CENIZA PARA LOS CONJUROS
Leonard Alkef había vuelto con vida a Blitzstrahl, gracias a Olam. Suspiró aliviado por haber traído a su hija de la Tierra y tener nuevamente los pies en las ruinas del Patio Norte de la abadía de Blizstrahl. Se salvaron por casi nada de que Helyel los asesinara. Pero fue todo. Ahora él, Su Majestad Derek, Jarno Krensher y Humberto Quevedo estaban malditos. Sólo Olam sabía si alguna vez iban a recuperar sus espadas sagradas y la posibilidad de lanzar conjuros.
Laura abrazó de pronto a su papá. Él correspondió el gesto en silencio. Luego, se pusieron en marcha sin decir más. El sol aún estaba alto, pero el viento frío se colaba entre la ropa. El césped silvestre siseaba al agitarse con las corrientes.
No había nada más por hacer aparte de esperar a que Liwatan descubriera cómo romper la maldición. El rey y los demás los siguieron por una pequeña vereda que pasaba frente a los restos de una capilla. Tenían un gesto malhumorado tan notorio que incluso Leo no se atrevió a hablarles. De seguro todos estaban convencidos de que Olam los envió a esa misión porque podían afrontarla. O quien sabe; al menos él sí. No obstante, la pérdida (tal vez permanente) de sus facultades para lanzar conjuros fue un desenlace tan insospechado como remoto.
—Bueno —dijo Bert—, ¿ahora qué?
—Pues haremos lo que se pueda sin espadas —replicó el rey Derek—. Leonard te enseñará doctrina militar; Jarno y yo tendremos que ayudar a mi esposa con la repoblación del reino.
—Pero Liwatan dijo que volvería hasta la Natividad —terció Jarno—. Eso es mucho tiempo.
—Quizá lo dijo porque Helyel no podrá hacer nada mientras tanto —dijo Derek.
—Aunque Olam también podría mandar a otros Ministros combatirlo —soltó Bert.
—Bert tiene razón —secundó Leonard—. Apenas pudimos enfrentar a Helyel totalmente debilitado. Pero se fortalecerá, de eso estoy seguro. No importa si recobramos la capacidad de lanzar conjuros; cuando Helyel se recupere por completo, Olam sólo nos podrá en la retaguardia. Seríamos la última defensa de Soteria y La Nada.
Derek se detuvo en seco. Palpó la gabardina de cuero de su uniforme; luego, metió la mano para sacar un paquete del bolsillo interior y un mechero. Se puso un cigarro entre los labios y tiró la envoltura hecha bola. Encendió el pitillo, dio una calada antes de quedarse mirando a Leonard y soltar por la boca una nubecilla olorosa a flores.
—Es el último —dijo Su Majestad—. Pero ha guardado la esencia de sus hermanos fumados antes que él. Por eso sabe mejor. —Después, alzó el cigarrillo sujeto entre dos dedos—. Más nos vale ser iguales cuando llegue el momento.
Todos asintieron despacio. Incluso Bert aplaudió despacio luego de soltar un seco Amén.
Fue la metáfora más extraña del mundo; sin embargo, el significado quedó claro hasta para alguien tan poco aficionado a la literatura como Leonard. Llevarían a cabo las órdenes de Olam del mejor modo posible sin importar nada. Si sus Ministros actuaban así todo el tiempo, ¿qué impedimento tenía el Cuerpo de Maestres aparte de ser mortales? En fin, humanos o ángeles impedirían juntos que Helyel plantara las pezuñas en Eruwa.
—Bien —dijo el rey Derek—, ahora sólo nos queda esperar noticias de Liwatan.
El grupo atravesó los restos del Patio Norte en silencio. Leonard dio un vistazo discreto a las caras de sus compañeros y notó sus miradas apagadas. Hasta sospechó que él tenía la suya igual. De pronto, y poco antes de llegar a los primeros bloques de celdas, Laura le preguntó si podían hablar a solas un momento. "Adelántense, los alcanzo en un rato", dijo a los otros Maestres. Luego, esperaron hasta Su Majestad Derek y los demás se metieron tras una mosquitera, bajo los arcos del primer edificio en el extremo opuesto del siguiente patio.
Lo que Laura y su papá conversaron no resultó tan delicado como él esperaba. No obstante comprendió rápido por qué ella prefirió charlar con un poco más de privacidad. Se sentaron juntos en un bloque de granito tan grande que podía servir de banco. La intemperie cubrió esa piedra de cacarañas profundas capaces de rasparte el trasero por encima de la ropa.
—Laudana trató de advertirme que no fuera a Monterrey —confesó Laura en español, y de seguro para que los demás no entendieran— porque todos vamos a quedarnos en Soteria para siempre.
—Las visiones de tu amiguita han sido acertadas hasta ahora —respondió Leonard—. Pero quizá no siempre...
—Dijo que conoceré a mi esposo en Soteria —soltó el bombazo Laura.
—Ay, caray —dijo Leonard sorprendido por la franqueza de su hija—, ¿sólo por eso quieres quedarte?
—¿Por qué? ¿Se te hace poca cosa?
—¡Perdón, m'hija, no quise decir eso! Pero... es que... bueno... se supone que el matrimonio debería durar para siempre. Y ya sabes que no siempre pasa así. Digo, al menos eso es cierto en la Tierra. En Soteria el divorcio todavía es mal visto por mucha gente...
—Ya entendí, papá —interrumpió Laura muy seria—. Pero tengo más razones.
La muchacha explicó luego que, antes de largarse a Monterrey del Futuro, un Ministro le dijo que ella necesitaba experimentar esa aventura para aprender una lección. Jamás entendió cuál. Pero volvió del año 2094 convencida de que los avances tecnológicos eventualmente iban a volver a las personas más cretinas y engreídas, crueles y ambiciosas. O esa impresión le causaron la conocida de Bert con la que pernoctó y la pandilla de los Cosechadores. Ni hablar de los trans-especie. La mordida que uno de esos sujetos le dio en la mano dejó cicatrices de por vida.
Leonard contestó a su hija que, si bien sus argumentos le parecían válidos, aún lo dejaban con la sensación de que no expresaron todo lo que ella quería.
—Es que no sé cómo explicarlo —respondió Laura—. A lo mejor me he decepcionado taaanto del futuro que hasta las comodidades de toda la vida me parecen tan dañinas como las del futuro.
—En ese caso —dijo Leonard rodeando los hombros de la chica con un brazo—, no trates de hallarle explicación ahora. Déjalo estar unos días. Ya verás entonces cómo la respuesta vendrá sin que la busques.
—¿Cómo una epifanía o qué?
—¡Oye! —soltó Leonard con una risilla y dando un ligero apretón a su hija—, no saques palabras domingueras.
Él sospechaba que la confusión de Laura bien pudo ser efecto de la exposición prolongada a la batería de conjuros en el Refugio de las Islas Polares. Pero desconocía cómo probar si acertó.
A final de cuentas, se levantaron de la piedra donde pasaron un buen rato sentados. Fueron hacia el siguiente patio mientras conversaban otro poco sobre qué le gustaba a cada uno de vivir en Soteria. Cruzaron así otros tantos empedrados de la abadía, hasta llegar a las escaleras del bloque de celdas familiares donde los alojaron. Al parecer, Su Majestad Derek, Bert y Jarno se habían marchado un rato antes o quizá recién lo hicieron. No los vieron por ningún lado en el trayecto. En todo caso, Leo pensó que no necesitaba preocuparse por ahora; si había novedades respecto a la ruptura de la maldición, alguien lo buscaría. De cualquier modo, no le quedaba más remedio que permanecer en Blitzstrhal hasta sabrá Olam cuando.
Algunos diáconos —solitarios, en parejas o hasta en grupo— que caminaban en dirección opuesta a ellos los saludaron al paso. Pero no se detuvieron para hablar con nadie.
—Tu mamá se sorprenderá bastante cuando te vea —dijo Leonard ni bien pisó la escalera del bloque de celdas.
—No creo —respondió Laura encogiéndose de hombros—. A la mejor me dice indecisa, o algo así, y ya.
Ambos tuvieron que subir con cuidado al pasar del rellano. Un diácono de veintitantos, bronceado, de barba cobriza por culpa del sol, pintaba encima del dibujo infantil hecho a crayón por (el o la tal) Potrinkis. Caminaron detrás de él con cuidado de no tirarle la lata de pintura blanca. Cinco chiquillos corrían en el pasillo del siguiente piso y gritaban "pum, pum" formando pistolas con los dedos. Laura hizo el ademán de disparar un rifle y los amenazó con matarlos a tiros de su arma imaginaria si no se apartaban. Los mocosos se quitaron de en medio sin siquiera piar.
Leonard y ella apretaron el paso para atravesar el corredor. Él llamó a la puerta de su celda familiar en cuanto arribaron. Nadie abrió. Insistieron un par de veces más hasta que una voz femenina gritó "Hold on! I'm coming" desde las profundidades de la vivienda. En buen español, eso significaba "¡Ya voy!".
Laura soltó una risilla. "Mamá de seguro está cagando", dijo entre dientes. "Que no te oiga", contestó Leo.
La puerta se abrió al cabo de unos cinco minutos o algo así. Míriam, la esposa de Leonard, tenía un gesto aterrador y la blusa y pantalón empapados. Germán estaba en la otra habitación, sentado al borde de la cama, mojado y tiritando sin más ropa que una toalla envolviéndole todo el cuerpo.
Míriam se limitó a explicar por qué tuvo que bañar por la fuerza al hermanito de Laura.
El chico se metió junto con el hijo del Sumo Sacerdote a un corral. Otro diácono los sorprendió mientras montaban en una vaca; los obligó a salir y llevó a cada niño con su respectiva madre. Ella aseguró no tener inconvenientes con las diversiones de Germán, pero tampoco quería limpiarlo cada vez que un animal se cagara encima de él. A final de cuentas, hasta Leo estuvo de acuerdo. Acabó por sermonear al niño además de prohibirle volver a jugar con ese otro mocoso.
—Bueno —dijo Míriam—, ¿y por qué regresó Laura tan pronto?
—No me lo creerás —respondió su marido.
Míriam se llevó las manos a la cadera. Su sonrisa irónica acentuó los hoyuelos de sus mejillas y mentón.
—¿En serio? —resopló con una ceja alzada— ¿Con lo que he visto los últimos diez años?
—Pues Eruwa nunca deja de sorprenderme —dijo Leonard pasando el brazo por los hombros de su mujer.
—Yo igual —terció Laura.
Los tres adultos ordenaron al mismo tiempo —y probablemente sin querer— que Germán se metiera al cuarto del fondo a vestirse. La sincronía accidental fue tan oportuna que hasta resultó graciosa. Luego, fueron directo a la chimenea en el fondo de la celda y se sentaron.
Mientras el hijo menor de Leo se ponía ropa limpia, él refirió a Míriam por qué un Ministro de Olam fue a buscarlo aquella mañana tan temprano, cómo dieron con Laura en Monterrey del año 2094, el encontronazo que tuvieron con Helyel allá y cómo éste (¿o era mejor llamarla "ésta"?) lo maldijo junto con Derek y Bert de tal forma que los volvió incapaces de lanzar conjuros.
—¿La pérdida será permanente? —quiso saber Míriam.
—No sé —respondió Leonard—. A lo mejor no, porque Liwatan dijo que tal vez podía encontrar un remedio antes de navidad. Pero quien sabe. No recuerdo que algo como esto haya pasado alguna vez en toda la historia del reino.
—A lo mejor el papá de Laudana sabe —contestó Laura.
Ese comentario causó a Leonard cierta molestia. Le sonó como burla. Pero prefirió no manifestar su enfado; quizá su hija no pretendía burlarse de él. Él a lo mejor lo percibió de ese modo porque Helyel le hirió la dignidad. En cualquier caso, lo mejor que pudo hacer fue preguntarse si acaso los demás de experimentarían una sensación parecida.
—¿Qué sabe Bastian? —dijo con toda la calma posible— ¿Si esto es permanente?
—Eso no —respondió Laura mientras movía la cabeza de lado a lado despacio—. Pero lo otro que dijiste a lo mejor sí. Es historiador, ¿o no?
—Tu papá no quiere lecciones de historia —soltó Míriam—. ¿Te has puesto a pensar que podría perder su puesto en el Cuerpo de Maestres?
—Sí, pero no es tan malo como parece —dijo Leonard con desenfado—. Tal vez Sus Majestades me transfieran a cualquier otra rama del ejército. Infantería, Logística, Guardia Urbana, la Real Armada, opciones no faltan. Pero no nos adelantemos. Liwatan cree que puede haber remedio para esto. Sólo habrá que ser muy pero que muy pacientes.
—Y eso no se te da para nada bien, querido —soltó Míriam con una risilla pícara.
Quedaban entonces poco menos de dos meses para la Natividad, como la llamaban en Soteria y sus territorios a la navidad. ¿De verdad Liwatan iba a tardar tanto en obtener una epifanía sobre como romper la maldición?
Leonard optó por no preocuparse sin motivos del asunto. Por ello, cambió enseguida el tema de conversación y dio a conocer que Laura empezó a considerar vivir en Soteria. No obstante, juzgó prudente dejar abierta la posibilidad de regresar a la Tierra. Míriam, su esposa, aseguró de forma sorpresiva que el ámbito pacífico de la abadía le gustó lo bastante como para quedarse ahí hasta cuando Dios quisiera. Desde luego, la familia Alkef no iba a residir ahí de manera definitiva. Y Leo lo aclaró pronto. Pero hasta el pequeño Germán admitió haberse hecho de un nuevo mejor amigo el cual incluso le agradaba más que los que tuvo antes. "Joel también se mudará a Soteria", dijo el niño.
El resto del día y la tarde transcurrieron tan lento que resultaba imperceptible. La sensación de atemporalidad causada por no tener prisas de ninguna clase o relojes a la mano fue —quizá— más tranquilizadora que aburrida, en especial considerando cuánto tiempo vivieron en urbes norteamericanas y mexicanas.
Leo decidió pedir a su familia cambiarse de ropa e ir a la playa cercana a la abadía. "Me hubiera gustado llevarlos a Beulen —dijo mientras atravesaban el bosque que rodeaba el monasterio—. No queda muy lejos; ahí hacen el mejor helado del mundo". Siguieron el trayecto con poca conversación más allá de preguntar si aún faltaba mucho. Pero todos pararon casi de golpe en el linde cuando se aproximaron la costa. Las olas de seguro no convencían a un surfista de meterse al agua, pero bastaban para un buen chapuzón. El mar de turquesa y la arena blanca, como hecha por millares de caracolas molidas, dejaron a la familia en silencio. De pronto, Germán arrancó a correr. Se arrodilló en el suelo y empezó a construir un pequeño castillo. O al menos trató, porque las olas barrieron con él.
Volvieron a la abadía para la hora de la cena. Nadar les abrió tanto el apetito que se bañaron casi corriendo para quitarse la arena y la sal que se les pegó en la playa. Por suerte, el comedor se hallaba en el patio junto a aquel donde se encontraba su celda familiar. Incluso Laura parecía de mejor humor y eso era mucho decir. Leo esperaba encontrarse con Aron y Rui Heker. Sin embargo, las diaconisas encargadas de servir el rancho le dieron la noticia de que sus amigos se fueron hacía poco.
Las habilidades del Maestre Aron Heker para lanzar conjuros destacaban desde hacía bastante tiempo. Incluso fueron consideradas legendarias muchos años después, durante la Era sin Maestres. Si él no sabía cómo romper la maldición que Helyel les echó, de seguro podía dar más pronto con el modo de hacerlo o encontrar indicios en el peor caso.
Los Alkef volvieron a su celda familiar luego de comer sus raciones de pescado con papas fritas y el caldo de verduras por el cual Germán canjeó la suya. Leonard cayó en un sueño denso ni bien puso la sien en la almohada. No despertó hasta la mañana siguiente, porque alguien llamaba a la puerta de forma insistente y molesta. Se levantó y, a juzgar por la luz que se colaba desde el ventanuco, eran como las seis de la mañana. Míriam también despertó. Pero ella prefirió pedir que él fuese a atender. "Diles que no jodan tan temprano", dijo ella en español quizá con la esperanza de que nadie entendiera sus palabrotas. A final de cuentas, resultaba que el Sumo Sacerdote Húsar fue quien había estado tocando todo el rato.
—Buenos días, su excelencia —dijo Leonard amodorrado—. El entrenamiento comienza a las ocho.
—Lamento la molestia —contestó el Sacerdote Húsar—. Liwatan quiere reunirse con todo el Cuerpo. Ahora.
—Caray, no lo esperaba tan rápido. ¿En dónde?
—En la arena de entrenamiento junto al Patio Sur.
Leo se vistió aprisa con la camisa blanca, gabardina de cuero negra, pantalones y corbata del mismo color de su uniforme. Tardó en hallar las botas de campaña. Pero se las calzó sin atar los cordones tan pronto dio con ellas y corrió desde la celda hasta el Patio Sur. El sitio acordado para aquella reunión se hallaba detrás de un vivero y el graderío de piedra que solía rodear todas las arenas de entrenamiento en la Abadía de Blizstrahl. Tal como dijo Húsar, Liwatan reunió a todo el Cuerpo de Maestres. Su Majestad el rey Derek Stoesel, Aron Heker, Bastian Gütermann, Jarno Krensher, incluso Erik Bellido estaban de pie alrededor del monolito para prácticas de conjuros. Humberto y Lizet, su hermana, también habían sido requeridos.
—Perdón la tardanza —dijo Leonard con cuidado de que no notaran que estaba por quedar sin aliento.
—Al contrario —respondió Liwatan—. Llegas justo a tiempo.
El Ministro había recibido la iluminación antes de lo prometido. Aunque no fue lo que Leo esperaba.
Liwatan devolvió las armas sagradas a sus dueños. Según él, no quedaron malditas. Pero dijo que aprendió cuatro conjuros con los cuales podía romper la maldición. Sin embargo, advirtió a los afectados que Olam no dio instrucciones para lanzarlos aparte de averiguar cuál debía usarse con cada uno.
—Prácticamente, tienes que adivinar —sentenció el rey Derek.
—No —contestó Liwatan—. Cada conjuro manifiesta señales para mostrar con quién es compatible.
Enseguida, pidió que Leonard, Bert, Jarno y Derek hicieran una fila para entregar las espadas y destrales. Luego, ordenó a los demás cogerse de las manos y recitar un conjuro como quisieran. Podían susurrarlo, gritarlo o sólo hablar. Y así lo hicieron. Repetían sin parar "Oish Misig Arewa" de diferentes maneras. Eso significaba algo así como "déjame ver la verdad" en los dialectos Común y Bajo del Rúnico.
Liwatan se sacó del hábito un pequeño frasco de ceniza; introdujo un dedo en él y dibujó una cruz en la frente de Derek, que era el primero en fila. "Miwa", recitó el Ministro. Luego, ordenó a Su Majestad que hiciese levitar el monolito —lo cual era el primer ejercicio al que los aspirantes a Maestres enfrentaban—, pero nada sucedió. De inmediato recitaron algo distinto —Orishn— con el mismo e infeliz resultado. El tercer intento fue similar al anterior, pero ahora consistía en una frase dicha tan rápido que resultaba ininteligible; la voz le sonó como de ardilla, igual que un casete reproducido a máxima velocidad. Era obvio que un humano nunca lo pronunciaría. El último conjuro sólo debía repetirse al oído del maldito. Sin embargo, el rey no se recuperó. Jarno Krensher terminó quejándose de una jaqueca tan intensa que no soportaba ver luces. Leonard sentía el ano como si padeciese el peor caso hemorroides del mundo. Y la piedra siguió pegada tercamente al suelo.
Para cuando llegó el turno de Bert, los cenobitas volvían del Templo Principal tras las oraciones matutinas. Los resultados pintaban igual que con Su Majestad y los otros Maestres. No obstante, la cosa parecía haber cambiado en el punto cuando Liwatan recitó en la oreja del Viajero del Tiempo.
—¿Te sientes diferente? —quiso saber el Ministro.
—Me arde el pecho —respondió Bert—, en la parte donde tengo tatuado el Sello de Olam.
—Parece buena señal. Anda, intenta hacer levitar el monolito.
Bert se plantó delante de la piedra. Recitó el conjuro de levitación "Ahosbam" con claridad y hasta levantó su única mano para enfatizar la orden. Esta vez, la piedra voló en pedazos como si tuviera una carga de dinamita. El estallido lanzó a los presentes de espaldas e hizo que Liwatan se cayera de culo.
Leonard se levantó a duras penas. La onda expansiva y los fragmentos de roca lo golpearon en la cabeza y todo el cuerpo. Se sentía como arrollado.
El entrenamiento en doctrina militar de Bert y el sacerdote Húsar debió posponerse porque Liwatan pasó el resto del día curando a todos los participantes de aquel estúpido ritual. Y más o menos así transcurrió aquella semana. Los conjuros fallaban y el Ministro debía pasar horas enmendando sus errores. Repitieron el acto a la mañana siguiente, pero ahora todos acabaron cubiertos de ronchas; repitieron el acto a la mañana siguiente de esa, pero ahora todos acabaron vomitando sanguijuelas; todavía repitieron el acto a la mañana siguiente, pero ahora todos acabaron ciegos hasta el anochecer.
La última vez Liwatan tuvo que rogar a los Maestres para tratar de nuevo. Y, si bien los convenció, la situación varió un poco. Claro que el ritual falló de nuevo (para sorpresa de nadie) aunque esta vez hubo sólo una víctima. La cabeza del Ministro dio un giro de ciento ochenta grados y no faltó quién considerase aquel accidente tanto gracioso como compensatorio.
Esa noche, Leonard por fin coincidió en el comedor con Aron Heker y la familia del susodicho.
Los Alkef y los Heker se sentaron en una mesa delante de un mural que representaba a Jesús orando arrodillado en Getsemaní. La algarabía de los demás comensales contrastaba con la angustia de la pintura y la seriedad de las diaconisas robustas encargadas de servir la cena. De hecho, las esposas de ambos Maestres pasaron un buen rato chismorreando del noviazgo de Laudana. Y hasta Laura se les unió sólo por ser amiga de la otra chica, además de conocer de primera mano los detalles del chisme. Ushio, la hija de los Heker fue la única en permanecer seria. Incluso parecía aburrida por momentos. Los religiosos en la mesa de al lado festejaban —de manera bastante ruidosa— un triunfo deportivo; pero Leonard no pudo enterarse de en qué juego ganaron. Germán, su hijo menor, apenas si tocó la comida antes de pedir permiso para irse a jugar con su amigo Joel. Seguramente pasar el rato con el otro chiquillo era pretexto para no comer la desabrida crema de habas.
En algún momento de la cena —mientras las mujeres opinaban de manualidades—, Aron Heker mencionó tener una teoría del porqué habían fallado los conjuros de Liwatan.
—Todo es culpa de la ceniza que usa como catalizador —aseguró Aron muy serio.
—¿Cómo? —respondió Leonard— ¿Crees que Olam no le dijo cuánta usar?
—Pues a lo mejor sí. Me he fijado en que siempre les unta la misma cantidad en la frente. Pero sospecho que no está usando el tipo de ceniza correcto.
—Yo sospechaba más de la pronunciación; pero lo del catalizador también tiene sentido. Quizá potencia demasiado los conjuros.
—O muy poco —agregó Aron.
—Mejor pregúntale mañana. No estoy seguro de qué tipo sea. Pero a mí me pareció volcánica.
—Seguramente porque son cenizas de Sodoma y Gomorra.
Ahora Leonard comprendía mejor cómo su colega llegó a esas conclusiones.
Olam hizo llover fuego sobre Sodoma y Gomorra en la antigüedad hasta no dejar más que un valle árido, repleto de ceniza hasta el horizonte. En consecuencia, dichos restos quedaron embebidos de gloria y poder divinos. Se ignora cuándo los Ministros y otros principados descubrieron esa peculiaridad y empezaron a usarla para potenciar sus encantamientos; no obstante, decidieron recoger lo que quedaba de ambas ciudades pocas décadas antes del Éxodo de los israelitas. Leonard no era tan aficionado a la Historia como otros Maestres. Pero conocía suficientes detalles relevantes para su cargo y rango militar.
—¿Se le habrá ocurrido a Liwatan lo mismo que a ti? —prosiguió él.
—¡Quién sabe! —dijo Aron encogiéndose de hombros.
Ushio, su hija, interrumpió la conversación para pedir permiso de que Laura le enseñase a dibujar. A final de cuentas, acordaron comenzar las lecciones al día siguiente.
Las familias terminaron de cenar y, tras despedirse, Leo y Aron decidieron impedir que Liwatan lanzase un solo conjuro con el mismo catalizador. Y así lo hicieron. Por la mañana, el Cuerpo de Maestres volvió a reunirse en la arena de entrenamiento del Patio Sur. Pero el Ministro no apareció sino hasta pasadas las ocho, cuando empezaban a discutir si marcharse o esperar otro poco.
—Ahora ya sé qué está mal —anunció.
—¿Estás usando cenizas de Sodoma y Gomorra? —pidió saber Leonard.
—¿De qué otras si no? —confirmó el Ministro.
—¿Cuáles vas a usar ahora? —terció Aron de manera apresurada.
—Las mismas —respondió Liwatan—. ¿Por qué debería cambiarlas?
Aron resultó bastante didáctico al momento de exponer las falencias del trabajo que el Ministro había hecho hasta entonces. No tardó en convencerlo de recoger un poco de ceniza de abeto en la cocina más cercana. Pero nadie parecía dispuesto a prestarse para ese experimento. Incluso Bert, quien solía participar con más entusiasmo, ahora se mostró cauto.
—Hazlo conmigo —dijo Leonard—. Total, nadie me extrañará si vuelo en pedazos.
—Muy bien —respondió Liwatan—, ya sabes la rutina.
El Ministro untó la ceniza en la frente de Leonard. Luego, le ordenó probar de nuevo hacer levitar el monolito de prácticas. El primer intento no surtió efecto. Leo pudo sentir de inmediato que su recitación fue tan efectiva como hablarle a un muro. Luego, probaron recitar el segundo conjuro de los proporcionados Olam. Luego, fueron a por el tercero. Nada. No fue sino hasta el último intento que la piedra de cientos de kilos flotó cual pluma a unos treinta centímetros del suelo, sin salir disparada o estallar o caer de nuevo.
—Mueve la piedra despacio —dijo Liwatan.
Leonard dirigió el monolito tan lento como pudo, haciéndolo levitar unos centímetros hacia él cada tanto. No obstante, llegó un instante en el cual fue incapaz de continuar. La roca se desplomó en las orillas del círculo de arena que la rodeaba. El Maestre intentó la levitación un par de veces más. Y si bien el pedrusco se balanceaba o sacudía en respuesta, no pasaba nada más. Cada intento le hacía sentirse como si se hubiera quedado sin aliento luego de correr a todo vapor.
—No puedo más —dijo Leo serio.
—Así está bien —contestó Liwatan—. No te fuerces. Tardarás unos días en recuperarte por completo.
—Entonces, ¿la maldición está rota?
Liwatan asintió con la cabeza. Los demás aplaudieron por un instante.
—Bueno —dijo Leonard—, ¿y qué pasará con Helyel?
—Tiene otros asuntos de qué preocuparse. Y Olam decidió permitir que se entretenga en ellos.
Derek, Jarno y Bert se pusieron en fila delante del Ministro para recibir el tratamiento prescrito contra la maldición. Mientras tanto Leonard fue a sentarse un rato hasta el graderío que rodeaba la arena. Recitar tantos conjuros de carrerilla lo cansó. Pero fue un cansancio satisfactorio. Más satisfactorio aún cuando apretó discretamente la empuñadura de Semesh, su espada sagrada, y pudo oírla hablar de nuevo en sus pensamientos.
—Es bueno recuperar el vínculo, ¿no crees? —aseguró el arma.
—¿Sabes qué nos hizo Helyel?
Semesh explicó, en muy resumidas cuentas, que la maldición lanzada por Helyel contra los Maestres en Monterrey rompió los vínculos entre ellos y sus espadas sagradas desde el cerebro. Por ello, la pérdida de la capacidad para lanzar conjuros era permanente.
—Zikri y Atael acudieron ante Olam y Él los sanó en el mismo rato —prosiguió Semesh—. En el caso de ustedes, optó por dar el remedio a Liwatan y encomendarle la tarea de aplicarlo.
—Perdón que diga esto —replicó Leonard—, pero Liwatan ya nos había explicado por qué tuvo que hacerlo él.
Leo juzgó comprensibles as acciones de Olam sin pensárselo mucho. Si los Maestres se apersonaban ante Él, hubieran muerto con solo mirarlo directamente; si Él descendía del Cielo a Eruwa, entonces ocurriría lo mismo a todos los habitantes del mundo.
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