Sísifo

Luego de cometer el asesinato, corté la piel de la panza y fui sacando los órganos para luego introducirlos en bolsas negras de basura. Fui cortando la piel usando un cuchillo de la cocina, que recién había afilado con una piedra. Quebré todos los huesos que pude usando un martillo, también los fui metiendo en bolsas de basura.

Saqué los ojos usando una cuchara metálica y los guardé en un frasco. No me molesté en sacar el cerebro y solo quebré la cabeza. Hice que mi vista se pusiera borrosa, no quise perturbar mi mente con la imagen del rostro desfigurado. Después guardé la biscosa papilla, que me pinchaba los dedos, en otras bolsas. Me hubiera gustado guardar el cráneo, pero no tenía las herramientas ni el conocimiento para hacer realidad mi deseo.

Todas las bolsas las introduje dentro de una bolsa más grande y esta la amarré lo mejor que pude. Me tomé algunos minutos para descansar, mis brazos estaban agotados y mis rodillas no dejaban de temblar. Me acosté a un lado del lugar donde estuvo el cuerpo. Ahora solo quedaba la enorme bolsa negra de basura y un gran charco de sangre. La contemplé durante un tiempo mientras regulaba mi respiración. Hice una cuenta regresiva desde el cien, mientras inhalaba y exhalaba lo más lento y calmado que me era posible. Mis párpados interpretaron esto como una siesta y no pude evitar cerrar los ojos.

Cuando desperté, lo primero que vi fue la gran bolsa negra. Suspiré y me levanté lentamente. Mis extremidades seguían entumecidas pero debía salir lo antes posible. Tomé la bolsa negra, sujeté fuerte donde se encontraba el nudo, usando ambas manos. Empecé a arrastrarla lo mejor que pude. Pesaba demasiado y mis brazos se rendían cada siete pasos.

Fui avanzando poco a poco, tomando descansos cada cierto tiempo, pues mi cuerpo no estaba acostumbrado a ese nivel de esfuerzo. Pasados los días, pude arrastrar la bolsa setenta y siete pasos, antes de que mis brazos me exigieran descansar.

El camino era agotador. A veces me sentaba en el asfalto y miraba el cielo durante horas. A veces, solo ver la bolsa me provocaba ganas de salir huyendo. Si me concentraba lo suficiente, podía ignorar el hedor. Pero este a veces se colaba en mi nariz y me daba náuseas; entonces tenía que alejarme de la bolsa un rato, regular mi respiración y seguir caminando.

Todo empeoró al séptimo día, cuando una piedra rompió la bolsa grande y las bolsas más pequeñas en su interior, rasgadas a causa de los huesos triturados, liberaron el contenido. Ahora debía acomodar todo de nuevo y buscar nuevas bolsas antes de seguir. Me abrumó pensar en eso y lloré durante horas.

Llegó la noche, conseguí un saco y más bolsas. Enrollé un pañuelo sobre mi rostro, cubriendo boca y nariz, en un vano intento por minimizar el aroma fétido que se había esparcido. Amarré mi cabello mientras maldecía. Observé mi charco de vomitó a un lado de la masa amorfa. Suspiré, gruñí y me quejé un poco más. Luego empecé a guardar todo de nuevo. Tomé el contenido usando ambas manos, para que no se derramara tanto, y lo fui metiendo en pequeñas bolsas de basura.

La sangre sobre el cemento se combinó de forma grotesca con mis charcos de vómito. Me permití reir un poco, mientras mi garganta dolía por haber aguantado el llanto durante horas. Por un segundo, fui consciente del sabor nefasto en mi boca. Enjuagué mis dientes usando saliva y escupí.

Metí las bolsas de basura dentro del saco y este lo amarré con uno de los cordones de mis zapatos. Lo tomé por el nudo con ambas manos y empecé a arrastrarlo. No quise descansar esta vez, tan solo esperaba que no volviera a romperse.

Caminé durante semanas que se volvieron meses, meses que se volvieron años. En algunas ocasiones, llegué a pensar en lo que hubiera pasado de no haber asesinado. Tal vez cargaría menos peso, tal vez mi nariz seguiría percibiendo olores. Sin embargo, no me arrepiento. Siempre supe que este era el único camino para mí. Después de todo, el cuerpo guardado dentro de las bolsas en el interior del saco, ese cuerpo desfigurado que me acompaña siempre, es el mío.

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