8.Sonrisas amargas

Viernes, 24 de abril

Max:

En una ciudad como Humbrella conseguir un empleo siendo estudiante, menor de edad y sin ningún conocimiento de nada útil como para poner en un currículum es un reto casi imposible. Cuando las malas decisiones, de otros más idiotas de lo que yo he demostrado ser, me llevaron a buscar trabajo, noté la gran tarea que era. Comencé preguntando en los únicos tres lugares donde sirven comida en toda la ciudad.

En el primero de ellos, Bon apetite, un restaurante de comida italiana demasiado elegante y caro para mi bolsillo, ni siquiera me permitieron entrar y el encargado me dejó claro que no aceptaban, ni aceptarían, nadie de mi “categoria" que dañara la imagen de tan prestigioso establecimiento, sus palabras textuales. El segundo, Tacos de los Carlos, tenía dos requerimientos bastante idiotas a mi parecer que debías cumplir para poder trabajar en su establecimiento de comida rápida, saber español y llamarse Carlos o en su defecto Carla, ya me imaginaba la confusión que eso traería. No cumplía con ninguna de las dos, como es obvio, así que me despidieron amablemente del lugar, o eso creo no entendí ni mierda de lo que dijeron.

Y por último, el Flavor, una cafetería-bar en una esquina de una de las calles más coloridas de Humbrella. Tuve suerte, aunque no sabría si llamarlo así, de que el tacaño Butler fuera el dueño del local y estuviera dispuesto a contratar a un menor sin experiencia mientras este no tuviera problema con cobrar una miseria por trabajar como una mula. En otros tiempos lo hubiera mandado a un lugar de la mancha cuyo nombre no me daba la gana de acordarme, pero necesitaba el dinero así que acepté para desgracia de mis pies que han sufrido mucho desde ese día.

Ya fuera limpiar vasos detrás de la barra, tomar pedidos o limpiar antes de cerrar, el jefe me lo encargaba a mí, aunque limitaba mi encuentro con el público sabiendo de mi carácter de fácil irritación. Comparaba al Sr. Butler con el cangrejo tacaño de aquellos animados que tanto le gustaban a mi hermana y que a mi me daban dolores de cabeza. Ambos hacían todo lo que estuviera en sus manos para ahorrar cada centavo y tomaban cualquier oportunidad para descontarte de tu sueldo ya miserable, incluso por llegar tres minutos tarde al turno o dejar caer una simple y solitaria loncha de jamón. Por eso daba tanto alivio terminar el turno sin siquiera haber respirado demasiado fuerte al lado de las servilletas.

Los gritos me dan la bienvenida nada más abrir la puerta de casa. Son tan fuertes que no sé como no los escuché desde la calle. Debe tener algo que ver que mi cuerpo estuviera completamente agotado después de un turno de seis horas y un montón de gente a la que atender. Ni siquiera pude tomar mi descanso de quince minutos de lo abarrotada que estaba la cafetería donde unos chicos decidieron que era un gran lugar para hacer una fiesta de cumpleaños. Me duelen los brazos de llevar las bandejas de comida y limpiar las mesas después del estropicio y los pies me arden luego de tanto caminar. Sin mencionar la forma en la que mi cabeza palpita después de escuchar un parloteo incesante por horas. Lo último que le apetece a mi cuerpo y a mi mente en estos momentos es escuchar una de las tantas peleas de mi madre con el tipo de turno. Pero al parecer voy a tener que soportarla de todas maneras.

Intento andar hacia mi habitación sin escuchar nada que me haga querer interponerme en la discusión. La última vez que me atreví a defender a mi madre fue la primera y única vez hasta ahora en la que me levantó la mano a punto de pegarme para que no me metiera en sus asuntos. Horas después escuchaba sonidos bastantes inapropiados para ser escuchados por un hijo salir de su habitación. Ese día me juré a mí mismo que no volvería a entrometerme en los problemas de Susan con sus parejas.

—¡¿Quién es Isabel?! ¡¿Por qué tienes una foto de una mujer que no soy yo en tu billetera?!—son los gritos histéricos de mi madre los que me hacen cerrar los ojos con fuerza y masajearme las sienes para aliviar la jaqueca. Están en el salón, con todo un desastre de cristales y madera astillada a su alrededor.

—No es nadie, cariño. No te—Gideon intenta aplacar al monstruo en el que se ha convertido mi madre mientras se acerca lentamente a ella.

—¡No me mientas! ¡La vecina te vio con otra! ¡Sé un hombre y admite que me engañas!—rodeo la escena de telenovela mientras veo la estatuilla de bailarina, que antes se mantenía a salvo en el aparador, como se estrella contra el suelo volviéndose nada. Mi madre con el cabello echo un desastre y el maquillaje corrido, arroja al suelo todo lo que se interpone en sus manos. Sigo hasta el baño en busca de una pastilla para el dolor de cabeza e intento ignorar los gritos. Teniendo en cuenta el grosor de las paredes es una misión imposible.

—¡Si, te estoy engañando! ¡Con una mujer que es mucho mejor que tú en todo! ¡Que no me grita ni me hace espectáculos! ¡Por eso te engaño porque ella si vale la pena no como tú y tu mierda disfuncional de familia!—mis puños se aprietan automáticamente y las venas de mis dedos sobresalen mientras las apoyo con fuerza en el lavamanos pidiéndome calma.

Debo tomar aire y repetirme una y otra vez que no debo meterme, que no me incumbe, que la discusión no tiene nada que ver conmigo para evitar salir a enfrentarme al tipejo que le habla de esa forma a mi madre.

Escucho la puerta abrirse y cerrarse de un portazo antes de que los sollozos se hagan presentes y más cosas se estrellen contra el piso. Al menos lo peor ya pasó y podré dormir un poco. O no.

Mi celular suena avisandome de un nuevo mensaje.

«Te necesito ahora»

Una honda bocanada entra a mis pulmones cuando la uso para intentar no explotar de molestia. Pero es inútil. Tomo el cacharro de teléfono y lo hago volar hasta estrellarse con una baldosa de la ducha y aterrizar en el suelo. A su lado la baldosa rota.

Paso la pastilla por la garganta seca y agarro el celular del piso para pasar por mi cuarto antes de salir otra vez.

(...)

Son cerca de las diez de la noche cuando regreso a la casa. Muerto de sueño y de hambre. Solo pidiendo poder dormir un par de horas antes de tener que ir al trabajo mañana.

Agudizo el oído mientras abro la puerta para no chocar con ningún otro espectáculo. Si al entrar me encuentro la misma escena de antes me voy a dormir a algún banco del parque. Seguro que con la tan mala suerte de encontrarme a Gideon ahí.

Por fortuna no escucho ningún grito salir del interior de la casa así que la abro con determinación y observo el lugar completamente cambiado.

Cuando salí hace unas horas todos los muebles se encontraban volcados, algunos cuadros rotos y la bailarina, a la que tanto aprecio le había tomado, se encontraba destrozado en el sucio suelo. Ahora no hay nada de eso. Los muebles se encuentran otra vez acomodados en su lugar, los cuadros que tenían salvación están otra vez en la pared y la estatuilla no se encuentra en el suelo. Ni siquiera en toda la habitación. Si no fuera por su ausencia y porque había visto lo destrozada que había quedado la habitación no hubiera notado la diferencia. Ruidos de cubiertos y algunas risas me llegan desde el comedor y antes de acercarme ya puedo presentir la imagen que me encontraré.

—Cielo, al fin llegas. Ven, sientate a comer con nosotros. Hice la lasaña que tanto te gusta.

Me encantaba la lasaña, pero mi estómago cerrado no la recibiría a pesar del hambre que tenía. Me enfoqué más en la parte de su invitación donde decía “nosotros" y observé el otro lado de la mesa. Ahí tan campante se encontraba Gideon con una sonrisa mientras tomaba la mano de mi madre.

Ella a su vez sonreía apaciguadora. Se había vuelto a peinar y se había maquillado pero aún se veían en sus ojos rastros de tristeza. Y la impotencia se reveló en los míos. La miré acusadoramente y se encogió en su lugar mirando al tipejo.

—Tu mamá y yo tuvimos un pequeño...intercambio de palabras antes, pero ya lo resolvimos y estamos bien.

No lo miré mientras hablaba, mis ojos se quedaron fijos en mi madre, me atreví a juzgarla con la mirada. En mi interior una mezcla de asco, decepción e impotencia se discutían cual destacaría. Pero al final lo hizo la lástima. Porque aunque intentara echarle toda la culpa a Gideon, sabía que la raíz del problema eran ella y su falta de amor propio.

Ni siquiera dije una palabra más, solo me di la vuelta y me encerré en mi habitación, olvidando el hambre que tenía e ignorando el buen aroma de la lasaña, el único plato que mi madre sabia preparar.

Me tiré en el envejecido colchón que protestó al sentir mi peso y pasé mis manos por detrás de mi cabeza, observando el techo intentando encontrar una solución ahí.

No sé cuando mi madre empezó a dejar de quererse, no había que ser un genio para saber el poco amor propio que se tenía. Nunca la había visto sola, siempre estaba en pareja, muchas de procedencia poco recomendable. No sabía estar sola, no me alcanzaban los dedos de las manos para contar todas las veces en la que perdonó una infidelidad, en la que se echó la culpa de un error que cometía el tipo con el que salía, he perdido la cuenta de todas las veces que la escuchaba desde mi habitación decir que ella era la del problema. El gran error de mi madre siempre ha sido el de no quererse a si misma tanto como intentaba querer a sus novios. Y eso no solo le pasaba factura a ella, sino también a la mierda disfuncional que tenia de familia, como nos describió Gideon.

Aunque mi cuerpo pedía un descanso, me era imposible conciliar el sueño, así que tomé el cacharro que tenía como celular para leer un par de capítulos de Sigue mi voz, mi otra adicción aparte de Candy Crush y hacer llorar a los niños. La historia no estaba mal y en varias ocasiones estuve a nada de soltar alguna que otra lágrima, aunque eso nunca lo sabrá Emma.

¡Oh, cierto, Emma! Tenía más de seis llamadas pérdidas de ella y también un par de mensajes preguntándome si estaba bien. Había olvidado por completo la reunión de hoy y con todos los acontecimientos del día se me borró completamente de la mente. Tendría que disculparme con ella. Odiaba pedir perdón.

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