La muerte no es lo que pensaba

Cuando por fin los rezos fueron escuchados, ya era demasiado tarde. Todo había sido tocado por las garras, podías encontrar hilachas de piel humana esparcida por los campos. Las niñas pequeñas, inocentes e ingenuas, llevaban canastas en las cuales recogían las tiras, las ataban, le ponían brazos y piernas usando ramas, las transformaban en muñecas. Muñecas de carne humana. Ningún adulto se atrevió a corregirlos, todos pensaban que el estado de ignorancia era lo mejor. Era mejor así.

La muerte no era lo que pensaba. Creí antes, en terror de infante, que la inexistencia de esas criaturas lo arreglaría todo. Nunca pensé en la inexistencia de las personas, en mi propia muerte, en mi cuerpo volviéndose uno con el vacío. Me creí inmune a la desaparición de mi conciencia porque nada desaparecía. Los restos quedaban esparcidos cuando te desgarraban y tus familiares debían olvidar el entierro, porque resolver tantos rompecabezas durante tiempos prolongados y continuos (una muerte tras otra y luego otra más, hasta que solo quedaba un integrante de esa familia) era abrumador. Podías ver rostros sobre el pasto y tratar de adivinar de quién se trataba por sus facciones. No, reconstruir los cuerpos se volvió una tarea dolorosa. Con el tiempo, nadie más quiso buscar los restos de sus conocidos, sin importar cuánto les amaran.

Los funerales fueron sustituidos por las canastas de las niñas. Los adultos les dejaban recolectar las hilachas, ponerlas en las canastas y les enseñaron a tejer mejores muñecas, les mostraron cómo hacerlas más bonitas mientras ignoraban las lágrimas que se aglomeraban en sus ojos y nublaban la vista. Ya nadie quería reconocer los restos. Las muñecas de tela humana sustituyeron los funerales, les dijeron a las niñas que solo podían jugar durante el día y por las noches las quemaban. Ningún infante lamentó las pérdidas continuas pues al día siguientes podían hacer más.

Los niños no sabían del dolor y el horror de ver a tus amigos ser aruñados hasta la muerte. Aruñar es una palabra un tanto débil para describir lo que les ocurría, pero era eso lo que les pasaba. La garra entraba, te seducía, te volvía alguien más, se comía tus órganos y luego salía, se abría paso hacia el exterior con sus afiladas uñas negras, te destruía por completo y luego te abandonaba, buscando a alguien más que pudiera saciar su hambre, su sed, su existencia, su todo. Porque las garras no podían vivir sin humanos, eran parásitos creados a partir de la oscuridad, un cúmulo de deseos suicidas, violencia aglomerada en entidades amorfas. Tu muerte podía durar algunos segundos si te acompañaba la buena fortuna y voluntad de la diosa. La mayoría de las veces, la garra tomaba tu cuerpo como un hogar y te consumía por días.

Era fácil esconder, de los niños, la violencia que había durante la muerte, a menos que las garras llegaran en manadas. A veces, solo a veces, eran los niños sus únicos testigos, eran los únicos que quedaban con vida luego de un ataque. El trauma de seguir vivo después de eso es algo que no le deseo a nadie... porque lo viví. Vi la muerte a los ojos cuando esas cosas intentaron matarme. No lo hicieron, sigo aquí, me dejaron vivir. Desconozco si existe un motivo. Sinceramente, no quiero saberlo.

Me creí inmune a ese infierno durante mucho tiempo porque, sin importar cuántas muñecas viera quemarse, yo seguía aquí. A veces dudaba de mi postura, dudaba cuando las garras se acercaban demasiado y hacían latir mi corazón tan fuerte y tan rápido, que incluso podía escucharlo. Contaba cada palpitación en un vano intento por retomar la calma. Algunos sabios dicen que morir en paz te abre las puertas al paraíso.

Lo único de lo que tengo certeza y claridad, es que los adultos ya no huían de mi presencia cuando mi cuerpo cambió hasta verse más como el de ellos. Crecer te da respeto. Podré pasar por alto todos los años que me ignoraron, me hicieron a un lado y me impidieron jugar con sus hijas. Puedo ponerlo de lado porque sé por lo que están pasando. Conozco a la muerte como ninguno de ellos podrá hacerlo. Ella me ha ignorado desde esa vez que mataron a mi familia, ese día que no quiso abrazarme y llevarme consigo, sin importar cuánto le supliqué y rogué que lo hiciera.

La muerte no me quiso a su lado durante demasiados años. No puedo decir que tengo el placer de haber tenido una vida plena, pues cada minuto respirando y tejiendo muñecas me hacían sentir punzadas en el corazón, como si una mano lo agarrara, lo apretara y volviera dolorosa cada exhalación. Temí por mi vida las primeras veces pero me acostumbré a los pocos días.

Sin importar cuántos años pasaron, cuántos niños vi convertirse en adultos y luego morir, yo seguía aquí. Le pregunté a la diosa varias veces el motivo pero nunca respondió mis súplicas. Con el paso de las décadas, la vida misma dejó de ser tan incongruente y dolorosa, empecé a ver los patrones y los ciclos.

Unos viajeros me enseñaron a escribir y hablar su idioma. Se veían muy interesados en conocer mi historia y hoy les entrego uno de mis manuscritos. Espero que ellos puedan matarme cuando se enteren que me consideran una bruja. Espero que la muerte me abrace pronto, deseo sentir su calidez así como se anhela el sol durante un invierno frívolo.

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