BELLEZA LETAL
A Leonard no le importó que le cerraron la puerta de aquel apartamento en la cara. Corrió hacia las escaleras y bajó a zancadas hasta el piso veintinueve. Ahí encontró a sus compañeros, frente a frente contra dos agentes enmascarados como los presidentes George Bush y Bill Clinton.
—Si yo fuera ustedes —dijo el rey Derek—, bajaría las armas ahora.
—Somos más —secundó Jarno Krensher—. No les conviene.
Bert empuñaba sus destrales. Parecía listo para lanzarlas o cortar con ellas a sus atacantes. Sare se mantenía quieto mientras que Atael desenfundaba su arma sagrada: una daga que se veía como un abrecartas en su manaza.
Leo iba a agazaparse en el rellano para atacar por sorpresa cuando fuera oportuno. Pero el falso Bush lo descubrió y apuntó una de sus Desert Eagle contra él. En ese instante Zikri, aquel Ministro cuyo aspecto recordaba a una raíz de mandrágora, se abrió paso entre los dos humanos y dio unos pasos adelante. Bill Clinton abrió fuego. De seguro no contaba con que el proyectil sería interceptado al vuelo, enredado por una larga raíz que salió del hábito negro de su blanco.
—Atención, Yorktown —dijo el agente con la máscara de Bush—, solicitamos refuerzos en Verdún...
—¡Inkur! —recitó Zikri.
Los dos agentes se tiraron al piso ni bien se pronunció el conjuro. Clinton rodaba de un lado al otro a la vez que trataba de quitarse el traje y la corbata. Bush intentaba arrancarse la ropa con las uñas mientras gritaba "¡Quítenmelas!" de forma dolorosa. Leonard reconoció al momento aquel conjuro. Lo habían usado cuando él y Bert viajaron a Querétaro un par de meses antes para rescatar a la hermana de éste. La recitación provocaba alucinaciones tan vívidas que resultaba imposible distinguirlas de la realidad.
Atael enfundó su arma sagrada de nuevo. A toda prisa juntó los índices y pulgares de uno de sus pares de manos para formar un triángulo y miró el techo a través de él. Caminó rápido hasta detenerse en la puerta del apartamento ciento quince.
—No hay tiempo —dijo—. Yo traeré a Laura.
Sacó su segundo par de brazos e hizo el ademán de rasgar un lienzo de tela sobre su cabeza. Con eso bastó para abrir un portal bajo el apartamento al cual Leonard subió un rato antes.
Laura estaba segura de que su papá había venido por ella. Reconocería su voz donde fuera. Pero Eduardo no lo dejó entrar al apartamento.
—¿Cómo es tu papá? —quiso saber él.
—Es alto, tiene bigote, el cabello cano y le falta un pedazo de la oreja derecha —dijo Laura.
—Entonces sí era él...
Laura estuvo a punto de soltarle un bofetón. ¿Cómo se atrevían a dejarlo afuera a pesar de que ella confirmó su filiación hacía menos de un minuto? Sin embargo, no tuvo tiempo de actuar. El suelo se abrió bajo sus pies como una trampilla y cayó al piso inferior. La sorpresa fue tal que soltó un chillido y apretó lo ojos mientras caía. Alguien la atrapó y puso en el suelo con delicadeza. Ella no vio quien la sostuvo hasta que sintió cómo la cargaban. Era Atael. Ese Ministro había sido quien le concedió acceso a la versión de la Tierra donde Bert vivía. De seguro también él mismo la sacó del apartamento.
Laura recibió un breve pero fuerte abrazo de su papá ni bien estuvieron frente a frente.
Él no vino solo. Su Majestad el rey lo acompañaba junto con otro Maestre de cabello verde cuyo nombre ella olvidó y Bert... a quien, por cierto, le sentaba muy bien el uniforme del Cuerpo de Maestres. Los Ministros Sare y Zikri también acudieron.
El panel del ascensor frente a ellos indicaba que alguien subía en esos momentos.
—¿Puedes abrir otro portal? —quiso saber el rey Derek.
—Ahora nos vamos —informó Atael con un tono de voz tranquilizador.
Él juntó sus cuatro manos delante de sí y arañó el aire. Luego, repitió el ademán dos o tres veces más.
—¿Qué sucede ahora? —soltó Bert.
—Algo muy malo —respondió Atael—. No puedo abrir el portal.
—Todos pónganse en guardia —ordenó Sare—. Zikri, protege a Laura.
El Ministro de jengibre se quitó el hábito y pidió a Laura ponérselo. "Puedes huir si quieres —dijo éste—, pero no te lo quites por nada del mundo". Su cuerpo recordaba al de un culturista desnudo, con músculos perfectamente definidos, aunque no dejaba de parecer un tubérculo gigantesco. El pecho sin tetillas y entrepierna carente de genitales dejaban en claro que, si bien era un ser viviente, su anatomía era distinta a la de los humanos.
El ascensor se abrió despacio, de un modo casi teatral. Laura se ocultó en las escaleras y sólo se asomaba lo necesario para saber si debía escaparse de ahí. Quizá el hábito de Zikri funcionaba como la capa de invisibilidad de Harry Potter y por eso se lo dieron.
Como sea, lo primero que saltó fuera del ascensor fue una suerte de tigre robótico. Brincó encima de Bert, pero él se hizo a un lado con agilidad felina y decapitó al animal mecánico con un golpe cruzado de sus hachas. De pronto, una fuerza invisible lo lanzó por los aires sin darle oportunidad de voltear. Cayó encima del padre de Laura y el Maestre del cabello verde. Los tres rodaron un par de metros.
Laura oyó claramente una risa femenina. Pero no veía a nadie más. En ese momento, decidió huir escaleras arriba y meterse de vuelta al apartamento de Eduardo. Corrió tan rápido como sus piernas aguantaban. Al llegar a la puerta de la vivienda, quiso golpearla con ambas manos para que le abrieran. No tuvo mejor idea. Lo intentó. Sin embargo, por poco se fue de bruces hacia adentro, como si no tuviese nada delante. Se quedó quieta un momento. Sandra y Eduardo discutían por su desaparición; quién sabe si desde que sucedió.
—¡Claro que Bert no se la llevó! —dijo Sandra— ¡Sabes bien que no está aquí!
—Pero el Dispositivo puede activarse a control remoto —contraatacó Eduardo.
—¿¡Y cómo se supone que lo Bert activaría sin estar en este mundo!?
La discusión parecía inacabable, con argumentos yendo y viniendo y, encima, no parecían haber notado que Laura casi tropezaba con ellos. Mucho menos que Bert estaba en el piso inferior. Hasta parecían casados.
—¡Anda la osa! —murmuró Laura para sí.
Al parecer, el hábito de Zikri no sólo te volvía invisible; también inaudible e intangible. Le ganaba a la capa de Harry Potter por mucho.
Leonard consiguió ponerse en pie deprisa. Aún estaba un poco mareado por haber rodado tan fuerte. Bert y Jarno se ayudaron uno al otro mientras que Zikri lo hacía con Derek.
—¡Da la cara! —exigió Sare— ¡Siempre has sido cobarde...!
—Por esto los peones siempre avanzan primero —contestó una voz femenina en el aire.
La armadura de Sare voló en pedazos sin dejar nada más que humo y pedazos de hojalata sucia. Hizo el ruido de un petardo al estallar dentro de un contenedor de basura. Como Ministro de Olam, era inmortal; y por ello ese ataque sólo le hizo perder la forma física... además de imposibilitarle manifestarse de manera corporal por algunos días.
Leonard pudo distinguir la silueta curvilínea de una mujer entre el humo del estallido. La humareda se disipó luego de un momento para revelar a quién parecía haber derrotado a Sare. En efecto, fue una joven de veintitantos con cabellera de oro hasta su cintura definida a la perfección. Ella vestía una entallada minifalda negra con pantimedias a juego y una blusa de olanes blanca. Era como el estereotipo de la profesora guapa.
El rey Derek estaba boquiabierto; tal vez más por el asombroso parecido de ella con la difunta reina Sofía I que por semejante belleza letal ante ellos.
—Hola, Derek —dijo Helyel con un deje melancólico y burlón—. Me recuerdas, ¿no es así?
Leonard y él pusieron la guardia en alto. Bert y Jarno los imitaron. Uno lanzó tajos con sus destrales mientras que el otro hizo brotar troncos pelados del techo que salieron disparados como proyectiles contra Helyel. Y éste no solo esquivó con facilidad las ondas de energía luminosa que Humberto le arrojó con sus hachuelas; incluso no parecía lastimado después de que el ataque de Jarno Krensher le rasgó la blusa.
—Espera el ataque de Bert —Oyó Leonard que avisó su espada sagrada.
Sin embargo, Leo no tuvo tiempo de preguntar a su arma mentalmente cuándo iba a pasar. Antes de siquiera pudiese plantearse nada más, Zikri, Atael, Su Majestad, él mismo y sus compañeros Maestres, doblaron las rodillas ante Helyel. Ocurrió sin más. Debía poseer un poder inmenso y brutal si Ministros de alta jerarquía terminaron arrodillados.
—No se levantarán hasta que yo quiera —informó Helyel—. Mi dulce voz será lo último que estos mortales oirán antes de que los aniquile
Luego se acercó a Atael, quien apretaba los dientes como si hiciese un esfuerzo por levantarse.
—En cuanto a ustedes, mis queridos ex hermanos —prosiguió—, tal vez les evite una eternidad de tormentos. Sólo deben adorarme.
—¡Nunca! —respondió Zikri.
—¿Qué hay de ustedes, miserables humanos? —dijo Helyel— ¿Quieren acabar como esos enmascarados?
Leonard no había reparado hasta entonces en los cadáveres ensangrentados de los agentes Bush y Clinton. Los dos cuerpos yacían retorcidos y perforados hasta la coronilla por la metralla arrojada en la explosión de hacía un rato.
—Les aseguro que la muerte es el fin para ustedes, queridos humanos —dijo Helyel—. En treinta años nadie sabrá que existieron. Sírvanme y yo cambiaré todo.
—Por una eternidad de tormentos —agregó Atael—. Como si no lo supiéramos.
Helyel lo lanzó hasta el otro extremo del corredor con un puntapié. El eco de sirenas empezaba a resonar desde las calles aledañas al edificio.
—Mis Legionarios han derrotado a esos Ministros que trajo Sare —informó—. La policía pronto estará aquí; también los refuerzos de los agentes. Únanse a mí, entréguenme La Nada y los volveré dioses.
—Helyel es más poderoso de lo que esperaba —dijo Semesh, la espada sagrada de Leonard, con su voz audible sólo para él— aunque todavía está débil. Mantenlo entretenido. Derek y Bert harán lo mismo.
—¿Cómo sabemos que cumplirás? —terció Bert— ¿No se supone que eres el padre de mentira?
—¡Las Escrituras dicen que has sido mentiroso desde siempre! —arremetió Derek— ¡No nos engañas!
—Sucot, encárgate de Sare —ordenó Helyel aparentemente a nadie—. Este insolente es mío.
De pronto, Leonard y sus compañeros estaban de nuevo en pie. Pero aquello se sentía como tener los tobillos y muñecas atados con cuerdas y los hubiesen obligado a levantarse tirando de ellas. Helyel los convirtió en títeres con algún conjuro que no necesitó pronunciar. Sare y Sucot —ambos sin forma física— de seguro peleaban en aquel preciso momento; los golpes que daban contra el suelo, puertas de otros apartamentos o muros resonaban por el corredor. De hecho, pedazos del enlucido y trozos de loseta volaban cada cuando.
Helyel se acercó a Bert y le miró de arriba abajo. Luego, le apretó el cuello con una delicada mano cuyas uñas crecieron de golpe hasta volverse garras. Incluso logró alzarlo y mantenerlo en alto un par de centímetros del suelo e hizo lo mismo con Derek.
—¡Escúchame bien, mala imitación de Karate Kid! —dijo Helyel con el rostro convertido en una máscara furiosa—. Tu mente es un libro abierto para mí y yo sé que sirves a Olam sólo porque casi te mató. Yo, a diferencia de Él, no seré tan piadoso si rehúsas servirme —Luego, se dirigió a Derek—. Lo mismo va para ti —comenzó a estrangularlo—. En el fondo, eres como yo. Te parece cuestionable que Olam ocultara La Nada en Soteria a sabiendas de que muchos iban a morir por protegerla.
Leonard pudo sentir cómo las ataduras invisibles caían de sus manos y pies. ¡El conjuro que los mantenía inmóviles se había debilitado!
Bert soltó un tajo con sus una de destrales a la cara de Helyel. Pero éste lo arrojó contra el muro a su derecha antes de recibir el golpe y lanzó a Derek al lado contrario. Su Majestad se aferró al brazo. Leonard entonces recitó "¡Sertra!" a voz en cuello al mismo tiempo que apuntaba su espada contra su oponente. La esfera de energía que salió disparada de la punta de la hoja dio en el blanco e hizo trastabillar al enemigo. El rey de Soteria se soltó, aunque quien sabe si por la fuerza del impacto. Jarno Krensher también intentó atraparlo invocando enredaderas con su arma sagrada. Se notó de inmediato pues él mismo quedó atrapado entre las plantas. Al parecer, lo contraatacaron con su propio conjuro.
El Maestre Alkef repitió el conjuro tres veces más en sucesión rápida. Sin embargo, Helyel hizo rebotar los disparos a manotazos y —en lugar de herirle— dieron contra Atael y Zikri, que justo en ese momento iban a rematar con un encantamiento lanzado de manera simultánea.
Los Ministros cayeron de bruces. Sus cuerpos desprendían humo y olor a hierba quemada. De hecho, el brazo izquierdo de Zikri y la pierna del mismo lado fueron arrancados de cuajo; pequeñas raíces empezaron a brotar de los muñones y a extenderse rápidamente hacia donde quedaron tiradas sus extremidades. Por otro lado, el cuerpo de Atael empezó a desprender cientos de lucecillas.
Una chica con un enorme peinado afro se asomó al corredor desde su apartamento. Ella de seguro no contaba con que la última esfera del conjuro Sertra, recitado por Leonard, pasaría a escasos centímetros de su cabeza. La energía le quemó el cabello e hizo un agujero del tamaño de un balón de baloncesto en la puerta. Aquel ataque y el estrépito de vidrios rotos y otros cacharros inidentificables cayendo la obligaron a meterse de nuevo.
Helyel no parecía haberse percatado del hilo de sangre que colgaba de su labio inferior... hasta que hizo un gesto de desagrado y repasó el índice izquierdo por la comisura de la boca. Contempló por un instante lo que había en las yemas de sus dedos.
—Esta me la pagan —dijo amenazante.
Leonard se dio cuenta entonces de lo que acababa de pasar. Supuso que Derek tal vez recordó que Helyel se volvía vulnerable si hacías circular una pequeñísima corriente eléctrica por su cuerpo. Quizá sus dedos como los electrodos de una pistola Taser antes de que lo arrojaran la primera vez.
Leo ahora no sabía si alegrarse por el hallazgo o preocuparse de la amenaza.
Laura estuvo a punto de quitarse el hábito que aquel Ministro de Olam le dio. Quería dar un buen susto a Sandra y Eduardo. Pero desistió al recordar la petición de dejárselo puesto sin importar las circunstancias. Las pocas experiencias que ella tuvo en toda su vida con cosas místicas le enseñaron a tomarse muy en serio las advertencias de los ángeles. En cualquier caso, le parecía divertido ver a esos dos discutir como recién casados. Eso al menos le serviría para desquitarse de la reina del sarcasmo cuando todo pasara. Claro, si es que no volvía a Soteria con su padre.
Sandra caminaba de un lado al otro mientras Eduardo se metía la pistola bajo la pretina del pantalón.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Sandra— Esa pendejita era mi responsabilidad; si se la pierdo, no me pagan.
—Pues es tu bronca —respondió Eduardo levantando ambas manos—. Quién te manda hacer de niñera.
Luego, Sandra le acercó de una zancada y lo golpeó con la mano cerrada en el antebrazo.
—¡No te laves las manos, Pilato! —se quejó— Si la traje acá, es porque los enmascarados son tus amigos...
—Vamos aclarando algo —replicó él— Se fiaron de mí por darles lo que querían; no por eso somos amigos.
—Lo que seeea —dijo Sandra alargando la frase sin necesidad—. Me importa madres. El chiste es que, si te salvaron de los Cosechadores una vez, de seguro también los convencerás de decirte a dónde la llevaron.
—¡Ya quisieras!
De pronto, un estallido en el piso veintinueve los hizo cerrar la boca de una vez. Permanecieron así durante un interminable momento. Se miraron el uno al otro. Quizá les daba curiosidad el ruido. Pero, tal vez por sentido común, permanecieron dentro del apartamento.
—¡Cállense, que no dejan dormir! —protestó don Pepe, el abuelito de Eduardo, a gritos desde su recámara y a propósito de nada.
Sandra se acercó todavía más a Eduardo, hasta casi pisarle los pies.
—¿Oíste? —dijo entre dientes— ¡Se están matando allá abajo!
Laura quería quitarse el hábito para dejarse ver porque la discusión empezaba a cansarla. No obstante, las palabras de Zikri aún resonaban en su cabeza. Vete a saber qué iba a pasar si se despojaba de la prenda. En todo caso, concibió una idea al notar la lavandería entreabierta a sus espaldas. Resultaba tan útil como curioso que ese apartamento la tuviera junto a la entrada. Se coló deprisa —aprovechando poder atravesar objetos sólidos— y dio un vistazo en busca de detergente en polvo. Quería esparcir un poco en el suelo, escribir "estoy bien" con el dedo y hacer ruido para que esos dos viniesen a ver el mensaje. No había cerca de la lavadora. Luego, abrió una estantería enfrente del electrodoméstico. Sólo encontró algunas botellas plásticas: blanqueador, almidón, preservante de colores, removedor de grasa. Ninguno de esos líquidos servía.
La discusión de Sandra y Eduardo cambió de asunto mientras Laura rebuscaba sin hacer ruido. Decidieron escabullirse del edificio en algún momento que ella no notó. "La buscaremos cuando se calme este rollo", aconsejó Eduardo. Querían bajar por el ducto de emergencia (fuera lo que eso fuera) adosado al balcón. Pero no se ponían de acuerdo en quién haría bajar a don Pepe.
—Ojalá que no la hallemos muerta —replicó Sandra—. Ay, no. ¿Dónde está la policía cuando la necesitas?
Laura recordó entonces que Zikri le ordenó dejarse puesto el hábito en todo momento. Pero no dijo nada acerca de hablar o hacer ruidos.
Leonard estaba listo para escuchar esa voz de Semesh, su espada sagrada, que sólo él podía oír. Su vínculo con el arma se había vuelto más fuerte desde la invasión arriana a Soteria. Pero ahora hasta podía jurar que juntos eran imbatibles; prácticamente no importaba quién era el enemigo de turno.
—Helyel está mucho más débil de lo que esperaba —informó Semesh directo al pensamiento de Leonard.
—Deberíamos aprovechar —respondió él del mismo modo.
—Aún así es un oponente formidable. No lo subestimes.
Leo creyó ver que Helyel llenaba los pulmones con rapidez. Intuía para qué. Pero confirmó la sospecha al oír que Semesh le ordenó tirarse de espaldas al suelo ya. Bert y Derek no se habían levantado desde que los arrojaron. Tal vez recibieron la misma indicación de sus armas sagradas o continuaban inconscientes.
Helyel movía la cabeza de lado a lado mientras soplaba una lengua de fuego tan larga que alcanzó a Zikri y Atael e incluso desconchó la pintura de los muros desde el ascensor hasta las escaleras. Las alarmas contra incendio empezaron a repicar. De seguro el ataque iba dirigido a sus oponentes mortales, pues los dos Ministros que aún conservaban forma física se pusieron en pie. Estaban envueltos en llamas. Y, aun así, fueron capaces de lanzar un contraataque. Uno abrió un pequeño portal delante de sí y el otro introdujo un brazo. De esa forma, sujetaron por el cuello al demonio. La blusa se incendió al contacto y quedó con el busto al descubierto en segundos.
Las enredaderas que ataban a Jarno Krensher ardieron. Gracias a Olam, él no sufrió daño y aprovechó para librarse dando tajos con su espada. Bert se levantó despacio, apretándose las costillas del lado derecho con gesto doloroso. El rey Derek, por su parte, lo hizo con rapidez. Dio un par de zancadas para acercarse a donde Helyel.
—Terminemos con esto —dijo Derek muy serio—. Bert, Jarno, ayúdenme. Denle directo al corazón.
—¡Púdranse! —escupió Helyel.
Fue raro. ¿Qué ganaba insultándolos?
Leonard se acercó hasta Helyel para tratar de cogerla por uno de sus brazos. Eran tan delicados y femeninos como los de cualquier modelo de lencería, pero seguramente más fuertes que los de un competidor de Halterofilia. Bastó que diese un manotazo y rozase al Maestre con los dedos para hacerle trastabillar. Quien intentase sujetarla era repelido a puntapiés capaces de mandarte a volar un par de metros o arañazos que podían desprender carne de un tirón.
Jarno lanzó de nuevo el conjuro de las enredaderas que, para variar, funcionó. Aunque no por mucho. Las plantas empezaron a arder por el fuego del brazo con que Zikri sostenía a Helyel.
—¡Cuidado! —advirtió Semesh a su dueño.
Helyel aspiró para llenarse los pulmones y, de un soplido veloz, prendió fuego a los pantalones de Leonard. Luego, trató de quemar a los otros Maestres. Zikri optó por alargar aún más la raíz que metió por el portal que Atael había abierto rato antes. Así consiguió tapar la boca a Helyel.
Lo que sucedió después ocurrió demasiado rápido. O quizá eso le pareció a Leo mientras rodaba en el suelo para apagar y quitarse la ropa incendiada.
—¡Derek! —gritó Zikri desde donde estaba— ¡Si vas a hacerlo, hazlo ahora!
Su Majestad se acercó la a rubia que servía de forma física a satán, lucifer, Alvar Núñez Cabeza de Vaca o como quisieras llamarla. De pronto, ésta estiró los brazos hacia adelante con brusquedad, como si alguien invisible la hubiera cogido por las muñecas a la fuerza. Parecía que Sare finalmente derrotó al Legionario con el cual peleaba hacía rato y acababa de volver. Lástima que nadie podía verlo mientras careciera de cuerpo. Quizá ahora hacía un esfuerzo enorme para sujetar —aún sin tener forma física— a un clon humano.
Bert se acercó a Helyel, sosteniendo sus destrales en alto, listo para rematarla de un hachazo. Leo también, dispuesto a clavar la hoja de Semesh en el corazón enemigo.
—¡Anwar! —recitó Helyel en un tono desesperado.
El portal por el cual Zikri metió el brazo para sujetarlo se cerró de golpe. La extremidad cercenada del Ministro cayó sobre el torso desnudo de Helyel. Leonard se dispuso a lanzar un conjuro para el contraataque. "¡Butra!", soltó a la vez que empuñaba a Semesh con ambas manos. Aquello debía provocar una implosión en el área alrededor de su objetivo. Sin embargo, fue tan efectivo como jugar espaditas con un palo de escoba. No ocurrió nada.
—A toda velocidad —soltó Helyel antes de desaparecer de su vista.
Jarno y Bert soltaron el mismo encantamiento para moverse más rápido que la luz y darle alcance. Tras un instante en silencio, se miraron uno al otro con el entrecejo fruncido y un gesto a medio camino entre la sorpresa y el espanto.
—¿Qué está pasando? —preguntó Leo a Semesh, su espada, con el pensamiento.
Nada. Fue como sólo haber pensado en la cena de aquel día.
Una luz cegadora resplandeció a sus espaldas por un instante. Supuso que Olam envió a otro de sus Ministros para rescatarlos. Pero no pudo ver quién vino. Era casi como mirar directo al sol. Sus compañeros humanos —Derek, Bert y Jarno— se cubrieron los ojos hasta que desapareció el resplandor. Una vez que los ojos de Leonard se acostumbraron de nuevo, pudo ver de quién se trataba. Una figura humanoide de más de dos metros, embutida en un hábito negro, apareció ante ellos. Liwatan por fin había vuelto de donde sea que andaba.
—Leonard, trae a tu hija —ordenó—. Nos iremos inmediatamente.
—¿Dónde está? —replicó el aludido.
—En el piso de arriba, donde la hallaste hace rato.
Leonard corrió hacia las escaleras y subió los peldaños de dos en dos. No importaba si el propietario volvía a salir armado, él también tenía un arma. Por desgracia, alcanzó a oír malas noticias mientras subía. Liwatan sabía lo que acababa de suceder un rato antes y no sólo eso, reveló la causa por la cual no pudieron lanzar conjuros desde que Helyel huyó.
—¡No puedo creerlo! —se quejó Atael con su vocecilla aflautada— ¡Helyel nos maldijo!
—Evidentemente, lo subestimamos —terció Derek—. No estaba tan débil como nos informaron.
—Majestad, los informes eran ciertos —intervino Liwatan—. Tiene poder para matar gente común con sólo desearlo; pero aún no puede contra Maestres. Y mucho menos contra mí. En fin, ya veremos cómo anular la maldición.
Leonard volvió a plantarse frente a la puerta del apartamento once. Llamó con un toque suave para no levantar la sospecha de los ocupantes.
Él tampoco podía creer que estaba maldito, o que hubiera podido morir en un parpadeo. Pero al menos ahora creía entender el propósito real de esa misión. El rescate de Laura era un objetivo secundario, porque el principal consistió en la corroboración del punto débil de la nueva forma física de Helyel. Y vaya que lo comprobaron.
La puerta del apartamento se entreabrió. Un ojo y la boca de una pistola asomaban por el resquicio.
—¿Dónde están los enmascarados? —exigió saber el fulano que se asomó por la abertura.
—Se han ido, pero volverán —contestó Leonard—. Ahora entrégame a Laura.
—Lo haría si supiera dónde está.
Laura llevaba un rato sentada al pie del muro de la lavandería, entre las estanterías y la lavadora. Llamar la atención de Sandra y Eduardo le había resultado casi imposible. No encontró jabón en polvo para esparcirlo en el suelo y escribir con el dedo y luego hacer ruido para llamar su atención. El detergente líquido era demasiado fluido; no le iba a servir para realizar esa idea. Hasta intentó hablar sin quitarse el hábito de Zikri. Nadie la oyó. Tratar de lanzar objetos fue inútil pues sus dedos traspasaban cualquier cosa que tocara. Era demasiado efectivo. De seguro la prenda borraba temporalmente de la existencia lo que sea que estuviese debajo.
Por suerte para ella, pudo oír desde su escondite cómo la pareja de tórtolos divorciados concluyó que no podían escaparse del apartamento juntos y cargar a don Pepe al mismo tiempo. Según ellos, el viejo era tan terco que hubiera terminado por caérseles del balcón antes de meterlo al ducto de emergencia (fuera lo que fuera esa cosa). En todo caso, ¿no les asustaba descender desde el piso treinta de una torre por el lado de afuera?
Alguien llamó a la puerta. Laura aguzó el oído para enterarse de quién estaba afuera. Los goznes rechinaron suavemente poco después. Ella reconoció la voz de quien estaba afuera y la de Eduardo. Supo de inmediato quién vino a buscarla. No obstante, tuvo que oírlos discutir durante un par de minutos acerca de su paradero para asegurarse lo mejor posible de que su papá estaba solo afuera.
—Ya se lo dije, su hija no está aquí —protestó Eduardo—. Llámeme loco si quiere, pero se abrió un hoyo en el piso y se la tragó. No sé a dónde fue a parar porque no puedo salir de aquí. Ni pienso hacerlo.
—Sé que volvió a tu casa —insistió Papá—. Si no vas a dejarme entrar, al menos permíteme demostrarte que sí está. ¡Hija, soy yo!
—¡Estás bien güey*!
La puerta se cerró de golpe. Eduardo mascullaba algo así como "¿qué fumó este vato?" mientras pasaba junto a la lavandería, sin mencionar los otros insultos que iba soltando en voz baja. Laura agachó la cabeza, avergonzada, al oír cómo se referían a su papá. Lo trataron como a un loco o estúpido por su culpa.
Ella se había dado cuenta del riesgo al cual se expuso aquel día por la mañana, cuando los Cosechadores intentaron eviscerarla. Sin embargo, nunca creyó que fuera necesario enviar un pelotón desde Eruwa a rescatarla. Hacía un rato aún pensaba quedarse en ese mundo hasta terminar la semana. A lo mejor era suficiente con encerrarse en casa de Sandra. De todos modos, sólo extrañaba el internet y las redes sociales; bañarse con agua tibia y tener comidas decentes tres veces al día. Ahora estaba convencida de lo contrario en todo caso. Quizá nunca volvería disfrutar de comodidades tecnológicas si se quedaba en Soteria el resto de su vida. Pero era preferible a ver morir a su padre o los Maestres que lo acompañaron... lo cual casi sucedió. Se dio cuenta de que el felino robótico que los había atacado en el piso de abajo no era arriano. Esa risa de mujer —salida de ningún lado— que ella alcanzó a oír un rato antes no tenía nada de humano.
Entonces, Laura decidió salir de la lavandería del mismo modo en que se coló: atravesando las paredes.
La experiencia de traspasar objetos sólidos fue mejor que ver una disección. Lo primero a la vista fue el interior de la lavadora, con todo y los engranajes que la movían, y luego la pared detrás. Dentro no hubo nada interesante a parte de algunos ductos plásticos coloreados de azul, amarillo, gris y verde. Quizá los colores identificaban el contenido: agua, cables eléctricos o de internet, gas o vete a saber qué. A final de cuentas, logró llegar hasta el corredor afuera del apartamento con facilidad, como si solo hubiese pasado a través de cortinas.
El padre de Laura seguía plantado delante de la puerta. La contemplaba como si no supiera para qué sirve.
—¿Y ahora? —murmuró papá con el entrecejo fruncido.
Ella se puso a sus espaldas, con cuidado de no hacer ruido, y retiró la capucha del hábito mágico de Zikri. Le resultaba tan curioso ver su cabeza flotante en mitad del aire que hasta hubiera sido divertido en otras circunstancias.
—Nos vamos —respondió antes de quitarse la prenda hechizada.
Papá se dio media vuelta, respiró hondo y la cogió por el brazo con suavidad y la condujo hacia las escaleras.
—Bien dicho —replicó él con seriedad de hielo—. Andando, que se acaba el tiempo.
—Dame un segundo, por favor —dijo Laura.
Luego, ella se acercó a la puerta y la golpeó con la mano abierta tan fuerte como pudo.
—¡Oigan! —soltó casi a gritos— ¡Sandra, Eduardo! ¡Soy Laura y ya me voy a largar de aquí! ¡Ustedes son los pendejos!
Eduardo se asomó de pronto. Sólo movió la cabeza arriba y abajo. "No regreses nunca", dijo antes de volver a cerrar de un portazo.
Luego, Laura y su papá bajaron al piso veintinueve casi corriendo y en silencio. En una de tantas, Laura tropezó con un escalón; pero papá la sostuvo justo a tiempo para evitar que rodara. Al arribar abajo, se encontraron con Su Majestad el rey y Bert y Jarno Krensher —así recordó ella que se llamaba el Maestre de cabello verde— y Liwatan. Atael y Zikri cruzaban en ese momento un portal hacia uno de los patios de la abadía de Blizstrahl. Unas sirenas ululaban en las calles, a muchos metros debajo, aunque resultada difícil distinguir si eran ambulancias o coches policiacos.
—Deprisa —dijo Liwatan—. La gente no tarda en salir de sus casas y la policía está cerca.
—¿Les asustan los policías? —quiso saber Laura extrañada.
—¡Para nada! —respondió Liwatan—. Pero a Olam le disgusta que hablemos de la existencia de Eruwa cuando estamos en la Tierra. ¿O acaso los polis se creerán así nomás lo que ha pasado aquí?
Cierto, hasta a Laura le costó entender cómo era posible la existencia del mundo de Eruwa la primera vez que oyó hablar de él. Bueno, tenía cinco o seis años por entonces, así que la dificultad no sorprendía. Más aún si el mismísimo Dios ordenó mantenerla en secreto.
En todo caso, la excusa era tan inverosímil como la belleza de Remedios, La Bella, o la de cualquier mujer nativa de Eruwa ya puestos. Liwatan y otros Ministros podían lanzar todos los conjuros que quisieran a los polis y a los habitantes del edificio para no tener que revelar nada a nadie. O, quién sabe, tal vez lo habían hecho antes de siquiera aparecerse en esa versión de la Tierra. Todo podía suceder. Pero preferían huir. En fin, Laura cruzó el portal de un brinco y su padre la siguió. Su Majestad el rey pasó algo encorvado e igual Jarno Krensher. Bert lo hizo con un gesto tan serio en la cara que intimidaba al verlo. Liwatan, Atael y Zikri fueron los últimos.
El portal se cerró de pronto a espaldas del grupo. Habían vuelto a Eruwa. Más concretamente, se hallaban de nuevo en el antiguo y derruido Patio Norte de la abadía de Blizstrahl. Si bien el sol aún estaba alto, Laura sentía un poco de frío. La brisa y las paredes derribadas de antiguas casas y los restos de una capilla, todo invadido por césped silvestre, conferían a ese lugar un ámbito inquietante y triste.
—Entréguenme sus espadas —dijo Liwatan—. Veré si puedo revertir la maldición.
—Yo tengo un Sello de Olam —aclaró Bert—. Dudo que sea buena idea arrancármelo de la piel.
—El sarcasmo era innecesario. Si la maldición se revierte con las espadas, también lo hará con tu Sello.
Su Majestad el rey fue el primero en dejar su espada sagrada sobre un cilindro de piedra que alguna vez fue una columna y ahora apenas si sobresalía entre la hierba. Los demás lo imitaron de inmediato.
Liwatan cogió las armas de todos con las cuatro manos; se las pegó al cuerpo y las apretó con los brazos.
—Volveré para las fiestas de la Natividad —informó—, si no es que antes.
Desapareció en medio de un potente fogonazo de luz que no duró más de un segundo. Laura mantuvo apretados los ojos hasta que volvieron a adaptarse a la luz natural. Luego, sólo pudo ver algo como un centenar de luciérnagas volar hasta perderse en un cielo de pocas nubes.
*Es un mexicanismo con múltiples significados; en este contexto, quiere decir "estúpido".
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