AGENTE KARL MARX

Helyel jadeaba al margen de una carretera solitaria, encorvado, con las manos apoyadas sobre los muslos.

Había recorrido kilómetros literalmente a la velocidad de la luz entre las calles de Monterrey hasta ese lugar, en medio de ningún lado, en donde se quedó sin aliento. Tenía los pies sucios porque tuvo que tirar sus zapatos cuando quedaron inservibles por culpa de la fricción. Lo único bueno de no saber dónde estaba era que nadie vio que su blusa y falda estaban hechas tiras inservibles.

Los acordes de For whom the bell tolls provenientes de su teléfono móvil le advirtieron de una llamada entrante a su línea. Se lo sacó del bolsillo de la falda para verificar el número. Lo reconoció de inmediato; aun así, prefirió ignorarlo.

—Ya cállate —masculló tocando el botón para colgar en la pantalla cuarteada del aparato.

Si era urgente, volverían a llamar.

La carretera atravesaba una montaña. A su izquierda aguardaba una cañada; a la derecha, una pared de roca. El paisaje le recordaba a la época en la cual acababan de expulsarlo del Reino Sin Fin. Lo echaron casi en sus mismas condiciones actuales a un lugar más o menos parecido al presente, pero cerca del que sería el emplazamiento de Persia unos siglos más tarde. Al menos la derrota recién sufrida no fue tan humillante como aquella. Bueno, quizá "retirada estratégica" describía mejor sus acciones frente a Sare, Zikri, Atael y los Maestres que ese trío de estúpidos trajo de Eruwa.

Helyel había lanzado un Conjuro Acelerador del Movimiento en el momento más oportuno. Tal jugarreta le permitió zafarse antes de tener que enfrentar a otro enemigo más poderoso en camino. De ahí que lo de correr kilómetros a la velocidad de la luz no fuera una exageración. En cualquier caso, no estaba en condiciones de enfrentar a un Ministro de alto rango. No luego de gastar buena parte de sus nuevos poderes al desintegrar la forma corporal de Sare.

El teléfono sonó de nuevo.

—¿Qué quieres? —contestó con brusquedad.

—Siento molestarlo, gran señor —respondió Herbert Lloyd desde el otro lado—. Casi es hora de la reunión con los jefes de la Agencia.

—¿Tan pronto? —dijo Helyel extrañado.

—Son las cuatro treinta de la mañana en Walaga. La reunión es a las siete. Como no teníamos noticias suyas, quise llamarle para...

Helyel no olvidó la dichosa reunión. Sin embargo, hasta él (o ella) encontraba complicado lidiar con las diferencias horarias entre universos. En especial porque no guardaban correlación.

—Ya —interrumpió grave—. No me jodas. También soy alguien ocupado. Si tanto quieres que vaya donde estás, necesitaré que abras un portal. Ahora te envío mi ubicación.

El cerebro electrónico de Regina, su cuerpo, poseía software de ofimática integrado. En lugar de ver las ventanas de los programas en una pantalla de computador, éstas aparecían dentro de su campo visual. Así redactó un mensaje de correo electrónico en el cual adjuntó su posición actual, incluyendo las coordenadas del universo de la Tierra-36 o Tierra Verdún, como la bautizó la Agencia Sin Nombre.

—La tengo —informó Herbert Lloyd—. Colgaré y, en un rato, el portal estará abierto.

Colgó.

Helyel se recargó en la pared de roca, aunque sabía que no le proyectaría sombra. Por lo menos era un espaldar cómodo. El pavimento estaba caliente, pero no lo suficiente para incomodarlo. No había nada mejor qué hacer aparte de esperar y pensar un poco en su próxima jugada con la Agencia. Para su sorpresa, el portal que solicitó acababa de abrirse —en medio del aire— justo cuando comenzaba a preguntarse en qué estado se encontrarían las instalaciones de la Fábrica de Walaga. Por lo que alcanzó a ver a través de él, parecía que los esclavos compusieron gran parte de los destrozos. Era como mirar un televisor al cual no se podía hacer sintonizar otro canal.

Cuatro dobles del doctor Herbert Lloyd aguardaban del otro lado, en uno de los laboratorios de clonación. Helyel no pudo precisar cuál, pero pudo saber qué clase de lugar era ese gracias al enorme tanque de cristal detrás de sus esclavos. Por ese entonces, ya suponía que parte de la fábrica fue reformada tras el ataque de Ahoan, el diminuto Ministro colosal. Todavía le faltaba descubrir cuánto había cambiado.

—¡Dese prisa, señor! —dijo uno de los Herbert Lloyd— ¡El portal está por colapsar!

Helyel cruzó de un brinco. El portal colapsó ni bien puso ambos pies en su querida fábrica. Y lo primero que hizo después, antes de permitir hablar a nadie más, fue pedir una muda de ropa limpia. La más formal que pudieran conseguir. Enseguida, preguntó por la ducha para limpiar el líquido amniótico de los clones recién salidos de los tanques.

.

—Fui yo quien le llamó, señor —informó mientras ambos recorrían un corredor de losetas azules bordeado por tanques de clonación—. La reconstrucción casi ha concluido y necesitamos ponerlo al día con los cambios.

—Eso no era necesario —respondió Helyel—. Puedo. ¿Tienes alguna otra noticia?

—En realidad... sí.

—¿De qué se trata? Más te vale que sea algo bueno.

Herbert se detuvo en seco poco antes de llegar al cuarto de las duchas. En realidad, se trataba de una habitación larga con paredes de vidrio y bañeras, camillas equipadas con cardiógrafos y respiradores además de otros equipos médicos menos reconocibles.

—¿Por qué sigues mudo?

—He analizado las bitácoras de las máquinas de portales y...

—Así que hallaste algo interesante —dijo Helyel con sorna a la vez que descorría la puerta de vidrio del cuarto de duchas—. Muy bien, habla; no tengo todo el día.

Se metió y empezó a desvestirse, por lo que debió inclinarse un poco para poder despojarse de la falda. Herbert lo siguió. Sus ojos de pescado rodaron hacia el otro lado quizá para disimular cuánto le gustaba el posterior que ahora tenía delante.

—Ve-verá, señor —iba diciendo con cierto retintín nervioso—, su pulso y actividad cerebral indican que sufre dolor intenso cada vez que ha cruzado portales además de que su contador de integridad física oscila entre el noventa y nueve y el ciento por ciento.

—¿Quieres decir que mi debilidad que descubrimos la vez pasada podría empeorar? —soltó Helyel al mismo tiempo que le ponía la ropa sucia y desgarrada sobre el hombro.

—Sí, gran señor. En resumidas cuentas.

Helyel le puso sus calzones en la cabeza de modo juguetón.

—Pues tienes razón, para variar —Dijo cogiendo la ducha extensible de la bañera más próxima—. Acabo de descubrirlo hoy mismo. —Luego, comenzó a bañarse —. Y no solo eso: también pierdo poder. Quise matar a unos estúpidos Maestres de Soteria con un simple conjuro y no reventaron.

—Bueno, lamento oír eso. Espero que no le hayan herido.

—Sospecho que hicieron más que eso, idiota. Casi estoy seguro de que conocen mi debilidad.

—Quizá hay una forma de evitar más daños. Las máquinas de portales emiten muchas descargas de tres a cinco volts cuando operan. Si creamos un...

—Luego hablamos de eso —respondió Helyel poniendo el índice izquierdo sobre los labios de pescado del científico—. Ahora tenemos cosas más importantes por delante.

—Bien, señor, entonces iré a terminar la presentación para la Agencia.

Helyel cogió por el brazo a Herbert antes de que se fuera.

—Espera, que acabo de tener una idea —informó—. ¿Dónde está mi autómata?

En realidad, él (o ella) se refería a uno de los primeros prototipos fabricados en Walaga. Lo había utilizado para invadir Eruwa junto con los arrianos poco más de dos meses antes. Pero tuvo que abandonarlo luego de que lo destrozó peleando cinco días consecutivos contra Liwatan. En cualquier caso, había puesto las manazas del robot sobre el mosaico donde Olam encerró La Nada en la Plaza Mayor de Soteria. Tal vez aún tenía un poco de ella impregnada. Y, si era así, podía lanzarle un par de conjuros con los cuales demostrar a sus futuros socios el potencial de la fuente de energía con la cual todo cuanto existía fue creado.

—Ordené desguazarlo. ¿Para qué lo quiere?

—No lo quiero entero, idiota. Consígueme una pieza. Cualquiera que quepa en una maleta o portafolio me sirve.

—Veré qué logro conseguir, mi señor.

Herbert se marchó a paso rápido del laboratorio; murmuraba algo sobre haber visto una mano del autómata.

Helyel terminó de bañarse hasta que, un rato después, otro clon del buen doctor Lloyd dejó la muda de ropa sobre una camilla junto con un pequeño estuche de maquillaje y una toalla, una secadora de cabello inalámbrica y un cepillo. El esclavo había traído —quizá de alguna boutique parisina— un pantalón de seda plateada con chaqueta a juego, blusa blanca de lino y una pañoleta negra. Las prendas incluso conservaban etiquetas en francés. Pero olvidaron comprar lencería. En fin, se secó deprisa con la toalla; vistió el conjunto a pelo en menos de un minuto, salió de la ducha y fue directo a la entrada del laboratorio mientras se pasaba el peine y la secadora por la cabellera, llevando los cosméticos bajo el brazo. Se topó con una puerta recubierta de acero pulido en lugar de las habituales de cristal. Abrió despacio con la mano libre y, casi al instante, le dieron ganas de gritar.

A decir verdad, la fábrica no sólo fue reconstruida. La convirtieron en un sitio distinto por completo. "¿Teníamos dinero para tanto?", se preguntó Helyel.

Muchos podían juzgar la edificación de cualquier cosa fuera de la Tierra como un despropósito. Y tal vez lo era si consideraban los costos. Pero él o ella o lo que fuera no gastó en vano el dinero de los poderosos quienes le debían favores a cambio de sus almas. O aquellos que eligió para servirle. De todos modos, ningún producto ensamblado o creado en Walaga debían quedar bajo la lupa de los gobiernos humanos. Por ello, las lunas de un exoplaneta a más de seiscientos años luz resultaban el emplazamiento inmejorable en el cual ensamblar aquello necesario para vencer a Olam. Mientras tanto, las instituciones gubernamentales apenas si llegaban a conocer instalaciones en países subdesarrollados, donde se les engañaba mostrándoles sólo lo que sus insignificantes capacidades pudieran comprender.

Helyel, desde luego, conservaba los mejores productos de la Fábrica de Walaga. El proyecto Regina —o sea, su nuevo cuerpo— fue el mejor ejemplo de ello.

Había robado durante años tecnologías a los arrianos, sus colaboradores antes de Armand Féraud y la Agencia sin nombre. Les quitó desde métodos para manufacturar carburo de wolframio a gran escala hasta los planos y el software inteligente de sus autómatas de combate. Ni hablar de las técnicas de clonación humana. Con ellas fue capaz de obtener a Regina, su nueva forma corporal, y a la mayoría de los esclavos empleados en Kelt 6b. Era lógico que dichos logros requirieran gúgoles de dinero y esfuerzo. Pero apoderarse de La Nada y del Conjuro del portador y derrotar a Olam para coronarse Dios en su lugar lo valían.

Toda creación podía considerarse a la vez un acto de destrucción; era necesario acabar con lo viejo para dar lugar a lo nuevo. Ciertamente una fórmula con la que artistas o visionarios podían concordar. No obstante, pocos consideraban el precio de formar una realidad distinta. Una obra de magnitudes cósmicas no podía llevarse a cabo sin consecuencias o sacrificios. Menos aún sin planificación. Aunque improvisar también daba resultados aceptables de vez en cuando. En cualquier caso, nada podía salir mal con uno o varios mecenas dispuestos a entregar todo su patrimonio a cambio de ver cumplidas sus más retorcidas ambiciones.

Los socios de Helyel pagaron la peor parte de sus planes. Para eso estaban de cualquier modo; o eso acostumbraba a decir él. ¿Quién les mandaba creer sus patrañas?

Los humanos también ambicionaban convertirse en dioses, aunque no lo admitieran. Por ello atesoraban como el oro cualquier migaja que pudiese darles un poco de inmortalidad, omnipotencia, omnisciencia. Que a menudo terminaran engañados por el Padre de Mentira no sorprendía. Nunca les pasaba por la cabeza que las promesas hechas por él carecían de sustento, pues lo último que necesitaba eran competidores.

Si alguien iba a poseer La Nada y crear universos a su antojo, debía ser Helyel. No había nadie más apto para para controlar tanto poder en bruto. Al menos eso consideraba él (¿o ella?).

Uno de los clones de Herbert Lloyd iba pasando frente al laboratorio en aquel momento. Quién sabe a dónde iba, pero se le notaba en la cara de pescado que tenía prisa.

—Oye, tú —lo llamó helyel—, ¿sabes de dónde sacaron dinero para la reconstrucción?

El esclavo como se detuvo en seco. El gafete que colgaba de su bata lo identificaba Lloyd Delta dieciocho, uno con el cual nunca había hablado.

—Oí que agotaron el presupuesto, mi señor.

—Bien. Vuelve a tus quehaceres. Ya buscaré remedio para ese lío.

El Lloyd hizo una reverencia y dio media vuelta. Tan pronto se marchó, Helyel observó sus alrededores con más detenimiento. Los muros habían sido pintados de blanco con un patrón senoidal celeste; el recubrimiento epóxico del suelo fue retocado, ahora era rojo; incluso colocaron señalizaciones suspendidas del techo para indicar la ubicación de las líneas de montaje y despachos. Afortunadamente, la oficina de Control de Producción se hallaba hacia la izquierda, a un costado de las ensambladoras de Autómatas de Combate. Por desgracia, el corredor que separaba esa zona de la de ensamblaje de armamento estaba cerrado. Tenía un anuncio el cual prohibía entrar debido a que el paso se empleaba para operar las grúas puente que movían cañones, ametralladoras y otras piezas de artillería entre las dos áreas.

Muchos operarios fueron reemplazados por autómatas. Los pocos humanos restantes no parecían haber notado la presencia de su siniestro señor.

Luego de un rodeo de al menos treinta metros, Helyel llegó a la oficina de Control de Producción. El lugar sólo tenía una mesa en el centro y otra más pequeña, arrinconada, donde reposaba una cafetera. La alfombra azul eléctrico hacía juego con las paredes del exterior y el interior, aunque la apariencia del complejo empezaba a parecerle monótona. En todo caso, él o ella o lo que fuera usó el espejo del estuche de maquillaje para maquillarse tan rápido como podía. Perdió la cuenta del tiempo, pero logró una apariencia fresca, juvenil y sobria. Luego, se hizo un partido en zigzag al centro de la cabellera y lo ató en una cola de caballo.

Los acordes de For whom the bell tolls resonaron desde el altavoz de su teléfono móvil. "Debo cambiar ese tono", masculló antes de contestar.

—Mi señor, ¿dónde está? —dijo el Herbert Lloyd original— ¡Los Agentes están por llegar!

—Ven a la oficina de Producción —respondió Helyel—. Tráeme lo que te encargué hace rato y una copia de los planos de la fábrica.

—¡Qué suerte! Estoy muy cerca. Ahora mismo voy para allá.

Lloyd entró a la oficina casi tan pronto como si todo el rato hubiera esperado tras la puerta. Arrastraba una maleta con rueditas de la cual escurría un fluido similar al aceite para bebés. Enseguida, recargó la valija junto a la entrada y sacó el teléfono del bolsillo de la camisa roja a cuadros bajo la bata.

—Tengo sus planos aquí, mi señor —dijo el tipo cara de pescado meneando el aparato.

—A ver, pues, muéstramelo —respondió Helyel con su mejor amenazante.

—Permítame decirle que luce hermosa. ¿O prefiere que diga "hermoso"?

—Bueno —Helyel contestó sin sacar la mirada del teléfono ni parar de estudiar el plano desplegado en la pantalla—, como carezco de sexo, me da igual.

—Bueno, es cierto. Usted no lo tiene; pero su cuerpo sí.

—No te ilusiones. Me repugna cómo se reproducen los humanos.

—Creo que me malinterpreta, gran señor...

El teléfono móvil volvió a su dueño tras el final abrupto de la conversación. El infeliz puso cara seria mientras lo sostenía, como si no supiera qué hacer cuando se lo devolvieron. No lo aparentaba, pero su decepción era tan grande que podía olerse. De hecho, olía a mariscos crudos.

—No te malinterpreté —soltó Helyel mientras se encaminaba hacia la puerta de la oficina—. Sabes bien que conozco todas tus fantasías.

En realidad, las supo tras leerle la mente sin dificultad. Incluso estaba seguro de que podía reventarlo como a un globo relleno de confeti con solo desear que así fuera. O quizá controlarlo, igual que a un títere. Sentía las venas, nervios, fibras musculares del idiota conectadas a sus dedos por hilos invisibles. Sólo bastaba tirar un poquito. En fin, prefería dejarlo vivir por ahora. Aun le era útil. ¿Qué falló entonces cuando intentó liquidar a los Maestres hacía un rato? Cierto, poseían Espadas Sagradas; no obstante, seguían siendo mortales corrientes. El poder de las armas de seguro no alcanzaba para protegerlos. Zikri y Atael eran Ministros fuertes, aunque no lo bastante para defenderlos de él. Sólo quedaba Liwatan. Por algo no apareció antes. Bueno, poco importaba ya. Los cuatro humanos provenientes de Eruwa no volverían a lanzar conjuros por el resto de sus miserables vidas.

Herbert se quedó atrás, aún sin sacar la mirada de su móvil. Por el modo en el que los ojos le bailaban, de seguro leía algo interesante. No resultaba complicado averiguarlo. Sólo bastaba sonsacarle una respuesta con la pregunta correcta y leer un poco su mente.

Y así lo hizo Helyel tan pronto salieron de la oficina.

—¿Qué sigue ahora? —exigió saber para empezar a sacarle información.

—Recibir a los delegados de la Agencia Sin Nombre en el lobby.

—Ya sé dónde queda. Ahora muévete.

Se pusieron en marcha, aunque lento. Herbert Lloyd iba algo atrasado por culpa de la maleta con la pieza de autómata.

Helyel no necesitaba releer los planos más de una vez para memorizarlos en su cerebro electrónico. Por ello le resultaba fácil orientarse a pesar de las últimas reformas a la fábrica. El lobby ahora se encontraba hacia el extremo sur, a dos kilómetros de donde ahora estaban. Por suerte, alguien hizo instalar cintas transportadoras para el personal, en puntos estratégicos. Uno de esos se hallaba al final del corredor por donde iban. Incluso podía verse desde ahí mismo. Sólo debían continuar recto junto a las líneas donde se ensamblaban los Autómatas de Combate.

Algunos esclavos hacían reverencias o soltaban el consabido "salve" desde sus estaciones de trabajo mientras ambos pasaban por ahí.

—Por si te interesa —dijo Helyel sin detenerse—, aún tengo muestras del ADN de la reina Sofía. Puedo encargar al laboratorio producir una amante para ti.

Lloyd caminaba a su lado. El rostro de facciones piscícolas se enrojeció por un instante.

—Gracias, mi señor —respondió él al recuperar el aplomo—. Pero...

—¿No leías algo relacionado con eso en tu agenda?

—Si... aunque...

—¿Aunque qué? —dijo Helyel con una sonrisa maliciosa— Te recuerdo que no puedes mentirme.

—Bueno, recibí dos mensajes de correo bastante... peculiares.

—¿De la agencia?

—No, mi señor. Uno lo envían de Elutania. Al parecer, todavía tenemos seguidores allá. Quieren derrocar al nuevo Gran Arrio y se han puesto a sus órdenes.

—Oh, sí... el nuevo y puto Gran Arrio... ¿Cómo se llamaba? Teslhar o algo así, ¿verdad?

Herbert Lloyd sólo se encogió de hombros como respuesta.

—¿Qué más?

—Bueno, su lugarteniente de la Tierra-112 dice que los nazis lo invocaron...

Helyel rodó los ojos antes de subirse a la cinta transportadora. La primera noticia fue como recibir un pisotón; la segunda, igual que si el pie pisoteado tuviera una uña encarnada.

Cada cierto tiempo le pasaba algo así cuando estaba atrapado en Elutania, con los arrianos. Le invocaban los nazis de distintas versiones de la Tierra donde aún transcurría la segunda guerra mundial. Por supuesto, como él no podía escapar de donde acabó encerrado, sus lugartenientes en dichos universos atendían las invocaciones haciéndose pasar por él. Ya puestos, actuaban así con cualquiera que osara llamarlo. En todo caso, los alemanes siempre pedían lo mismo y siempre recibían la misma respuesta. Querían ganar un conflicto casi perdido para esas alturas. Pero se negaban a pagar el precio.

Los lugartenientes rara vez pedían ayuda. Estaban acostumbrados a que, hasta hacía unos pocos años, no podían contactar a su líder. Ahora se comunicaban más seguido. Aunque todavía quedaban algunos que preferían evitar el teléfono o el correo electrónico. Además, las invocaciones les permitían manifestarse con limitaciones casi incontables. Ni hablar de aparecerse en forma corpórea. Las más poderosas apenas si daban oportunidad de escribir o hablar por escasos minutos.

El contacto entre ellos y su amo se reestableció cuando Helyel empezó a apropiarse de las tecnologías arrianas para el viaje y las comunicaciones entre universos. No obstante, había quienes aún no las entendían por completo y enviaban mensajes a destinatarios equivocados. Quizá por eso Herbert Lloyd recibió primero las noticias de Elutania y la Tierra-112.

Helyel y Lloyd llegaron hasta la cinta transportadora. Era tan larga que el otro extremo casi se perdía de vista en el horizonte. El pasamano consistía en una banda plástica montada sobre un barandal de vidrio y acero pulido.

—Olvidé a quién dejé encargado de la Tierra-112 —rezongó Helyel apoyando el trasero en el pasamano.

—Dice que se llama Pazuzu —contestó Herbert Lloyd mientras subía la maleta a la banda—. Le urge saber qué contestar a los nazis.

—Bueno, ¿y por qué no puede responderles lo de siempre?

—Porque ya se deshicieron del Führer.

—Refréscame la memoria: se trata del mismo Führer de siempre; en la Tierra-112 todavía están en la década de mil novecientos cuarenta, no es una versión donde la segunda guerra ha durado hasta hoy.

—Sí, mi señor. Aun es 1944 en la Tierra-112 y los acontecimientos transcurren como los conocemos.

Esto nunca había pasado. Por lo general, los líderes nazis renunciaban al enterarse de que necesitaban cargarse al bueno de Adolf. O, cuando se atrevían a complotar, los conspiradores acababan ejecutados.

Helyel resopló luego de tomar una decisión rápida.

—Dile a Pazuzu que los ayude a ganar la guerra —movió la cabeza lentamente de lado a lado—. Todo vale con tal de ganarla. Luego veré qué se me ocurre.

—¿Y qué hacemos con los arrianos?

—Les permitiré dar su Golpe de Estado. De seguro serán más útiles que los nazis.

El resto del trayecto sobre la cinta transcurrió teniendo como música de fondo el eco de las máquinas en las líneas de ensamblaje y el sonido del teléfono de Herbert mientras tecleaba las respuestas.

Helyel tenía poco que pensar. Obtener más aliados no le convenía tanto como aparentaba, en especial si tal vez no deseaban cooperar entre ellos mismos; lo cual era cierto tratándose de los nazis y la Agencia Sin Nombre. En cualquier caso, él o ella decidió recurrir a los primeros si cortaba relaciones con los últimos. Y así sucedió no mucho después.

Al llegar al otro extremo de la cinta, se toparon con una intersección. Un letrero colgado del techo ponía que el lobby se hallaba cien metros a la derecha. Los almacenes de productos terminados y las oficinas de ingeniería, contabilidad, recursos humanos, informática se ubicaban hacia la izquierda. Recorrieron el camino sin decir nada y a paso veloz. En esta sección de la fábrica, el patrón senoidal se repetía en el techo; los muros blancos no tenían decoración aparte de algunos posters enormes de autómatas —felinos y humanoides—, rifles gaussianos, un cerebro electrónico y tanques de clonación. La alfombra azul eléctrico pavimentaba el corredor de lado a lado.

El lobby solo consistía en una pequeña sala con sillones de cuero blanco y una pequeña mesa de centro con patas de aluminio. No había puertas. Sólo otra máquina de portales que emitía un pitido insistente.

—Ya llegan, señor —anunció Herbert Lloyd sin necesidad. Llevar la maleta lo hizo sudar.

El portal se abrió. Del otro lado se distinguía una figura vestida de sotana, en medio de un pequeño despacho austero, cuyos muros encalados exhibían retratos de santos. El Agente Ignacio de Loyola cruzó de inmediato, solo, momentos antes de que el paso se cerrara a sus espaldas. Instantes después, volvió a abrirse tres veces más para dar paso a los tres líderes de la Agencia faltantes. Los falsos Isaac Newton, Karl Marx y Doroteo Arango —alias Pancho Villa— atravesaron desde sus respectivas delegaciones. Sus máscaras de látex tenían un aspecto tan próximo al realismo que inquietaba incluso a Helyel. Quizá eran reflejo de la escasa humanidad restante de Regina, su forma corporal en aquel entonces.

—Aquí huele a hospital —señaló el agente disfrazado del revolucionario mexicano.

—El aire que respiramos es artificial —señaló Herbert Lloyd—. Debe ser por eso.

El agente disfrazado de Marx encaró de pronto a Helyel.

—Señor Cabeza de Vaca —dijo serio—, ayer usted aseguró que no estaría presente en esta reunión. Su presencia y belleza nos alegran a todos.

—Finalmente rompí esa maldición de la que les hablé. ¿Qué tal si empezamos?

—Perfecto. ¿Y esa valija para qué es?

—Es para una demostración —respondió Lloyd—. Mi amo insistió mucho en traerla.

Así comenzaron el recorrido por la fábrica de Walaga.

Los cuatro jerarcas de la Agencia inundaron a sus anfitriones con preguntas variopintas. ¿Por qué construirla en las lunas de un exoplaneta?, ¿Cómo obtenían los insumos para la producción?, ¿Era seguro fabricar cualquier cosa en ese sitio?, ¿Qué tan caro resultaba el proceso? Tanto Helyel como Herbert Lloyd respondían a cada una mientras les mostraban las líneas donde los esclavos ensamblaban Autómatas de Combate y las piezas de artillería que estos cacharros necesitaban, las plantas de circuitería y forja de metales que estos cacharros necesitaban, las minas del litio y el hierro que estos cacharros necesitaban.

Walaga en realidad constituía un complejo industrial extenso. Se conformaba por zonas terraformadas bajo domos traslucidos ultra resistentes. Abarcaba desde minas, operadas por máquinas inteligentes en diferentes latitudes o en otras lunas de Kelt-6b, hasta plantíos de los cuales se obtenían alimentos y materia prima para crear fibra de carbono vegetal. Incluso el agua usada en todo el lugar se obtenía tras procesar la depositada por meteoritos en un inmenso yacimiento de cal en el ecuador. A decir verdad, pocos insumos necesarios para los autómatas o el armamento o la clonación provenían de la Tierra. Quizá las únicas excepciones eran las láminas de plata para acumuladores eléctricos o la carne y el pescado cocinados en el comedor a diario. O quién sabe. Con lo complicado que resultaba administrar un conjunto fabril de semejante envergadura, cualquiera olvidaba detalles banales con facilidad.

Helyel y sus invitados se desplazaron de sitio en sitio a bordo de un autobús miniatura pilotado por inteligencia artificial. Cada zona se interconectaba con el resto a través de túneles o puentes. El espacio interestelar, visto a través del domo que protegía las instalaciones, impidió que los jerarcas de la agencia parpadearan. De seguro les parecía extraordinario verlo en vivo. El traqueteo de la valija, dejada en el asiento del fondo, no parecía molestarles.

Herbert Lloyd anunció la siguiente parada: el campo de pruebas.

No había mucho que explicar acerca del mismo. No era más que una arena donde autómatas felinos y antropomórficos, cuyo aspecto recordaba a centuriones romanos, lucharían contra drones militares rusos y tanques blindados americanos. Cinco de cada maquinaria. Y, para volver el encontronazo más interesante, ambos bandos se enfrentaron en piloto automático. Sin tripulantes u operadores de control remoto. Si bien el combate duró escasos treinta segundos, luego de que sonara una corneta, el jefe Marx tuvo tiempo para apostar un millón de rublos a las tecnologías terrícolas. Fue broma, pues no llevaba dinero encima y quizá había anticipado el desenlace. Como sea, los vehículos provenientes de la Tierra fueron reducidos enseguida a hierros chamuscados.

Cuando acabó la demostración, Herbert Lloyd pidió al bus auto pilotado conducirlos a la sala VIP. La fábrica no tenía una antes de que los Ministros de Olam destrozaran todo el lugar. El caso era que se hallaba afuera del lobby. Se podía acceder a ella desde un ascensor especial, en la parte exterior de la pared tras la que se encontraban los portales interdimensionales por donde llegaron los jerarcas.

Un desayuno continental esperaba a los visitantes debido a la hora local de Kelt-6b. El Agente Marx sólo aceptó café. Pero los falsos Isaac Newton, Ignacio de Loyola y Francisco Villa se acercaron a la mesa alargada de los biscochos y la fruta. Helyel oía sus propias tripas con claridad desde hacía un rato. Por desgracia, precisaba ocultar su voracidad para no causar malas impresiones.

La mesa minimalista de roble, con doce puestos, quedaba ante un ventanal tan grande como una pared entera de la sala y cuya parte alta se curvaba para formar un tragaluz. Ese muro transparente, junto con la posición de la sala dentro del complejo, daban una vista sin estorbos hacia el espacio exterior.

El Agente Marx ocupó la silla marcada con su nombre, a la cabeza. Lo mismo hicieron el resto de los convidados al desayuno en los puestos restantes.

—¡La vista es un detalle soberbio! —dijo el falso Karl Marx—. No podíamos terminar el recorrido mejor.

—Se equivoca, agente —respondió Helyel—. Pero no discutiremos eso ahora.

—Creo saber de qué se trata. Y la respuesta es sí. ¿No es verdad, camaradas?

Hubo murmullos de aprobación y asentimientos con la cabeza. La excepción fue el Agente Francisco Villa.

—Pues no me gustó que esos robots de combate...

—Autómatas —corrigió Helyel con tanta serenidad como pudo—. Son Autómatas.

—Bueno, esas mierdas. No me gusta que parezcan soldados romanos. Los imaginaba más futuristas.

—Desde luego que apreciamos su opinión, señor Villa —intervino el agente disfrazado de San Ignacio de Loyola—. Usted es nuestro contador. Pero le recuerdo que soy yo quien escoge el armamento para los agentes de campo.

—Todos vimos las capacidades de los autómatas —dijo el falso Isaac Newton—. Deberíamos tener una flota.

Helyel sonreía satisfecho, sentado al extremo opuesto del Agente Marx. Había leído las mentes de los representantes de la Agencia Sin Nombre y supo que la demostración los asombró en serio. Faltaba poco para que esos idiotas le otorgaran su lealtad y agentes bajo sus órdenes. Tan pronto cerrara un trato con ellos, comenzaría los preparativos para invadir Eruwa una vez más. Mientras tanto, los dejó discutir los pros y contras de incorporar armamentos tan vanguardistas a su arsenal; o si acaso significaba la obsolescencia de los agentes de campo.

—Herbert —dijo en voz baja al esclavo en el puesto a su izquierda—, ¿de dónde sacaste los tanques y drones?

—Es una historia divertida —respondió el aludido mostrando sus dientes amarillentos de pez carnívoro—. Cobré un favor a uno de sus tantos colaboradores, y él se cobró con alguien más, y ese alguien más con alguien más...

—Ya, ya, entiendo —interrumpió Helyel con brusquedad—. Así sucesivamente hasta que la cadena de favores alcanzó a la persona correcta.

El agente Isaac Newton se bebió el jugo de naranja en su mano y puso el vaso en la mesa ruidosamente.

—La propuesta del señor Cabeza de Vaca es, por demás, interesante —dijo al fin—. Incluso podríamos llevar a cabo una invasión a gran escala a ese universo del que nos habló en la última reunión. Pero tengo mis reservas.

—Yo también —terció Pancho Villa—. ¿En cuánto nos va a salir el chistecito?

—No hablo de dinero, señor Villa —contestó Isaac Newton—. El señor Cabeza de Vaca prometió convertirnos en dioses...

Helyel resolló con cierto deje de enfado.

—Si querían que lo hiciera ahora mismo, se equivocaron —dijo grave—. Es imposible sin La Nada en mi poder.

—Entendemos eso —replicó el agente—. Usted mismo nos propuso ir a donde sea que está y apoderarnos de ella. Pero ¿cómo sé que cumplirá sus promesas?

—Vengan conmigo a Soteria y serán los primeros en aprovechar La Nada. No importa después si la usan contra mí. Ustedes ponen las tropas, yo el armamento. ¿Le parece un buen trato ahora?

—Yo paso —terció Pancho Villa.

—También yo —se le unió Ignacio de Loyola.

Helyel leyó de manera fugaz las mentes de esos dos cobardes. No temían ir a otro universo y batirse contra sus fuerzas armadas. En realidad, les asustaba que sus entrañas acabaran esparcidas por todo el salón. Un miedo razonable luego de haber visto cómo el Agente Winston Churchill estalló literalmente durante una videollamada.

—Entonces no nos queda más que confiar unos en los otros —sentenció Isaac Newton.

—Más bien, confiar o morir —corrigió Helyel—. Aunque yo lo llamo "matar lo viejo y dar paso a lo nuevo".

—¿Qué opina usted, camarada Marx? —intervino Ignacio de Loyola.

El falso Karl Marx se reclinó para después entrecruzar las manos sobre su abultada panza. La silla se quejó con crujidos del peso que aguantaba.

—Que hemos quedado tablas —replicó el agente aludido—. Nadie garantiza que el señor Cabeza de Vaca no nos hará vomitar las entrañas; así como a él o ella (o como se identifique mejor) tampoco nadie le garantiza que nosotros no lo engañaremos para apoderarnos de La Nada. ¿O me equivoco?

—Tiene toda la razón, agente Marx —replicó Helyel—. ¡Es un empate!

—Aun así, mi conciencia no estará tranquila si sacrifico agentes por La Nada literal —contraatacó Marx—. Si alguien muere en combate, quiero al menos saber si valió la pena.

—Valdrá mucho la pena —dijo Helyel entrecerrando los ojos para dejar patente su disgusto por semejante cuestionamiento—. La Nada es el poder más vasto jamás creado. Es la materia prima de todos los universos. Con ella puede hacer lo que quiera. Desde volverse rico más allá de las fantasías más alocadas hasta convertirse en un dios... Usted decide.

—¿Le digo algo, señor Cabeza de Vaca?, me intriga eso de volvernos dioses.

—Una demostración vale más que mil palabras. Herbert, trae la pieza.

Herbert Lloyd abandonó deprisa su puesto en la mesa y dejó el salón. Momentos después, volvió trayendo la maleta con la mano de autómata que habían dejado en el autobús. Lo puso delante de su amo y éste lo abrió para sacar la pieza. Era tan grande que apenas si pudo cogerla por el meñique para sacarla. El artilugio metálico, abollado y cubierto de rayones, hizo un ruido sordo y agitó los cubiertos y platos cuando dio contra el tablero de caoba. Los cuatro jerarcas de la Agencia Sin Nombre callaron en ese instante.

—Esta pieza —empezó a explicar Helyel— pertenecía a un autómata que tocó La Nada hace poco. Tiene incrustados fragmentos diminutos de ella. —Luego, posó una mano sobre el trasto—. Pero será suficiente para mostrarles todo su potencial.

Luego, Helyel preguntó a su esclavo si había dónde proyectar la pantalla del teléfono móvil. Herbert presionó un botón en el reposabrazos de su silla. La pared del fondo, a espaldas de Marx, se abrió y reveló un televisor de setenta pulgadas empotrado sobre cava una refrigerada, bien surtida.

Sólo bastó dar algunos toques al móvil para que los presentes vieran su pantalla en el televisor. "Quiero que presten atención a la carga de la batería", dijo Helyel. Luego, acercó el aparato a la mano robótica sobre la mesa.

—¿Debía pasar algo? —quiso saber Pancho Villa momentos después, luego de que el nivel de carga no cambió.

Mjoh Etodah —recitó Helyel sin molestarse en responderle.

La mano del autómata emitió un brillo amarillento, como si tuviera dentro una bombilla encendida. Aquello tenía sentido si se consideraba que el conjuro se traducía más o menos como "sea la luz". En fin, el nivel de la batería del teléfono saltó instantáneamente desde el treinta y cinco por ciento hasta el cien. La imagen de la carga completa quedó fija en el televisor antes de que el móvil emitiera un chasquido similar al de un globo reventado, despidiera humo y soltara un olor acre. Pero Helyel no paró ahí. Dejó el aparato quemado en su silla y lanzó el siguiente conjuro. Si lo pronunciaba correctamente, demostraría que Olam no era el único capaz de dar vida. En caso contrario, Kelt-6B y sus lunas y cuanto hubiera en ellos terminarían convertidos en menos que polvo cósmico.

Swil e ghabshoa ethr —pronunció de forma grandilocuente, imitando las palabras que recordaba haber oído a Olam enunciar hacía miles de años.

Las partículas de La Nada adheridas a la mano del autómata se resistían al conjuro. Helyel concentró toda su determinación y mantuvo clara en su pensamiento la imagen de un tiranosaurio devorando a los presentes. La resistencia duró apenas unos segundos. Un instante después, la extremidad robótica se retorció. Dio vuelta sobre su eje hasta quedar con la palma hacia abajo. Cuatro de sus dedos se enderezaron para hacer de patas mientras que el dedo medio se convertía en un cuello largo con una cabecita repleta de diminutos cuernos. Unos colmillos largos como mondadientes brotaron de su hocico puntiagudo y el cuerpo se recubrió de escamas marrones y verdes iridiscentes. La criaturilla —que terminó siendo más o menos del tamaño de un ratón gordo— soltó un chillido que pretendía sonar amenazante. Pero sólo causó risas.

Las tripas de Helyel protestaron al no haber recibido suficiente alimento. Él (¿o ella?) atrapó a su reciente creación a velocidad cegadora y la decapitó de un mordisco. Luego de saborear, tiró el cadáver de aquel reptil por encima del hombro y se limpió la sangre que le escurría por la comisura de la boca con la primera servilleta a su alcance. Había ordenado a la tierra producir vida. Pero todo indicaba que la tierra no comprendía bien el alto rúnico.

—¡Qué raro! —dijo luego de tragar— ¿Por qué todos los animales incomestibles saben a pollo?

Los agentes Villa, Loyola y Newton permanecieron mudos en sus asientos. No despegaban los ojos desorbitados de su anfitrión. Era evidente que no esperaban semejante despliegue de poder. Sin embargo, un jerarca de la Agencia sin Nombre había quedado bastante impresionado con tan cutre demostración. Fue innecesario leer sus pensamientos; su expresión idiota lo delataba.

El Agente Karl Marx se puso en pie despacio y se aclaró la garganta.

—Camaradas —dijo sereno—, supongo que conocen a Pablo Picasso. Grande entre los grandes, en mi humilde opinión. ¿Les importa si fumo?

No esperó respuesta de nadie. Se quitó la máscara y la dejó sobre la mesa. Su rostro de mejillas regordetas y fofas y lampiñas, escaso cabello plateado, nariz puntiaguda y ojos acuosos le conferían el aspecto académico de un catedrático emérito con sobrepeso. Enseguida, sacó un habano grueso como el pulgar de la mano. Encendió un fósforo de madera; luego, el tabaco. Dio una larga calada y, al terminar, dejó salir una voluta densa, olorosa a hojas quemadas y vainilla.

—Picasso tenía una visión muy particular cuando de crear se trataba —prosiguió la perorata—: "Todo acto de creación es ante todo un acto de destrucción". Yo concuerdo con él. —Dio una calada rápida al habano—. Y usted también, veo. —Señaló a Helyel—. Creo que, finalmente, coincidimos en algo; siendo dioses, podemos eliminar este mundo miserable y todos los mundos miserables que existan. Los haremos de nuevo. Más grandes y mejores. Sin pobreza o enfermedad. Todos serán iguales y nos adorarán de rodillas; y ay de aquel que se rebele —fumó una vez más—. Olvidémonos de lucrar con la necesidad del prójimo. Enriquecer asquerosamente no se compara con ser el dios de tu propio mundo. ¿O no lo creen así, camaradas?

Helyel sentía el pecho de Regina —su forma física actual— inflarse de satisfacción. Por fin los tenía en la palma de su garra.

https://youtu.be/LhDmpNhWRj4

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