de repente. Ahora la interrupción fue culpa de un timbre que repiqueteaba desde el corredor y, al mismo tiempo, una voz pregrabada advertía de un incendio en ese mismo piso.
—¡Mierda! —se quejó— ¡Sólo esto faltaba!
Los tres abandonaron la habitación cargando sus computadores portátiles. Desde luego, no les preocupaba la integridad física de los voluntarios que les prestaron sus cuerpos. Pero el equipo de electrónico no iba a desalojarse por sí mismo. El fuego provenía de una habitación a mitad del pasillo dentro la cual seguramente ardían todos los muebles, pues una cortina de humo negro muy denso escapaba por los resquicios de la puerta. El olor a pintura y madera y plásticos quemados inundó el lugar al instante.
Mamón se extrañó ni bien salió al corredor junto con sus asistentes. Alcanzó a distinguir entre el humo las nucas de los algunos huéspedes que bajaban la escalera de emergencia del otro extremo. Sin embargo, no parecía haber nadie más cerca. Era muy pronto y raro que el piso ya hubiera sido evacuado.
—Algo anda mal —dijo serio, entrecerrando los ojos.
—¿Qué es? —quiso saber Renfán.
—Me parece raro que ya no haya nadie —respondió Mamón—. Mejor vayámonos.
Se dirigieron a la salida de emergencia en el otro lado del corredor. El humo y los olores se intensificaban a cada paso. Sus cuerpos prestados quizá no resistirían mucho en esas condiciones. Por suerte sólo bastaba salir del hotel y bajar la escalera. Una sirena de bomberos aullaba afuera. Pero los tres Legionarios pronto descubrieron que la ausencia repentina de huéspedes era en verdad era insólita. Ni bien atravesaron la puerta —que se suponía daba a un costado exterior del hotel—, se encontraron de vuelta en la habitación que dejaron rato antes.
—Tiene que haber Ministros cerca —advirtió Mamón—. Dejen las portátiles en la cama y prepárense para pelear.
****
Aron Heker, al contrario de sus compañeros y Leonard, optó por entrar a lo que parecía una pequeña plaza comercial que abarcaba la planta baja de varios edificios contiguos. Había tiendas de ropa o mercería, puestos de comida callejera y baratijas, y hasta una barbería. Todo ello distribuido en un pasillo principal intersecado por otros dos, pavimentados todos con mayólica. Las entradas a los pequeños locales estaban enlucidas con aros de ladrillo. No obstante, lo que el Maestre buscaba se podía divisar hasta el fondo del corredor. El letrero azul con siluetas blancas de hombre y mujer dibujadas estaba atornillado a un muro donde un rostro de cantera, sobre una concha de piedra, vertía agua por la boca.
Como no había tantos transeúntes por ahí, Aron logró ir directo al baño. Rápido y sin que lo apretujaran. Sólo esperaba poder asegurar la puerta y que ojalá nadie más necesitara entrar.
El Maestre Heker cerró la puerta ni bien se metió al baño. Corrió el pasador deprisa, fue al lavamanos, sacó del bolsillo el gafete del tal Pierre y lo apoyó el gafete sobre el grifo.
—Tu mamá debió darte la espalda en vez del pecho cuando naciste —murmuró Aron.
El fulano en el leibinotipo (o fotografía, como los llamaban en el Mundo Adánico) se parecía a las figuras de cera en los museos. Quizá tenía ese aspecto cadavérico por la mala iluminación al momento de retratarlo. Pero el cabello largo hasta el hombro y embadurnado en brillantina para mantener el peinado no ayudaban mucho. Menos aún el hecho de que tuviera pómulos tan altos y la nariz ancha con barbilla estrecha. Esos rasgos poco favorecedores le conferían un gesto permanente de olisquear. Casi daba la impresión de que pusieron mierda frente a la cámara cuando lo fotografiaron.
Aron se tomó un par de minutos para verse idéntico a Pierre. No porque el Conjuro de Impostura fuese difícil. Más bien, batallaba para concentrarse en el aspecto cómicamente fúnebre del sujeto al que pretendía imitar. Lo intentó tres veces y en ninguna logró recrear la expresión permanente de haber olido caca. Fue al cuarto intento en el que consiguió el resultado más convincente. Sus largas trencillas estilo nazareo fueron reemplazadas casi de inmediato por una grasienta y corta cola de caballo, quizá porque el tipo solía usarla en el trabajo.
El Maestre salió del baño con la apariencia de Pierre más realista posible. El efecto —afortunadamente— no duraría más de dos horas. El hotel se ubicaba en la acera opuesta y aún había que desandar el pasillo del centro comercial. Luego debía cruzar la calle. Se dirigió a paso veloz al exterior. Atravesó tan rápido como pudo entre los peatones. La entrada de servicio se ubicaba en la fachada (revestida de paneles que simulaban mármol) pero a varios metros del acceso principal reservado a los huéspedes. Estaba cerrada con una puerta de acero pulido que tenía una plaquilla brillante donde cualquiera otra en Soteria tendría el pestillo. Una pequeña mano dibujada en trazos blancos indicaba colocar el pulgar en el cerrojo. Y así lo hizo. Un pitido largo indicó que podía entrar y, al mismo tiempo, la cerradura se destrabó con un golpe apenas oíble por el barullo a su alrededor.
Aron Heker se topó tras la puerta con otro largo pasillo, alumbrado por unas lámparas blancas y circulares incrustadas en un viejo cielorraso que alguna vez fue del mismo color. El tiempo y la suciedad lo habían vuelto amarillento. El piso consistía sólo en concreto pulido y había una coladera cuadrada casi al final del corredor. Los casilleros de los empleados se mantenían apretujados a la derecha de la entrada.
Él notó que sólo la pared a su izquierda tenía puertas. Una daba a la cocina. Y lo dedujo porque que vio a un pinche a través de la ventana en ella. Luego había otras dos de madera, cerradas, que seguramente pertenecían a oficinas. La última puerta era como la de la calle. Una mucama rubia, algo pasada de kilos, salió de ella y fue directo al que debía ser su casillero, donde empezó a retocarse el maquillaje con un espejito que tenía guardado ahí. El Maestre disfrazado de trabajador alcanzó a ver que dicha salida daba a otro pasillo, pero ahora por dentro del hotel. Era lo que buscaba.
Aron se puso en marcha de inmediato, sin mediar palabra con nadie. En Soteria eso quizá no hubiera importado mucho, en especial durante la tarde, ya que en cualquier empresa todo mundo solía saludarse temprano. No obstante, pronto descubrió información tan íntima que el manotazo de Sare tal vez no pudo transmitir a su conciencia.
—Pierre —dijo de pronto la camarera—, ¿hasta cuándo vas a componer mi coche?
— —respondió Aron con la voz ronca y áspera típica de los fumadores.
La mayor dificultad del Conjuro de Impostura consistía en imitar modo de hablar del sujeto. Si bien se oía igual, la elección de palabras para el diálogo podía dar al traste con la imitación. No debía sonar ni más ni menos instruido que su objetivo. En cualquier caso, no pasaba nada raro hasta ahora. Todo coincidía con la información que Sare le transmitió un rato antes. Pierre fue mecánico automotriz antes de trabajar en el hotel y, de vez en cuando, se ganaba los yuanes que sus compañeros de trabajo ahorraban al hacer que él reparase sus coches en vez de llevarlos a un taller.
La camarera dio media vuelta para encarar a Aron y se llevó las manos a las caderas.
—¿El sábado? —cuestionó— ¡No, cariño, es demasiado! Anduve en metro toda la semana pasada y me urge...
—¡Está bien! —replicó Aron— ¡Mañana, después del trabajo!
—¿Y hoy? —dijo la mucama poniendo morritos de un modo que pretendía ser coqueto, pero causaba vergüenza ajena— Anda, por favor. Que sea hoy. No olvides quién te cubre las espaldas cuando duermes la siesta en los cuartos del hotel. Ya sabes lo que dice el reglamento...
—Bueno —interrumpió Aron con brusquedad—. Al rato entonces.
—Así me gusta —dijo la mujer con una sonrisa amarillenta—. Te pagaré como siempre —añadió haciendo el ademan de sostener algo cilíndrico, llevárselo a la boca y abultar su mejilla con la lengua—. Y algunos yuanes extra.
A Aron le costó un par de segundos comprender el significado erótico de ese gesto. En fin, lo mejor de tan incómodo diálogo fue confirmar que la impostura iba sobre ruedas. La amante con aspecto de muñeca desgreñada parecía no haber advertido la diferencia entre Pierre y Aron.
—Nos vemos en mi casa a las cinco —dijo ella como despedida a la vez que iba hacia la salida.
Aron meneó los dedos en un gesto para corresponderle. Luego, se metió al corredor trasero del hotel. ¡Menos mal que él estaría de vuelta en Eruwa para la hora acordada con la mucama! Un escalofrío recorrió su espalda con solo imaginar la reacción de su esposa si hubiera oído la oferta de esa terrícola.
Los ascensores se hallaban detrás de la recepción. Para el momento en el cual él pasaba por ahí, Leonard y Bastian y Jarno atravesaban la puerta de cristal que daba a la calle.
Aron sólo debía caminar unos pocos metros más y presionar el botón llamador. Suspiró para darse valor antes de abordar. Esa tecnología era ya conocida en Eruwa, aunque todavía poco usual durante la época en la cual vivieron los Maestres. La empleaban en fábricas con instalaciones altas o en minas profundas. Pero no era el encierro lo que angustiaba al Maestre Heker sino que reventara el cable de acero con el cual subía o bajaba la caja.
Un sonoro "ding" anunció la llegada del ascensor. Aron disfrazado de Pierre subió y presionó el botón del cuarto piso. Para su sorpresa, la puerta se cerró casi al instante y abrió de nuevo tan rápido que apenas tuvo tiempo de respirar profundamente para relajarse un poco. Salió de ahí en un par de zancadas. El corredor tenía un enlucido similar al de la fachada, pero el mármol de imitación aquí era marrón claro. Las lámparas atornilladas a los muros tenían pantallas esféricas de vidrio beige. La decoración hacía juego de un modo peculiar con la alfombra a lunares blancos y rombos negros. Bien, al menos no había nadie cerca. La poca gente en los alrededores quizá se hallaba dentro de los cuartos haciendo cualquier cosa. O dormidos.
Según lo que el Maestre recordaba del plan, el verdadero Pierre debía hallarse inconsciente en la cama de la habitación 425. Dicho cuarto se hallaba a tres puertas del ascensor, junto a la pequeña fábrica de hielo. Por suerte, el gafete de empleado de mantenimiento servía como llave maestra y no solo como acceso al edificio. Aron fue hasta donde encontraría al sujeto que suplantó. Abrió poniendo la identificación en la cerradura y se metió aprisa.
—¡Olam santo! —masculló al ver a Pierre tendido en calzoncillos— ¿Es en serio?
Verse como ese tipo ya le resultaba desagradable. Pero era una peor jugarreta descubrir que traía puesto el mismo mono que ese sujeto había usado toda la mañana. Bien, al menos buscar su espada sagrada requirió poco tiempo. La halló en la repisa del baño, oculta entre las toallas. La empuño en alto, cerca de su rostro, ni bien dio con ella.
—¿Estás enterada del plan? —preguntó Aron con el pensamiento.
—Sí —respondió de igual modo Esh, su arma sagrada—. Esperaremos la llamada de Sare al teléfono de la habitación.
Se sentaron al borde de la mesita de noche donde reposaba el teléfono. Resultaba casi imposible saber cuánto tiempo había transcurrido sin un reloj a la vista. Se le ocurría que a lo mejor el televisor podría darle una pista. En todo caso, prefirió no encenderlo. Supuso que quizá haría mucho ruido. Así que mejor se puso a juguetear con el arma sagrada mientras tanto. Trató de hacerla girar como una perinola. Pero en cada intento apenas si conseguía impulso suficiente para que completase una vuelta. La maldita fricción con la alfombra le quitaba la diversión al juego.
Mucho rato después, el teléfono del cuarto sonó dando tres tonos largos y dos cortos.
—Son ellos —informó Esh.
Aron se ató la vaina de la espada a la cintura, corrió hasta la mesita de noche y cogió el auricular. Un portal se abrió a sus espaldas. Estaban en un tercer o quinto piso. Pero, del otro lado, podía verse con claridad el mismo callejón sucio al cual arribó junto a sus compañeros hacía poco más de una hora. Se echó a Pierre al hombro tan rápido como le fue posible y lo arrojó por el portal, el cual se cerró de golpe tan pronto el trasero del susodicho dio contra el contenedor rebosado de basura.
Había conjuros, como el de Impostura, que no precisaban de empuñar tu arma sagrada; bastaba con tener un vínculo fuerte. Pero el que estaba a punto de emplear requería al menos tener la espada cerca y pulmones fuertes.
Aron respiró profundamente, contuvo el aire por un segundo y pensó la única palabra necesaria para lanzar el conjuro: "¡Seia!". Significaba literalmente "fuego" en rúnico. Luego, sopló y, al mismo tiempo, empezó a mover la cabeza de lado a lado. Su aliento convertido en una larga y voluminosa lengua de fuego abrasó el papel pintado las paredes, los muebles, la alfombra, incluso el sensor de la alarma contra incendios. Pero eso no impidió que sonara en el resto del hotel.
****
El bar al que Leonard entró mientras esperaba que sonara la alarma tenía poco de especial. Si quitabas las pantallas de televisión atornilladas al techo con soportes metálicos, o la tableta electrónica que el barman usaba como caja registradora, no resultaba distinto de cualquiera en Soteria. Quién sabe si los taburetes, o las mesas y sillas, o la barra y los paneles de las paredes estaban hechos de caoba real. En fin, todo eso importaba poco. Al menos Jarno y Bastian pudieron acompañarlo a un sitio que a los tres les parecía familiar.
Quedaba una mesa para cuatro desocupada en medio del local. A Leonard le parecía incómodo sentarse ahí, por donde clientes pasaban al entrar o salir. Pero no quedaba de otra. Dejó que sus compañeros tomaran asiento en ese sitio él fue directo a la barra a ordenar las bebidas. Pagó de nuevo con el teléfono móvil.
A decir verdad, sólo bebían para matar el tiempo. Dieron escasos sorbos a sus jarras, aunque conversaron bastante e hicieron chistes a costa de Sare y su rigor.
Leonard había puesto el canto de un gallo como tono de alarma. Se oyó tan fuerte que los tres Maestres se sobresaltaron. Un caballero maduro, rechoncho, canoso y con bigote blanco y grueso como brocha nueva, se volvió para clavar sus ojos de gargajo en ellos.
—Andando —dijo Leonard serio.
Los tres Maestres abandonaron el bar, cruzaron la calle, y se dirigieron a la recepción del hotel Mademoiselle.
A decir verdad, el hotel resultó más amplio de lo que sugería la estrecha fachada. La recepción consistía en un mostrador de madera pulida y barnizada, a juego los pisos de parqué algo desgastados bajo la alfombra de la entrada y los peldaños de la escalera a la derecha. Una pequeña araña de cristal y lámparas led redondas en el cielorraso iluminaban el ámbito más que la escasa luz natural que dejaban pasar los toldos en las ventanas.
La recepcionista —una pálida chica de ojos verdes y cabello castaño— los saludó con una sonrisa cálida y quiso saber si ellos habían reservado ni bien atravesaron la puerta automática de cristal. Claro que no era el caso. Pero ella accedió a registrarlos sin objeción.
La empleada tecleó un poco, sin apartar la vista de la delgada pantalla del computador, antes de fruncir el ceño y resoplar. "Qué raro —observó seria—. Sólo tengo habitaciones libres en el tercer piso". Leonard le dijo de inmediato que no había inconveniente. Aseguró que sólo pasarían la noche ahí. En cualquier caso, no deseaba prolongar la misión más de lo necesario, especialmente porque él sabía la causa del desperfecto. Bastian y Jarno se mostraron de acuerdo sin tardanza. A final de cuentas, cada Maestre presentó la visa electrónica instalada en su teléfono como identificación y pagó. No les dieron llaves, como hubiera ocurrido en Eruwa o la Tierra del pasado. A los tres les pidieron deslizar sus móviles por el reverso del computador para que, después, los colocaran en las cerraduras de sus habitaciones y poder abrir así.
Una vez acabado el trámite, Bastian y Jarno se adelantaron hacia la escalera. El silencio que hasta ahora inundaba el lugar fue aniquilado por un nutrido aplauso proveniente de una puerta corrediza al fondo de un corredor, a la izquierda de la recepción.
—Señorita —dijo Leonard—, ¿ya empezó la convención de Johny Koffin?
—Es mañana —informó la mujer—. Hoy sólo tenemos una firma de autógrafos. ¿Le gustaría inscribirse?
—Sí —respondió él—. Me encantaba el programa cuando era niño.
—Pues usted no se ve tan viejo.
—Es cierto —mintió Leonard—. No lo vi en su emisión original. Yo veía las retransmisiones.
—Bueno, eso tiene más sentido.
Leonard se dirigió a las escaleras, donde sus compañeros lo esperaban en el rellano.
—Qué lugar tan cutre —dijo Bastian por lo bajo en cuanto empezaron a subir juntos.
—¡Chist! —soltó Jarno de igual modo— ¡No seas impertinente!
Jarno tenía razón al callarlo. Aunque también Bastian al quejarse. Pero Leonard no compartía opiniones con ellos porque le disgustara el servicio del hotel. Si bien a las instalaciones se les notaban bastante los años, el edificio en general estaba muy limpio y bien cuidado.
—Alégrense de que no duraremos mucho por aquí—dijo a secas.
A Leo en realidad le decepcionaba visitar el año 2094 en esa versión particular de la Tierra. La mayoría de los avances tecnológicos parecían haberse limitado a la informática y telecomunicaciones. Los coches, por otro lado, solo tenían un aspecto más plástico, aerodinámico, frágil. Tal vez ahí los construían por entero con fibra de carbono. Aparte de eso, y la aparente sobrepoblación, se veía muy similar a aquella donde vivió antes de la invasión arriana y todavía era 2017.
Subieron hasta el tercer piso en silencio para evitar que Mamón los detectase. No usaron el ascensor, según Leonard, porque en Eruwa era poco común que hubiera uno en cualquier edificio y no repararon en ese detalle por la costumbre y la premura. El único ruido oíble en esos momentos era el de sus pasos y las ruedas de las maletas dando contra los peldaños. Al llegar al tercer piso, notaron que las habitaciones donde se hospedarían eran contiguas. Sabrá Olam qué hizo Mikail para lograrlo. Pero todo indicaba que cumplió el cometido de rodear a Mamón. Seguramente él y sus ayudantes estaban tras cualquiera de las puertas más cercanas.
Los tres Maestres colocaron sus teléfonos en sincronía casi perfecta sobre las cerraduras y éstas respondieron con un clic sordo al desbloquear el pestillo. Leonard cerró deprisa por si acaso algún enemigo salía al corredor. Su habitación no tenía ducha, sólo un pequeño cuarto de aseo junto a la entrada. Y, tal como Sare prometió, Semesh reposaba envainada sobre la cama.
Leo fue hasta donde su espada sagrada lo esperaba. Tomó la vaina como si fuera de vidrio y desenfundó el arma.
—Es un honor empuñarte de nuevo —pensó Leonard para comprobar su vínculo con Semesh.
—También es un honor luchar de nuevo a tu lado —respondió Semesh con una voz audible solo para él.
Ahora sólo bastaba esperar la señal. Mientras tanto, Leo comprobaría si su estoque estaba al tanto de los planes de Olam. Creía que sí; pero también que ninguna precaución sobraba.
—Sé lo que debo saber —aseguró Semesh—. Confía en mí. Pero no hablemos más. Mamón podría descubrirnos.
*****
Sare empezaba a entender por qué las convenciones de entusiastas tenían tan mala fama.
En aquel pequeño salón del hotel Mademoiselle, se habían congregado al menos doscientos aficionados al programa televisivo de Johny Koffin, a las películas de Johny Koffin, a las historietas de Johny Koffin; en fin, todo aquel ámbito apestaba a Johny Koffin. O mejor dicho: sebo, axilas, pedos, caspa, pies sucios de los asistentes. La mayoría no usaba disfraces. Pero había quienes llevaban puesto el caluroso disfraz de Papa Nequam, el antagonista de la serie. Otros tantos vestían como el mismísimo Johny. Aunque también mujeres (y varios muchachos) iban embutidos en los ajustados leotardos rojo y blanco con charreteras que solía usar Saccharin, la copiloto y pareja del héroe. Incluso una de ellas llevaba terciada a la cintura una genuina escopeta Winchester de la primera guerra mundial, de la misma forma que la heroína.
Todas las sillas estaban ocupadas para cuando los Ministros se colaron al evento. Tuvieron que permanecer de pie al fondo del salón junto a otros fanáticos. Y, en esas incómodas condiciones, recitaron las palabras de la maldición que iban a lanzar contra Mamón lo más quedo que pudieron.
Sare supuso que la calidad de los atuendos variaba según el presupuesto de cada individuo. Aquellos que asistieron a la firma de autógrafos sin un disfraz quizá no podían permitirse el gasto o no eran tan aficionados como el resto. En cualquier caso, al Ministro le importaban poco los olores corporales. Más bien, le desagradaba el estrafalario maquillaje de Saccharin, la poca tela que cubría la espalda y trasero del personaje y el curioso peinado de mechones rubios y púrpura con los lados de la cabeza afeitados.
Había una mesa larga en el frente del salón. Algún empleado del hotel le había puesto encima un micrófono, botellas de agua, un platón con galletitas en el centro y una caja blanca de cartón. Tal vez contenía libros o historietas.
La maldición que Sare y Atael lanzaron era tan sofisticada como perniciosa. Tan pronto acabaran de recitarla, pues era bastante larga, el tercer piso quedaría envuelto en un portal circular anómalo. Aquel que intentara abandonar ese sitio, terminaría por volver a donde estuvo al principio. Nadie podría pasar por ahí tampoco e interferir. Quien osara, sólo iría a dar al segundo o cuarto piso. Pero eso no era la peor parte. Lo peor consistía en que, debido a la duración indefinida de los efectos, un mortal atrapado sólo podía escapar de dos formas. Sólo le quedaba esperar a que se anulara todo o ser hecho prisionero en un Cubo de Contención.
Mientras los Ministros recitaban los últimos versos malditos, alguien descorrió la puerta del salón. Todos los presentes aplaudieron e incluso los que estaban sentados se pusieron de pie. Sare y Atael siguieron la corriente.
—Llama a Aron —ordenó Sare en cuanto acabaron—. Es hora.
El intérprete del Papa Nequam era un hombre regordete, moreno y con cabello entrecano, que tenía los labios inflados de forma permanente y la nariz dilatada por culpa de excesivas cirugías plásticas. Venía acompañado por una mujer menuda de ademanes bruscos y un sujeto calvo de casi dos metros de estatura. El actor que hacía de Papa Nequam dejó que sus colegas —quienes actuaban como Saccharin y Johny en el programa televisivo— tomaran puestos en la mesa. Un joven trabajador del hotel con cabello rizado negro, corto de la parte superior y largo en la nuca, caminaba serio detrás de ellos. Seguramente era el traductor.
Seth Griffin, el actor que personificaba al Papa Nequam, cogió un micrófono rápidamente y el traductor otro. Todo el salón quedó tan callado como si fuesen a pronunciar el discurso del siglo.
—Ustedes —dijo Seth con voz aguardentosa—, los dos Nequams del fondo, acérquense por favor.
El traductor repitió la oración en un francés nasal y atropellado. Sare presentía qué iba a suceder. Pero decidió seguir el juego.
—¿Nosotros? —respondió el Ministro en inglés.
—¡Claro que ustedes! —dijo el actor con cierto énfasis alegre— No veo otros Papa Nequam con mejores disfraces allá en el fondo, ¿qué opinan ustedes? —dijo al público— ¿No estás de acuerdo, Johny?
—Ya lo creo —asintió el calvo que interpretaba a Johny Koffin con una sonrisa amplia.
—Sí —terció la actriz que tenía el papel de Saccharine—. Son incluso mejores que los que teníamos en el estudio.
El traductor apenas podía con el ritmo de la conversación. Pero desempeñaba un trabajo aceptable.
Sare notó la mirada llena de significado que Atael le dirigió bajo la máscara. De seguro a su compañero no se le sabía cómo desembarazarse del contratiempo.
Los pensamientos de Aron Heker podían percibirse con claridad, aunque un poco lejos de donde los Ministros fingían divertirse. Todo indicaba que se topó con la amante de Pierre y ella lo retrasó. En cualquier caso, a Sare y Atael les quedaban al menos cinco minutos antes de dar la señal.
—Déjamelos a mí —susurró Sare.
—No irás a matarlos —respondió Atael de igual modo.
—Me encantaría. Pero se me ocurre algo mejor.
Sare contaba con que a los humanos les asustaba lo que no podían comprender, aunque nunca iban a admitirlo. Y se aprovecharía de ello. Así que Dio un par de zancadas hacia el pasillo central entre los asientos y Atael lo siguió. Luego, ambos fueron directo hacia el frente.
Seth Griffin pidió aplausos para los Ministros ni bien estuvieron al frente.
—Oye, amigo —dijo a Sare—, tienes una linda armadura. Pero no recuerdo haber usado una en ningún episodio.
—Fue un agregado de mi cosecha —respondió Sare—, ¿le gustaría verla mejor?
Dicho eso, aflojó el guantelete derecho y lo dio a Seth Griffin. Luego, hizo lo mismo con el izquierdo. Y, para rematar el acto, retiró la cogulla de su hábito y se despojó del yelmo. Los ojos del actor casi se saltaban de las cuencas... al igual que los del público y del traductor y de los otros dos histriones en la mesa. Tal como Sare esperaba, ninguno soportó ver una armadura vacía desarmarse por su cuenta.
—B-Bien —dijo Seth Griffin con voz atemperada aunque temblorosa—, ha sido sin duda una demostración impresionante. Les agradezco su tiempo, caballeros.
Hizo un ademan con la mano, tan discreto como enfático, para invitar a los Ministros a largarse cuanto antes.
Sare y Atael salieron de aquel salón del hotel Mademoiselle y fueron directo a la recepción. Pero, poco antes de llegar, Atael dio un manotazo en la pared detrás de la recepcionista. Lo hizo más o menos cerca de donde estaba el conmutador telefónico.
—¿Qué hiciste? —dijo Sare.
—Acabo de llamar a Aron —respondió Atael—. ¿Y dónde estás tú?
—En el Palacio Real, con Sus Majestades.
Cierto, hablar de Eruwa o cualquier cosa relacionada con ese mundo podía anular los conjuros de protección en los alrededores del hotel. Pero Sare fue ambiguamente específico. Sus palabras carecían de suficiente contexto para deducir su ubicación.
Leonard y los otros Maestres ignoraban por entonces que Sare podía crear réplicas de su armadura. Si bien el Ministro era incapaz de controlar adecuadamente dos o más a la vez, dicha limitante al menos le permitía tener el mando de un duplicado mientras el resto de ellos ejecutaba tareas repetitivas que necesitaran poca supervisión.
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