Mariposas en el tórax

Eliot veía pasar a Julián todas las mañanas
y se preguntaba
si alguna vez,
en una de todas esas caminatas
él también lo notaba.

Llevaba meses viendo por la ventana aquella, esperando la hora exacta sin necesitar un reloj; parecía que su cuerpo se había adaptado a su horario de espía. Entonces, exactamente a las cinco-quince de la madrugada, el cuerpo esbelto de Romeo aparecía en su campo de visión y, como siempre, Eliot dejaba los cigarros a un lado y se concentraba en analizarlo de pies a cabeza. Sabía que tenía unos escasos cuatro minutos para ello. Siempre observaba sus pantalones azules del uniforme a medio planchar, la chaqueta de cuero que siempre llevaba en los días fríos, sus cabellos negros despeinados y los zapatos, esos aburridos zapatos de cuero negro. Bendita fuera la vaca aquella que murió para convertirse en esos aburridos zapatos, pues era capaz de tocar sus pies.

Eliot sabía que estaba enamorado pero era demasiado tímido como para acercarse. ¿Cómo hacerlo? Solo sabía que ese chico pasaba frente a su casa todas las mañanas, exactamente a las cinco-quince, con rumbo a quién sabe dónde. Quizás a la parada, quizás a la escuela, quizás a casa de su novia... ¡Ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre! Pero le apodó Romeo porque le había robado el corazón. Ah, ese joven corazón de adolescente, tan infantil, ingenuo y desesperado que tenía tan consumido su cuerpo al punto de no dejarlo pensar con claridad. El amor no correspondido de un adolescente era algo tan común...

Por otro lado, Julián, que así era cómo lo llamaban, llevaba algunos meses teniendo miedo. Sentía que algo lo miraba, ¡que alguna cosa fea y extraña quería comérselo! Por su parte habría cambiado de camino en el mismo instante que sintió esos absurdos escalofríos, pero era demasiado orgulloso como para hacerlo. Si lo hacía, tendría que decirle a su madre de la situación y seguramente su hermana se burlaría de él y eso era algo inadmisible. Así que estaba obligado a transitar por el mismo lugar todas las mañanas, soportando esa mirada espantosa recorrerlo de pies a cabeza. Total, no le había pasado nada; era como un bichito molesto que se alojaba en su espalda durante una pequeña parte de su camino. Un bichito insoportable que no podía ver ni matar, pero que estaba dispuesto a aguantar con tal de no ser víctima de su hermana mayor.

Pero la vida es graciosa y molesta algunas veces... Por eso, un miércoles por la mañana, el cigarro eléctrico con el que Eliot jugueteaba durante la madrugada salió volando por la ventana, como parte de un absurdo plan elaborado por el chico para poder ver más de cerca a su Romeo.

Eliot se quedó petrificado en el marco de la puerta, no pudo salir pues su romeo se encontraba de pies en su jardín, con el cigarro entre sus dedos. Ahí fue cuando se dio cuenta que el color de su cabello era realmente café oscuro pero, debido a la falta de luz, parecía ser negro. Un hecho así de simple lo hizo alborotarse, las hormonas y emociones salieron disparadas alrededor de todo su cuerpo. ¡No podía moverse!

—¿Sabías que por esta zona pasan cosas raras? —comentó su romeo, con una apenas perceptible sonrisa decorando su bello rostro.

A Eliot le empezaba a fallar la respiración y sentía cosas extrañas revoloteando por su panza. ¿Quizás mariposas? Quién sabe. Él solo se quedó contemplando a su Romeo, analizando cada facción de su rostro y agradeciendo a la luna por haberse ocultado tan pronto ese día. Le agradeció al verano y a su prematura luz solar durante la madrugada. La agradeció a su tonto plan, a su cigarro y a sus ojos por no fundirse ante tanta belleza. Todo eso pasó en una fracción de segundo, lo que le dio tiempo de salir del transe y tomar el cigarro, para luego balbucear.

—¿Eh? Ah... No —rascó su cabeza y metió el cigarro, entonces apagado, en la bolsa de su short—, no lo sabía.

—A mí me han estado siguiendo, pero solo cuando paso por aquí. ¡Que cosas! —confesó el chico.

Eliot dudó durante unos instantes pero luego se dio cuenta de que se refería a él. Se sintió estúpido y avergonzado durante breves momentos porque ¡nada de eso importaba ahora! Tenía a su Romeo, podía verlo de cerca, podría tocarlo si extendía su brazo. Se sentía feliz, dichoso... ¡Ese era el momento más feliz de su vida! O lo hubiera sido, de no ser por el intenso dolor de su estómago.

Sin darse cuenta, pasó de sentir euforia a estar agonizando. Su mente se fue nublando poco a poco, sus ojos se cerraban lentamente y apenas podía ver la silueta de su gran amor. Miró su rostro muy cerca del suyo antes de ser abandonado ante la oscuridad.

Sin embargo, ser consumido por un universo negro no se equipara con el trauma que sufrió el pobre Julián. El amor adolescente era tan pero tan común en nuestra especie... Pero ninguno fue preparado para sentirlo realmente. Nuestros superiores nos abandonaron a la agonía, me temo.

—¿Y qué es lo que vio Julián? —preguntó una de las niñas frente al viejo profesor.

—Julián vio...

Julián vio salir mariposas del estómago de Eliot. Decenas de mariposas que masticaron el tejido de sus órganos y carne para poder salir, era una escena grotesca. Sus alas estaban machadas de sangre y minúsculas, casi imperceptibles, gotas rojas que se recurrían de sus bocas, patas y antenas. Salieron volando de su cuerpo inerte mientras Julián miraba la escena, aterrado. Luego formaron un remolino carmesí en el cielo, pintando con sus finas gotas al pobre Julián.

Eso es lo que pasa cuando uno de nuestra especie se enamora siendo joven. Las mariposas del tórax despiertan y empiezan a comernos para poder salir.

—¿Usted cómo lo sabe? —Quisieron saber los infantes.

Entonces el profesor se puso de pies, se levantó la camisa, mostrándoles su cintura, y señaló una enorme cicatriz de color negro que cubría la unión entre sus extremidades inferiores con el resto de su cuerpo.

—Julián fue el amor de mi vida —confesó, acomodándose la camisa y volviéndose a sentar—. Supe su nombre cuando ya había dejado ese planeta, tuvieron que llevarme de emergencia al Centro de Control más cercano —suspiró con tristeza—. Ustedes, mis queridos alumnos, serán quienes atesoren esta historia.

—¡Si, profesor! —respondieron a coro.

Eliot tomó la pistola que descansaba sobre el mueble y apuntó con ella hacia su cabeza.

Sus ojos se voltearon en dirección del reloj. Sabía que ya era sufiente, las cicatrices en su tórax ya habían sanado pero las de su mente... Seguían frescas, intactas, atrayendo recuerdos en forma de moscas que se alimentaban de su sufrimiento.

Las mariposas se habían desgarrado y volado y desvanecido. Las mariposas eran libres pero su mente no.

Contarles aquella historia a esos ingenuos niños era su testamento... y su carta de suicidio.

Apretó con fuerza la pistola, su único recuerdo tangible del planeta Tierra, luego cerró sus ojos y disparó.

Murió a las cinco-quince por culpa de las mariposas en su tórax, recordando la sonrisa de su romeo, su más grande tesoro.

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