EL INCENDIO
A Leonard le tranquilizó comprobar que Semesh, su espada sagrada, estaba al corriente del plan de Olam. Ahora tendría que permanecer alerta en aquella habitación de hotel. Se sentó en el borde de la cama que, en otras circunstancias, le hubiera parecido demasiado mullida para dormir cómodo.
—Está bien —pensó Leonard para que su arma oyera—. Esperemos que los demás no tarden.
El arma no respondió más a sus pensamientos. Quizá era mejor si deseaba evitar que Mamón y sus asistentes notaran la presencia de ambos.
Leo aguzó el oído tanto como pudo, para ver si percibía la actividad en el corredor. Quería estar prevenido en caso de que los Legionarios intentaran escapar antes de que Aron Heker prendiera fuego a ese mismo piso. Pero no oyó casi nada. El silencio de afuera incluso dejaba resonar los pasos de otros huéspedes sobre la alfombra. En todo caso, a lo mejor asomarse no valía la pena.
Él conocía el aspecto físico y los nombres de los tres Legionarios que Helyel dejó en ese hotel gracias a que Sare le inyectó esa información en la mente; lo mismo que a Bastian, Aron y Jarno. Pero, a diferencia de ellos tres, no necesitó tanto conocimiento. Haber vivido en una de las versiones de la Tierra donde aún era el año 2017 le dio un poco de ventaja, pues ya estaba familiarizado con buena parte de la tecnología a su alrededor.
El mundo al cual Leo y sus compañeros fueron en misión tenía pocos adelantos tecnológicos en comparación a otro donde estuvo algunos días antes. El más notable, sin duda, el coste de las inteligencias artificiales. Prácticamente sólo empresas multinacionales podían permitirse adquirir una. Por ello aún no se las encontraba desempeñando trabajos que cualquier humano podía realizar. Sus precios estratosféricos las mantenían relegadas a las artes plásticas y audiovisuales o al procesamiento y análisis de datos o, en el peor caso, a contestar llamadas telefónicas.
De pronto, el timbre de la alarma contra incendios repiqueteó en el corredor. Era la señal.
—Espera —aconsejó Semesh—, deja que se marchen los huéspedes.
—Pero, Mamón podría escapar.
—La maldición de Sare y Atael impedirá que Mamón y sus amigos noten la alarma.
—Cierto. No la oirán hasta que el piso haya sido desalojado.
Leonard había olvidado ese detalle. Pero fue y se colocó tras la puerta, Semesh en mano, de cualquier modo. Quería estar listo para cuando iniciara la batalla. El tiempo era crucial, aunque sus oponentes no pudieran escapar del piso en llamas.
La alarma contra incendios del hotel taladraba los oídos de Leo. No obstante, aún alcanzaba a oír las voces de los huéspedes y personal evacuados. Habían llegado a la calle. Al parecer, los empleados ahora realizaban un conteo para asegurarse de que nadie se quedó atrapado en el incendio. Quizá tenían hasta una lista de personas en un teléfono inteligente para ayudarse con la cuenta. Él sólo esperaba que su nombre no figurara en ella. O los de sus amigos. Lo último que necesitaban era a un empleado entrometiéndose en el combate por tratar de rescatarlos.
—Nadie subirá durante la lucha —informó Semesh—. Mikail se ha encargado de eso.
El humo empezaba a colarse por los resquicios de la puerta.
—Genial —masculló Leonard—. Me conformo con no asfixiarme.
No estaba seguro, pero presentía que los Ministros pasaron por alto la nimiedad de que sus ayudantes humanos podían sofocarse y morir por culpa de la humareda y el calor.
Algo en el corredor empezó a aspirar el humo que ya se había colado a la habitación.
—¡Ya casi! —soltó Semesh de un modo que en la mente de Leonard sonó como a dicho entre dientes.
Un portazo en el pasillo hizo creer al Maestre que esa era su entrada. Pero las voces afuera lo confirmaron.
—bbbbbbbbbb—exigió a gritos una voz grave en perfecto rúnico— ¡Salgan! ¡Sabemos que están aquí!
Leonard supuso que la puerta de su habitación abriría con solo girar la perilla, como medida de emergencia si fallaba la energía, cosa lógica durante un incendio. Pero no fue así. Entonces, retrocedió para coger impulso.
—¡Para! —exclamó Semesh alarmada— ¡Sólo hay que quitar el seguro!
Demasiado tarde. Leonard atravesó la puerta como haría un equipo de futbol escolar con una pancarta.
Tres hombres armados ya esperaban en el corredor. Un joven rubio, de mentón frágil y afilado, empuñaba una cimitarra tan grande que debía sostenerla con ambas manos. Un caballero de cabello entrecano, con gafas oscuras y redondas que pendían de su nariz ganchuda, sujetaba una espada flamígera corta. Y el trío se completaba con un afrodescendiente de mediana edad cuyo cuerpo le permitiría jugar futbol americano profesional. Éste último portaba un arma consistente en una cadena con una bola de acero cubierta de clavos por un lado, y una suerte de daga por el otro extremo. El trio de siervos de Helyel vestía trajes y corbatas grises como en un día cualquiera en la oficina.
Bastian Gütermann, Jarno Krensher y Aron Heker salieron de las otras habitaciones junto a la de Leonard. Sare y Atael aparecieron por las escaleras que conducían a la recepción. Y Mikail cerró la salida de emergencia al final del corredor ni bien la usó para entrar.
—¡Maten a los Maestres! —ordenó el hombre de gafas oscuras— ¡Los Ministros son míos!
El afrodescendiente y el rubio se lanzaron directamente sobre Jarno. Pero éste contraatacó haciendo brotar lianas del suelo para enredarlos. Las plantas aprisionaron a los Legionarios de tal forma que los apretaban con mayor fuerza a cada intento por soltarse. Luego Bastian corrió a reforzar la trampa. Conjuró de inmediato dos pilares de hielo tan denso que encerraron e inmovilizaron a los dos enemigos ni bien los cogió por los pies. Aron y Leonard fueron enseguida a por ellos antes de que se libraran. Sacaron las piedras lunares que Mikail les dio un rato antes y las incrustaron deprisa en las frentes de los prisioneros.
—Munaj no Atasaka —recitaron al unísono.
Los dos Legionarios fueron absorbidos por los Cubos de Contención en un pestañeo.
Ver cómo dos adultos eran absorbidos en piedras como si sus cuerpos fueran líquidos podía verse genial en una película, gracias a los efectos especiales generados por computador. Pero resultaba inquietante atestiguar semejante cosa en vivo; sobre todo, gracias a los gestos de esos dos infelices.
—Ayuda a Sare —exigió de inmediato Semesh, la espada sagrada de Leonard.
Se puso en marcha. Y quizá las armas de sus compañeros sugirieron lo mismo, pues ellos los siguieron.
Los Ministros de Olam ahora no tuvieron el mismo éxito de los humanos. Mamón había conseguido adherir a Sare a un muro, como si la pared fuera un gigantesco imán. Atael y Mikail yacían decapitados mientras sus cuerpos se desintegraban lentamente, despidiendo millares de luciérnagas coloridas. Leo estuvo tan distraído con su propio combate que no se dio cuenta de cuándo vencieron a los dos ángeles. Y seguramente sus compañeros mortales tampoco notaron lo sucedido.
Leonard corría lo más rápido que sus piernas le permitieron. Pero el corredor parecía infinito. La mejor idea que tuvo fue detenerse de golpe y lanzar su mejor conjuro.
—¡Sertra! —recitó al tiempo que extendía su espada sagrada.
Una bola de energía se concentró en la punta hasta parecerse a un pequeño sol. Luego se convirtió en un proyectil luminoso. Aron Heker parecía haber tenido una ocurrencia parecida. Pero él sopló hasta formar una enorme lengua de fuego, como si su boca fuera un lanzallamas.
Mamón desvió el ataque de Leonard de un manotazo e hizo volar parte del muro a su izquierda. Las flamas de Aron quemaron los alrededores, pero no al Legionario.
—¡No me jodan! —gritó Mamón extendiendo la mano hacia ellos.
El suelo dio una sacudida tan violenta que los cuatro Maestres salieron disparados. Lo que sea que Mamón conjuró contra ellos, los arrojó por los aires hasta que también terminaron pegados al cielorraso.
—¡Carajo! —se quejó Bastian— ¡El tipo es más duro de lo que creí!
—No en vano es Lugarteniente —replicó Leonard—. ¿Alguna idea?
Entre tanto que los Maestres y sus armas sagradas buscaban un escape, Mamón cogió a Sare por el cuello y lo despegó de la pared. El Ministro estalló al instante como si su armadura hubiera tenido dentro, todo el rato, una bomba de relojería.
—Listos o no, allá voy —dijo Mamón con un tonillo amenazante.
Leonard se esforzó cuanto pudo para librarse. Pero era inútil. No conseguía mover ni un dedo. Bastian apenas si pudo levantar la cabeza; Aron sólo consiguió flexionar una pierna y Jarno a duras penas empuñaba su espada sagrada.
Mamón se dirigía hacia ellos con paso rápido y amenazador. Casi corría.
—¿Vieron eso? —dijo Jarno de pronto.
—¿Qué es? —quiso saber Leonard.
—¡Sare!
Era cierto. Mientras el Lugarteniente de Helyel se dirigía hacia sus próximas víctimas, la armadura de Sare se reensambló a sus espaldas. De seguro aún no lo notaba.
—Déjenlo hacer lo que quiera —ordenó Leonard en voz baja—. Pero que no se de vuelta.
Mamón paró justo delante de él y chasqueó los dedos. Enseguida, los cuatro Maestres cayeron a la alfombra.
—Les daré una muerta rápida y dolorosa —dijo burlón—. ¿O prefieren algo ultrarrápido y ultra doloroso, tan doloroso que no se note lo rápido?
—Me gusta la segunda opción —soltó Aron en tono desafiante—. ¿Quién más vota por la segunda?
—¡Sólo yo puedo burlarme ahora, pendejo! —rabió Mamón.
En cuanto alzó su espada flamígera, una expresión de sorpresa y terror se plasmó en el rostro de la forma física de Mamón. Las gafas oscuras se le cayeron justo antes de que lo absorbiera el Cubo de Contención que Sare había logrado incrustarle en la espalda.
Leonard vio un guantelete solitario flotando justo donde, segundos antes, el Legionario fue apresado. Los dedos de la pieza sostenían la piedra lunar que serviría como prisión el tiempo que Olam quisiera.
Los cuatro Maestres se pusieron en pie y atravesaron corriendo el pasillo. Fueron directo hacia la maltrecha armadura de Sare. Estaba quemada, el yelmo había perdido la careta, la coraza y las perneras se abollaron por todos lados, el brazo izquierdo parecía una lata mal abierta y al derecho le faltaba la mano del mismo lado... que seguramente el Ministro usó como proyectil para atrapar a Mamón.
—Ven con nosotros —dijo Leonard.
—No —respondió Sare—. Estoy bien, aunque no lo parezca.
—Bueno, sí, eres inmortal y todo lo que quieras; pero...
—Pero nada. Realmente nunca estuve con ustedes. Ahora largo —Sare le dio un leve empujón—. Los bomberos están por entrar. Se supone que ustedes tampoco están aquí.
—¿Por dónde nos vamos?
—La habitación que incendió Aron. Atael les dejó un portal listo ahí.
La armadura se desarmó en ese momento y empezó a pulverizarse.
—Ya oyeron —dijo Leonard—. Andando.
Aron los guio hasta la habitación a la cual él mismo prendió fuego. Una densa humareda y chorros de agua los recibieron tan pronto derribaron la puerta a patadas. Un portal hacia Eruwa brillaba en medio del humo y los restos de muebles y aparatos chamuscados. Del otro lado se adivinaba el pabellón donde Sus Majestades convalecieron.
El portal se cerró a espaldas de Leonard, que fue el último en cruzar de vuelta al Refugio de las Islas Polares.
—¿Cómo les fue? —dijo una serena voz femenina.
Leonard no esperaba un comité de bienvenida en la sala del pabellón. Pero le alegraba que fuesen la reina Nayara y el rey Derek los primeros a quienes referiría la más reciente hazaña. Además, no estaban solos. Sare estaba sentado con ellos. El Ministro incluso removió la careta del yelmo para demostrar que ahora ninguno de los presentes estaba ante una armadura vacía. Su cara resplandecía como las brasas en el fogón.
—Nos chamuscamos un poco —respondió Leonard—. Aunque pudo ser peor.
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