EL RANCHITO EN LA SIERRA
Laura se alejó despacio del lote que su familia y ella ocupaban en el Refugio de las Islas Polares. Vio de reojo a su papá y su mamá hablar entre sí, como secreteando. Seguramente a uno se le ocurrió seguirla y el otro lo detuvo. A lo mejor esperaban hasta que estuviese lo bastante lejos para observarla desde la distancia, sin que lo notara. Casi podía adivinar de quién fue la idea. Sus padres, más que predecibles, le parecían obvios. Quizá para entonces ya presentían que planeaba algo.
A decir verdad, el papá de Laura acertó. Aunque no en todo. Ella echaba de menos las comodidades de la Tierra, no podía negarlo. Pero no fue el único motivo para hacer lo que quería hacer.
Eruwa era un bonito mundo para turistear. Algo parecido a un parque temático cuyo argumento se centraba en la era victoriana... con el añadido de no tener que aguantar empleados o vendedores molestos. Sin embargo, nadie se mudaría a un lugar como ese por mucho que le gustara. O así opinaba la chica.
Laura siguió caminando recto por el pasillo bordeado de catres hasta toparse con un recodo. Una vez ahí, no tuvo más alternativa que doblar a la derecha. Lo hizo sin pensárselo. Y tras varios minutos de caminata, a través de la monótona atmósfera del refugio, llegó hasta la boca del túnel que la sacaría de ahí. No mentía cuando pidió permiso a sus padres para buscar a Laudana Gütermann. Su mejor amiga andaba en alguna parte del centro de Soteria. Por eso necesitaba ir al portal más cercano que pudiera transportarla. Como casi era el mediodía, quedaban pocos portales abiertos. La mayoría sólo funcionaban cuando iniciaban o concluían labores de las brigadas. En ese caso, la mejor opción estaba en el Iglú P. Ahí tenían uno disponible a cualquier hora para los reyes.
Cierto, Laura iba a buscar a su amiga. Pero mantuvo en secreto sus intenciones. Y si bien forjó un plan en la fragua de su mente por días, tuvo que cocinar los últimos detalles minutos antes de marcharse del lote. Por desgracia, a sus maquinaciones aún les faltaba un ingrediente. Y dicho ingrediente no tardó en entrar por la boca del túnel. "Nunca me alegré tanto de ver uno de esos carritos de golf arrianos", se dijo a sí misma. Dichos vehículos le parecieron tan ridículos como adorables desde la primera vez que los vio. Estaban programados de fábrica con una inteligencia artificial muy competente, aunque un poco limitada.
—Buen día —soltó la voz pregrabada del vehículo al detenerse junto a ella—, ¿a dónde puedo llevarte hoy?
—A Soteria. ¿Sabes si hay otro portal abierto más cerca que el del Iglú P?
—Lo siento, señorita. El portal más cercano está en este mismo iglú, pero abrirá hasta las dos de la tarde.
El estúpido cochecito no le informó nada nuevo. En fin, tendría que conformarse con eso.
—Está bien —cedió Laura—. Llévame al Iglú P.
Ella abordó enseguida y partieron en cuanto se abrochó el arnés de seguridad. La inteligencia artificial del vehículo incluía un protocolo que lo forzaba a repetir las mismas instrucciones a cada pasajero. Quizá era necesario recordarlas en las primeras veces que alguien usaba el servicio. Pero, tras casi dos meses de pasearse en ellos más o menos a diario, a cualquiera le resultaba cansino tragarse el recordatorio de no fumar o mantener cabeza y extremidades dentro durante el trayecto. De hecho, se le ocurrió una idea loca antes de ponerse en marcha, sólo para ver qué pasaba.
El cochecito arriano viró en U y volvió a adentrarse en el túnel que comunicaba esa zona del refugio con las demás. Laura estiró el brazo y sacó una mano ni bien habían rodado unos cuantos metros. La carrera se detuvo con suavidad en ese instante.
—Por favor —dijo la Inteligencia Artificial—, Mantenga cabeza y extremidades dentro del vehículo.
La muchacha ignoró la advertencia lo bastante para que se le cansara el brazo de tenerlo extendido y el oído con las repeticiones. A final de cuentas, optó por acatar el pedido del coche.
El trayecto duró unos veinte minutos durante los cuales abordaron y descendieron muchos pasajeros en diferentes puntos del refugio. Laura casi no prestó atención porque dejó de interesarle la gente de Eruwa. Cierto, había hombres muy guapos donde volteara a mirar. Pero hasta eso perdió el encanto al transcurrir los días. Pasó la novedad y, en esos momentos, ella tenía un plan por ejecutar. Incluso un muchacho alto, con ojos de aceituna y tez color tierra, se sentó en el puesto a su lado. Hubiera dicho, en otras circunstancias, que él era su tipo. Sin embargo, ella sólo respondió con monosílabos a los intentos de conversación que Adam Westlock —como dijo llamarse aquel joven— realizó antes de bajar en el Iglú K.
Laura aprovechó el tiempo repasando los últimos detalles de su plan. Encontraría a Laudana. Laudana la conduciría a Bert. Bert le daría la ubicación de algún mundo paralelo donde mudarse y juntos convencerían a un Ministro. El Ministro abriría les abriría un portal y, si sus padres querían buscarla, no volvería con ellos.
El plan no era lo más novedoso del mundo. De hecho, sacaron algo parecido en Rick y Morty hacía (por aquel entonces) más o menos un año. A la realidad en donde vivías se la cargó el carajo, la vida que conocías se fue por el desagüe, aparece la oportunidad de irte a otra realidad donde no hubo invasión arriana y has muerto accidentalmente y tu familia no se enteró de nada. Sólo debías tomar el lugar de tu infortunada equivalente.
Si lo que Bert decía sobre la existencia de numerosos universos paralelos era cierto, pronto iban a dar con uno que se ajustara a s los deseos de Laura. Además, ella contaba con que su padre no podría aparecerse en otras versiones de la Tierra así como así. Hacerlo seguramente pondría sobre aviso a Helyel de que un Maestre se coló a sus territorios.
—Hemos llegado a destino —anunció de pronto el coche—. Iglú P.
—¿Dónde está el portal? —quiso saber Laura.
—El portal se encuentra junto al Pabellón de Sus Majestades —informó el vehículo.
—Gracias —respondió ella entre dientes.
Lo último que necesitaba era toparse con amigos de la familia. Los reyes de seguro la delatarían en cuanto su papá preguntara si la vieron. La reina en especial. A esa mujer con cuerpo de muñeca y rostro pálido como porcelana y cabello de chocolate claro estúpidamente rizado a veces le bastaba que un niño se hiciese un chichón para soltar las riendas de sus instintos maternales. De ahí que la princesa Sofía fuera una mocosa engreída y malcriada en cuanto sus tutores le daban la espalda. La consentían demasiado por ser hija única.
El carro rodó apenas medio metro cuando Laura trató de pararlo.
—¡Espera! —exigió mientras se aferraba al neumático de repuesto fijado en la parte trasera— ¡Quiero preguntarte algo!
—Lo que haces es muy peligroso —la reprendió el coche dando un frenazo—. No vuelvas a hacerlo. ¿Qué quieres saber?
—¿Has visto a los reyes?
—Muchas veces. Que tengas buen día.
—O sea, hoy. ¿Los has visto hoy?
—Fueron a Blitzstrahl esta mañana y volvieron hace rato. Seguramente están en el pabellón ahora.
Genial. Más complicaciones para su plan.
—Era todo lo que necesitaba saber —soltó Laura con desgano.
De un vistazo, consideró que la mejor opción para llegar al portal era caminar cerca de la pared del iglú y dar un rodeo. Los catres no bastaban para ocultarla. Pero las pilas del lavadero en medio de aquella zona ocupaban un espacio considerable. Si se movía con rapidez por detrás de ellas, los reyes o la llorica de Sofía quizá no iban a notarla. Y así lo hizo. Se escurrió por la orilla y luego anduvo a paso veloz hasta al centro. Después de esa jugada, se agazapó durante un tiempo que se le antojó prudencial aun sin medirlo.
La mayoría de los ocupantes del Iglú P eran personal médico del pabellón-clínica. Por ello, las pocas almas que ocupaban los catres o las duchas a esa hora dormían o se preparaban para otra jornada laboral. Nadie parecía prestar atención a la muchacha escondida tras el lavadero. Tal vez no les importaba qué hacía ella—o si se comportaba extraña— mientras no robara nada.
El pabellón de cristal opaco donde Sus Majestades habían convalecido quedaba a unos metros enfrente de donde Laura se ocultaba. Podía verlo desde su escondite con facilidad. El portal hacia Soteria también alcanzaba a distinguirse y, para su mala suerte, se hallaba unos metros más allá del pabellón. Debía pasarse por un costado para alcanzar su objetivo. "Bueno —se dijo a sí misma—, entre más rápido mejor". Enseguida, se dirigió aprisa y sin enderezarse hacia la otra orilla del lavadero; luego, anduvo a paso veloz por el corredor bordeado de catres vacíos que colindaba con la última pila.
Al pasar junto al pabellón, oyó que alguien batallaba para abrir la puerta desde adentro. "¡Carajo!", pensó al mismo tiempo que buscaba con la mirada dónde esconderse. Por suerte, la parte trasera de aquel edificio rectangular de vidrio estaba a oscuras. Probablemente no había nadie ahí. Entonces corrió tan rápido como pudo a ocultarse en donde acababa de notar que podía. Ahora sólo le quedaba mantenerse a la escucha y atenta para cuando se largara quienquiera que salió.
—¡Pero, papá! —dijo una chiquilla en un tono que sobaba a protesta— ¡Mamá dijo que todavía no!
—Ya tuviste mucho descanso —respondió un hombre—. Volverás al colegio el lunes, como los demás niños. Y pobre de ti si te niegas, porque yo mismo te cargaré al hombro hasta allá después de darte nalgadas.
Parecía que el rey Derek había sacado a su hija para darle una reprimenda sin intervención de la reina. Era una costumbre rara de la Familia Real.
—¿Con la palmeta? —contestó la princesa; sonaba alarmada.
—No. Con el sacudidor de alfombras.
—¡Así me va a doler muchísimo, papá!
—Esa es la idea. ¿O prefieres limpiar el Cagadero Infernal?
—Ay, está bien... Volveré al cole. Pero no le cuentes a mamá que me regañaste.
—Te lo prometo. Ahora vamos adentro; tu mamá no tarda en salir del baño.
Padre e hija entraron de vuelta al pabellón. Y Laura se alejó de ahí ni bien oyó que cerraron la puerta. Primero anduvo a paso veloz; luego, miró de reojo hacia atrás para asegurarse de que nadie salía otra vez. Bajó la velocidad tan pronto cayó en cuenta de que los reyes y la mocosa permanecerían dentro mucho tiempo.
—Debo cruzar ese portal —se dijo a sí misma— o yo también limpiaré el cagadero.
La princesa Sofía apodaba Cagadero Infernal —Hell's Shitbox en inglés de Soteria— a la caja de arena donde sus gatos defecaban. A Laura le causó gracia el sobrenombre las primeras veces que lo oyó. Pero esta vez lo encontró más divertido, especialmente tras atestiguar cómo su Majestad Derek lo usaba como amenaza contra esa chiquilla malcriada.
El portal hacia Soteria, en efecto, se hallaba a escasos metros del pabellón. Se trataba de un aparato similar a los arcos detectores de metales en los aeropuertos, pero lo bastante ancho como para dejar pasar a tres personas y parecía estar hecho de unos delgados tubos plásticos. Por desgracia, no había un operador cerca.
Laura no podía quedarse ahí. Dio un vistazo a los alrededores, pero no halló nada más que otras personas dormidas en sus catres u ocupadas en trivialidades como alimentar a sus familias o lavar la ropa o simplemente leyendo para matar el tiempo. En una de tantas, notó que uno de esos ridículos cochecitos de golf arrianos venía directo hacia ella con un solitario pasajero. Reconoció al muchacho a bordo. Era el trigueño de ojos aceitunados que intentó sacarle conversación un rato antes. Adam Westlock o algo así se llamaba.
El coche se detuvo casi junto a Laura y Adam bajó de él. Era más alto de lo que ella estimó gracias a la poca atención que le puso al principio. Fácilmente debía medir dos metros.
—Hola —dijo Adam—, ¿Sabes usar eso?
—Sí —mintió Laura—. Estaba esperando a una amiga. Pero creo que se ha retrasado.
—Bueno, ojalá llegue pronto. Ten un buen día.
Adam fue directo al portal y se plantó enfrente de éste. "Ciudad Capital de Soteria; distrito Olswedish", dijo en voz alta. Enseguida, el interior del arco fue reemplazado con una visión de calles adoquinadas y casas de ladrillo rojo nuevas con techos de zinc. Más allá, alcanzaba a divisarse un iglú hecho de mármol. Si Laura no se equivocaba, el aparato abrió un agujero de gusano cuya salida daba a un lugar cercano a la casa de los Gütermann.
—Te veo luego —soltó Adam agitando la mano antes de cruzar.
El portal se cerró de nuevo tan pronto él estuvo del otro lado. Ahora Laura comprendía por qué no dejaron un operador. "Conque es autoservicio", pensó. Enseguida, imitó lo recién visto. Aunque, a diferencia del último usuario, ella pidió ir al Preuniversitario San Gleb. Desde luego, no sucedió nada. Fue entonces cuando notó la ambigüedad de sus órdenes. Había olvidado que la escuela contaba con dos planteles por aquel entonces: uno en Soteria y otro en Elpis.
—Ciudad Capital de Soteria —especificó—. Preuniversitario San Gleb; distrito Upperhills.
Por fin logró materializar la entrada del colegio bajo el marco de aquel artefacto endemoniado.
Ya que el portal se abrió en la ubicación correcta, a Laura sólo le bastaba cruzar. Y así lo hizo. El agujero de gusano creado por la máquina se cerró a sus espaldas tan pronto ella plantó ambos pies en la calle Gardner de Soteria. Ahora el plan avanzaría a la segunda etapa tan pronto hallara a Laudana. Por lo pronto, el inconveniente más inmediato era dar con su amiga, pues los terrenos del colegio medían poco más que seis canchas de futbol; dos puestas a lo largo una junto a la otra y tres situadas detrás en igual posición. El tamaño de las fincas vecinas no se le comparaba, aunque la mayoría eran mansiones. En fin, mientras más pensara en distancias, menos ganas de continuar tendría.
El preuniversitario San Gleb era una escuela privada para señoritas, de ahí que contara con semejantes instalaciones. En todo ese espacio albergaba clubes de equitación y atletismo, jardinería y cocina, costura y Matemáticas Avanzadas y otros tantos más; pero esos eran los de mayor prestigio entre el alumnado. Hasta tenían comedores separados para estudiantes y maestros. Pero la fachada principal no hacía justicia a una institución con el suficiente renombre para contar a dos reinas en sus filas de exalumnas. El perímetro se conformaba por una larga cerca de hierro negro, con barrotes cuyas puntas tenían forma de lanzas. La entrada consistía en un portón enmarcado por pilares de ladrillo de diferentes tonalidades rojas. Un arco de forja, repleto de flores trepadoras, se extendía hasta el edificio de dos plantas donde se emplazaban la oficina del director y la sala de profesores. Un jardín alargado ocupaba el espacio entre el cerco y la rectoría.
A decir verdad, Laura nunca entendió bien por qué en Soteria llamaban Rector o Rectora a los directores escolares. Y quién sabe si también pasaba lo mismo en otros reinos de Eruwa. En fin, a ella eso no le importaba por el momento. Se metió a San Gleb como cualquier alumna en día un de clases común. Sabía que profesores y estudiantes no iban a impedirle el paso, pues algunos la conocieron siendo voluntaria de las brigadas.
El recorrido hasta la sala de profesores no presentó ningún desafío. No vio a nadie cerca. Para entonces, la reconstrucción de esa parte del plantel estaba terminada. Los brigadistas de seguro ahora trabajaban en la parte más dañada por la guerra. Un aerodino —algo similar a un bombardero, pero con motores a vapor— cayó en la pista de atletismo y sobre un bloque de aulas del primer curso durante la última batalla. Era tan grande que desmantelarlo tomó varios días de trabajo a jornadas de veinticuatro horas y con ayuda de los arrianos.
Laura cruzó el patio general, donde cinco hombres preparaban carne frita en el vagón blanco que hacía de cocina para alimentar a los voluntarios. O al menos así olía. Luego agitó la mano para contestar los saludos de cinco chicas que descansaban en una de las mesas puestas alrededor del vehículo; aunque no recordaba sus nombres o cuándo las conoció. Luego, pasó frente a la rectoría.
Los bloques de aulas y laboratorios del tercer curso se emplazaban paralelos a la pista de atletismo. Era un edificio de dos plantas construido con ladrillo recubierto de estuco blanco. Otro jardín largo separaba las instalaciones deportivas de las académicas; pero algunos segmentos de acera las unían en diferentes puntos del corredor de la planta baja. Los salones del segundo curso se ubicaban junto a los de tercero. Entre ambos edificios había una pequeña fuente —sin agua en ese momento— con bancas alrededor y otro grupo de alumnas voluntarias que aprovechaban el descanso para chismorrear. Ninguna de ellas volteó a mirar a Laura cuando pasó por ahí. Mejor para ella. El bloque de primer curso se hallaba detrás de la pista; y, detrás de todo eso, el club de equitación.
Laura esperaba encontrar a su amiga Laudana hasta llegar a esa parte de la escuela. Pero, por alguna razón, se le ocurrió mirar a un lado cuando pasaba frente al club de jardinería. La vio de espaldas. O al menos la muchacha que estaba ahí, regando pequeños naranjos en macetas, se le parecía mucho. El cabello castaño y lacio de la fulana caía entre sus omóplatos. Vestía una blusa verde y un short de mezclilla doblado de tal forma que mostraba más de lo debido sus piernas atléticas pero torneadas.
—¿Laudana? —dijo Laura con duda. Ya antes había confundido a otra chica con su amiga en una situación parecida. Se veían iguales por detrás.
La otra muchacha dio media vuelta. ¡Laudana y su adorable cara de gatito eran inconfundibles!
—¿Qué haces aquí? —pidió saber ella a la vez que se acercaba al corredor— ¿No te tocaba descansar?
—Hoy me tocó salir temprano —dijo Laura—. Pero necesito que me ayudes con algo. ¿Tienes tiempo?
—Casi es hora de almorzar —respondió Laudana encogiéndose de hombros—. Dame cinco minutos para comer algo y luego te ayudo con lo que quieras.
Laura aceptó entonces acompañarla hasta el vagón-cocina. Mientras iban de camino, le contó sus planes. Al terminar, Laudana puso gesto pensativo y movía los labios como si expresara sus pensamientos en voz baja. Siguió así durante algunos instantes más. Luego, soltó su opinión franca y demoledora como bomba sobre ciudad desprevenida.
—No sé —dijo muy seria—. He ayudado a Bert un poco en su investigación. Pero casi no la entiendo. Nunca vi matemáticas y Física tan avanzadas como esas. Y eso que soy la mejor de mi clase.
—¿Qué tiene que ver con lo que te pedí? —replicó Laura.
—¡Todo! —contestó Laudana— Es cierto en el universo de donde Bert y tú vienen tiene múltiples versiones de sí mismo; pero Eruwa y sus habitantes no. Sólo existe una Eruwa. Así que por eso no vas a encontrar una versión de la Tierra como la que buscas.
—Bueno, es tu opinión. A lo mejor tu novio puede ayudarme de otra forma.
—No sé; recién empezamos a salir y me siento incómoda pidiéndole favores así tan pronto.
—¡Pero si soy yo la que va a pedir el favor!
—Ajá. Y todavía te falta convencerme.
En ese momento, ambas llegaron al patio general de San Gleb. A lo lejos, podían distinguirse otras muchachas y algunos hombres —tanto jóvenes como mayores— que cruzaban la pista de atletismo en dirección a ellas. De Seguro habían salido también a almorzar. Por suerte, Laura y su amiga eran las primeras en la fila. Pidieron una sola porción, consistente en hígado de res con setas y un pequeño cuenco de sopa de tomate. No obstante, pudieron llevarse dos vasos de limonada. Enseguida, se sentaron en la mesa más alejada que pudieron hallar. Un árbol a espaldas de ella les negó su sombra debido a que aún era mediodía.
Laudana atacó el hígado. Hizo una pausa después de masticar el bocado y beber limonada.
Ella y Bert apenas si tenían una semana siendo novios. De hecho, Bert se le declaró una tarde en la cual cuidaban juntos a la princesa Sofía y la mocosa los forzó a besarse como castigo por perder en un juego. Pero la amiga de Laura tardó casi quince días en decidirse y aceptar.
—Bert me ha contado un poco de cómo es la Tierra —dijo Laudana a secas—, y por eso entiendo que no le encuentres la gracia a este mundo. Mi mundo y ahora el tuyo. —Dio otro bocado—. Pero me sigue pareciendo incorrecto que quieras mezclarte con una familia desconocida. No sé qué pasará si te descubren.
—¿Y quién dice que me descubrirán? —replicó Laura—. Por eso busco un lugar donde una doble mía se haya muerto y su familia todavía no lo sepa. Nunca notarían la diferencia. Además, si sólo de verdad existe una sola versión de Eruwa, ¿por qué tu novio tiene un doble que también es Maestre y nunca ha vivido en la Tierra?
Laudana dejó caer los hombros y suspiró. Al parecer, ella se había olvidado de esa peculiaridad.
—Está bien —soltó—. Te llevaré con Bert. Pero estás por tu cuenta si no quiere ayudarte.
—¡Gracias! —respondió Laura dándole un leve toque en el hombro.
Quizá podía resultar contraproducente que los amigos o conocidos de Laura supieran que pensaba fugarse. Sin embargo, ella contaba con que sus padres no se aventurarían a delatar por accidente la existencia de Eruwa a ningún terrícola. Y justo eso pasaría si Leonard Alkef se topaba con su otro yo de a donde sea que la chica se fugara. Pero el mejor rollo de todos era tener sentada justo a su lado a una amiga que, aparte de ser la mejor, también tenía dones de profetisa. Desde luego, preguntarle si tendría éxito era una idea genial. Aunque quién sabe si no sería descortés; ya había hecho bastante al aceptar llevarla a donde su novio entrenaba para Maestre.
Laudana puso el plato sobre las piernas y dirigió una mirada pícara y cómplice a Laura.
—¿Quieres saber si te irá bien? —dijo alzando una ceja.
—¿De verdad lo harás?
—Si lo hice por otras que no conozco, ¿por qué no por mi amiga?
—Bueno, es que alguna vez me dijiste que no te gustaba...
—Venga, dame tu mano... porque la oferta expira a la una, a las dos...
—¡Ay, está bien! —protestó Laura.
Le dio rápido la mano, antes de que acabara la cuenta. Laudana la estrechó entre las suyas y cerró los ojos durante un lapso que se antojaba interminable, mientras murmuraba. Otras chicas que llegaban al patio, o pasaban cerca de ellas, las miraban con gestos que parecían tener escrito por todos lados "¿qué hacen esas dos?". Aquello no paró hasta cuando la extrañeza de tantas mironas empezaba a transformarse en incomodidad para Laura.
—Voy a ser directa contigo —dijo Laudana a la vez que abría los ojos y soltaba a su amiga—. Tu plan saldrá bien, pero el gusto te durará poco. Y, finalmente, nunca más volverás al Mundo Adánico.
Laura se levantó de golpe. Sentía la sangre hervir en sus venas.
—¡¿Es en serio?! —dijo entre dientes.
—Totalmente —dijo Laudana con calma—. Pero serás tú quien decidirá quedarse.
—Lo dudo. No tengo nada por lo que quiera quedarme.
—Hablo en serio. Te quedarás por alguien, no por algo.
—Mi papá de seguro. ¡Quién más si no!
—Pues a mí me pareció que será por un muchacho.
Eso último provocó en Laura una sensación fría, aunque agradable, que le recorrió el espinazo hasta calmarle los ánimos. Ella no se consideraba tan adepta al romanticismo como su amiga. Pero había ciertos aspectos de las relaciones amorosas que le despertaban el interés. En especial si involucraban un poco de sobrenaturalidad. Además, Laudana comenzaba por entonces a gozar de reputación como vidente gracias a la exactitud de sus visiones. Lo que ella dijo iba a terminar pasando en cualquier momento.
—¿Lo conozco? —preguntó Laura, casi en voz baja, al mismo tiempo que volvía a sentarse.
—¡Yo qué sé! —resopló Laudana encogiéndose de hombros— ¡Ni a mí me pareció familiar! —Luego sonrió de un modo que tal vez ella creía era de complicidad— Aunque, honestamente, es muy guapo.
Laura dio un repaso a sus memorias. Pero pronto cayó en cuenta de que no conocía a tantos hombres solteros nativos de Eruwa. Sólo recordaba tres. O cuatro si contaba a Adam Wesltock, el muchacho que intentó conversar con ella de camino al iglú P.
—¿Cómo se llama?
—No oí su nombre.
—Bueno, ¿cómo es?
—No lo vi bien, pero es joven y muy alto.
Laura se quedó pensativa un momento. Parecía tratarse de Adam. Aunque no estaba segura; él debía rondar los veinticinco años por lo menos. Cierto, era joven... y demasiado mayor para ella. Por otro lado, el hijo menor de los vecinos en el refugio también concordaba con esa descripción tan vaga, aunque también era algo lerdo.
—Pues... puede que acabe de conocerlo hoy —dijo Laura despacio.
Laudana siguió comiendo su plato en silencio hasta terminarlo. Lo hizo tan deprisa que resultaba sorprendente que no se hubiera atragantado.
—Entonces no fuerces las cosas entre ustedes —aconsejó—. Él no sabe lo que acabo de decirte; y, si alguna vez se lo contamos, no nos creerá.
—¡Qué más da! —respondió Laura para concluir el chismorreo—, a lo mejor no es él. ¿Nos vamos?
—¿A dónde?
—¿¡Cómo que a dónde!? ¡Vamos a ver a Bert!
Laudana abrió mucho los ojos y hasta se quedó con la boca entreabierta. Parecía escandalizada por esas palabras.
—¿Es en serio? —contestó— ¿Aún quieres irte, después de lo que te revelé?
—Dijiste que nunca volvería a la Tierra. ¿O me equivoco? Aunque sea déjame disfrutarla por última vez.
—Pues qué remedio. No soy tu mamá de todos modos.
Laudana se levantó despacio con el plato en la mano y fue directo hasta un cubo de basura. Tiraron ahí los utensilios desechables y luego se dirigieron hacia una mesa en medio del patio. Ahí se toparon con un trio de chicas y cierto muchacho cuya cara recordaba a un huevo de pavo. Una de ellas, la más alta del grupo, vestía un chándal rojo y blanco manchado de sudor seco. Había recogido su cabello rubio y grasiento en una coleta para poder jugar a las vencidas con el pecoso frente a ella. Se tomaron de la mano derecha y cada uno intentaban doblar el brazo del otro sin más ayuda que la fuerza bruta. Las dos compañeras animaban a la sudorosa del chándal. Aunque todo indicaba que el juego terminaría en empate pues los ocupantes de las otras mesas empezaban a irse. El almuerzo estaba por terminar.
—¡Dale, Maripí! —vitoreó una muchacha de cabello rosado como chicle— ¡Tú puedes!
De pronto, Maripí giró su brazo con tal violencia que casi derribó al muchacho del banco. Enseguida, él se levantó aprisa. Sacó su billetera del bolsillo trasero del pantalón y arrojó un billete sobre la mesa antes de dar media vuelta y largarse.
—¡Qué rollo, niñas! —dijo Maripí mientras cogía el dinero con una mano y agitaba la otra para saludar.
—Ninguno —respondió Laudana—. Oye, ¿puedo pedirte un favor?
—¡Claro! ¿Qué quieres?
—Salir por un rato. ¿Me cubrirías, por favor?
—¿Y adónde con tanta prisa? No es que me importe; pero necesito saberlo por si pregunta el capataz.
Por obvias razones, Laura no quería Maripí supiera del plan. Pero Laudana tuvo el acierto de contarle media verdad a su poco femenina amiga en común. "Voy a verme un rato con mi novio en Blizstrahl", dijo. Y eso era cierto. Sin embargo, le ocultaron que iban las dos. En primer lugar, porque no necesitaba tanta información; y, en segundo, no podían arriesgarse a dejar un cabo suelto.
— Anda, diviértete un rato —respondió Maripí guiñando el ojo—. No te preocupes. —Luego, mostró sus dientes amarillentos de pez carnívoro en un intento de sonrisa cómplice—. Ya me inventaré algo para cubrirte.
Se despidieron de ella luego de agradecer el favor. Dieron media vuelta y se alejaron agitando la mano.
Laura caminaba detrás de Laudana en silencio. La visión que escuchó poco antes le hizo empezar a replantearse aquel plan. Vivir para siempre en el mundo de Eruwa no le entusiasmaba, incluso con la posibilidad de encontrar ahí novio o hasta marido. Pero abandonar las comodidades terrícolas, si se cumplían las visiones, tampoco sonaba descabellado. A final de cuentas, muchos matrimonios empezaban con poco en su haber. Si lo pensaba con calma, no había mucha diferencia entre Soteria y algún pueblito muy remoto... de esos a los cuales sólo podrías ir luego de terminarte una ruta de autobús y si andabas a lomo de burro en un tramo de carretera sin pavimentar entre la sierra y, finalmente, caminabas por una vereda en medio de la nada durante dos horas más. En un lugar tan alejado, desde luego no habría electricidad. Mucho menos televisión. Si acaso las transmisiones de radio sólo se escucharían por las noches, y provendrían de emisoras en AM. ¡Y ni hablar del internet! Bien, al menos Soteria contaba con agua corriente.
—Hay un portal en la sala de profesores —decía Laudana sin detenerse mientras cruzaban juntas el patio general—. Estoy casi segura de que a esta hora no hay nadie allá y podremos usarlo... oye, no te quedes atrás.
—Lo siento —respondió Laura—. Me distraje.
—¡Santa madre de las frituras! ¡Ya imagino por qué!
—Eso no tiene nada que ver.
—Estás a tiempo si quieres arrepentirte.
—No, prefiero seguir adelante.
Laudana prosiguió con su explicación cuando casi habían llegado al edificio de dos plantas donde se ubicaba la . Ésta y el portal estaban en el primer piso, junto a las escaleras. Las dos amigas hallaron cerrada la puerta de pino de la habitación. Pero, antes de intentar abrir, ambas pegaron la oreja a la puerta por si acaso había alguien dentro.
—Andando —soltó Laura—, no vaya a venir alguien.
—Ojalá que no hayan atrancado —respondió Laudana.
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